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sábado 14 diciembre 2024

Dos breves películas de Adolfo Arrieta y el legado del artista

por Germán Martínez Martínez

¿Qué hace falta para que un artista se cumpla como tal? ¿Cuál podría ser una marca visible de esa realización? En el extremo melodramático uno podría afirmar: con que un solo verso llegue a preservarse en el idioma de su gente es más que suficiente para un poeta. Esto, sin embargo, tendría el inconveniente de adoptar como criterio la perdurabilidad —de un fragmento, ni siquiera del mecanismo completo— y además podría topar con cuando menos dos cuestiones: el vano refugio de elogiar el anonimato —desde una egolatría disfrazada— o, si los creadores reconocen su vanidad, la endeble hipótesis de la ocasional memoria de la autoría del verso. Quizá en oposición a lo anterior —en un polo virtuoso— esté, como tantas veces, la opción Borges: vislumbrar que “lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición”, que cada artista puede llegar a saber y decirse “estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro”. Se trata de una visión enunciable, pero de improbable aceptación por el común de los artistas. Realizarla no sería colocar al otro Borges —autor, “actor”, personaje— en posición prominente sino experimentar a Jorge Luis Borges a la hora de escribir, en ocasiones también al hablar, claramente al ser en el lenguaje, en cada uno de los lenguajes de las artes.

Arrieta estuvo en Transmutación Festival de Cine Contemporáneo.

Estas ideas se me volvieron a ordenar, ampliar y, espero, aclarar durante la retrospectiva del cineasta Adolfo Arrieta (1942, Madrid), español de larga residencia en París. El ciclo fue parte de Transmutación Festival de Cine Contemporáneo que tuvo lugar entre el 17 y el 27 de octubre de 2024 en varias sedes de la Ciudad de México. Este festival es la continuidad legítima —por contar con la curaduría de Claudio Zilleruelo Acra, su director artístico— de las siete ediciones anuales anteriores conocidas como “Black Canvas”. La escuela de educación profesional que había sido la casa del festival retiró su apoyo desde el año pasado y ahora es una institución especializada, la Facultad de Cine, la que patrocina al equipo de Zilleruelo.

La retrospectiva de Arrieta mostró la totalidad de su filmografía: catorce cintas. Tomando como línea divisoria la duración de 40 minutos entre una y otra categoría —aunque todas las películas de Arrieta son breves— se trata de seis largometrajes y ocho cortometrajes. Pero, en cierto sentido, la obra de Arrieta es bastante más amplia, pues de cada filme ha hecho diferentes cortes y se muestra permanentemente dispuesto a montar de nuevo las piezas. La recepción de estas cintas —como suele ocurrir— es variada entre los espectadores, pero no fallan en interesar al público acostumbrado a cines ajenos al entretenimiento, si bien los materiales de Arrieta están lejos de aburrir. Llenas de referentes mitológicos, actuaciones audaces y curiosidades para la historia cultural —como la aparición de los escritores Severo Sarduy (1937, Cuba-1993, París) y de Enrique Vila-Matas (1948, Barcelona)— las creaciones de Arrieta distan en general del mayor valor cinematográfico, aunque fue bien percibido por Mekas y Duras. La excepción son dos breves películas Vacanza permanente (2006) y Dry martini (buñuelino cocktail) (2008).

Dry martini (buñuelino cocktail) es una pelíula de Arrieta.

En la Ciudad de México, entre jóvenes que sienten afición por el cine, suele surgir la confusión de que los ciclos estarían dedicados a figuras definitivas del arte cinemático. La realidad es distinta, aunque ciertos organizadores de festivales tiendan a propiciar el equívoco. Al armar retrospectivas, por ejemplo, basta con proyectar filmes que en ocasiones tienen más interés histórico que estético o con ofrecer —como en el caso de Arrieta— cintas de difícil acceso. Al hacer lo anterior los festivales cumplen algunas de sus funciones, no hace falta argüir que sus seleccionados serían los más grandes artistas, pues ningún festival en algún lugar del mundo logra eso. Por otra parte, que filmografías como la de Arrieta sean propicias para generar discurso alrededor de ellas no es sinónimo de valor estético: dar de qué hablar no es la marca de una gran obra, aunque eso facilite la vida a críticos, académicos y parlanchines. En el caso de Arrieta, su tipo de cine difiere incluso de los materiales habituales del circuito de festivales, por lo que fue agradecible su inclusión en Transmutación. Quizá el público específico de la obra de Arrieta se toque, pero no es necesariamente el del cine experimental. Además, el director ha coqueteado con el anonimato al dejarse conocer por multitud de nombres: Adolfo González Arrieta, Adolfo G. Arrieta, V. González Arrieta, Adorfo Arrieta, Udolfo Arrieta, Vdolfo Arrieta, Adolpho Arrieta, Adelfo Arrietta, Adelpho Arietta, Adolpho Arrietta, Ado Arrietta, A. Arrieta y, como se le conoció durante Transmutación, Ado Arrieta.

En Dry martini (buñuelino cocktail) y Vacanza permanente es crucial el giro tecnológico, pues mientras en producciones previas Arrieta había dependido de cámaras de pequeño formato y sus metrajes limitados; en estos cortos practicó la libertad de la filmación digital, particularmente en Vacanza permanente cuya temblante cámara salta de un escenario a otro. Dry Martini (buñuelino cocktail) se concentra en esa bebida preferida por Buñuel, sin su imagen (aunque existe filmación de él preparando el brebaje). En cambio, Vacanza permanente, como ocurre también en sus largometrajes, tiene un mínimo elemento argumental —un teléfono que suena incesante— con espacio para las pantallas, los cambios entre color y blanco y negro, los reflejos, la música, la ralentización, los contrastes entre luz y oscuridad, la cuidadosa composición o elección de cada cuadro (destacadamente sus colores), los gestos, el amor de Arrieta por la belleza masculina y los cortes que generan atención. La paradoja es la simultaneidad de la concentración y un desfile narrativamente inconexo que más que rítmico es un flujo de sonidos sin filtro e imágenes que se vuelven cautivantes. Circunstancias y presencias —más que personajes— son capturadas en ocasiones con espontaneidad y en otras con la mayor preparación. En Vacanza permanente hasta la frivolidad —gracias al espíritu lúdico de Arrieta— se ve transformada en sustancia cinemática. Declarar la solvencia de dos cortometrajes en una filmografía no es desechar al artista, sino encontrarlo: rodar todas sus películas fue necesario para alcanzar los pocos minutos cumbre de Dry martini (buñuelino cocktail) y Vacanza permanente.

El cineasta Adolfo Arrieta con Claudio Zilleruelo.

La genuina satisfacción del artista, sospecho, tiene que estar apenas en la producción de sus obras, poco más le atañe a la especificidad de su tarea; aunque ocurra en un mundo en que deseos como el reconocimiento, la fama y hasta la riqueza sean moneda corriente y opciones de vida respetables en su lejanía de la potencia del arte (el problema emerge cuando hay personajes que se postulan como puros mientras hacen lo que aseguran condenar). Esta perspectiva mía y de otros —repetida también por charlatanes— poco importa. Han sido, son y serán legión —mayoría definitiva— quienes perseveran en intentar colocar el paquete de su obra en la órbita de la celebración de quien quiera que se preste a hacerlo. Sin embargo, bastan dos cortometrajes —como sucede con Adolfo Arrieta— para que se cumpla una vida dedica al cine.

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