Apareció publicado el año pasado la versión en castellano del libro Rusia: Revolución y Guerra Civil, 1917-1921 (Crítica) del historiador militar Anthony Beevor. Es una lectura dramática. Nos lleva el autor (conocido por sus estupendos libros sobre la Guerra Civil Española y la Batalla de Stalingrado) a un escenario pavoroso de matanzas sin sentido, sanguinarias batallas sin fin y vesania infinita. Nos damos cuenta de algunos antecedentes brutales de la violencia actual en Ucrania. Desde luego, las guerras siempre son eventos trágicos, pero en el caso ruso se observa una devastación particularmente inhumana, quizá gracias a la salvaje y pomposamente llamada “doctrina militar rusa”, la cual consiste en aprovechar la ventaja numérica lanzando ataques de oleadas humanas, y en el método de “tierra quemada”. Esto es cierto, por lo menos, desde las guerras de Pedro el Grande en el siglo XVIII.
Los generales rusos aplicaron contra Napoleón en 1812 el método de “tierra quedada”, estrategia destructora consistente en asolar todo el territorio antes de ser ocupado por el enemigo para dejarlo sin sustento ni cobijo en su muy previsible retirada, sin importar la suerte de la población rusa ahí establecida. Más tarde, Rusia sufrió la (por mucho) tasa de pérdidas humanas más alta en la Primera Guerra Mundial. En batallas como Tannenberg y los Lagos de Masuria en 1914, por ejemplo, su infantería unidades estaban mal equipadas y abastecidas. Miles de hombres estaban destinados a perecer por miles en los campos de batalla para ser utilizados como “carne de cañón”. Después vendría la locura de la guerra civil entre “blancos” y “rojos”. Lenin, Trotsky y los demás líderes bolcheviques fueron despiadados con su propio pueblo. Tomaron el poder mediante un golpe de Estado y tan pronto se consolidaron en el gobierno ya estaban librando una guerra civil en múltiples frentes contra una alucinante variedad de enemigos, desde socialistas revolucionarios hasta monarquistas, por no mencionar a una serie de potencias extranjeras. La variedad de sus oponentes, incapaces de formar una fuerza de combate unificada y viable, jugó a favor de los bolcheviques. Pero si las líneas de batalla a menudo eran borrosas, el odio entre los combatientes sí era una pesadilla.
Aquí es donde el libro de Beevor exige un estómago fuerte para continuar leyendo. La violencia cometida por todas las partes no tuvo límites. Cientos de poblaciones enteras fueron devastadas y sus habitantes aniquilados hasta la última persona. Como Lenin percibía cualquier oposición a su gobierno como equivalente a la traición, exigió enfrentar todos los signos de disidencia con una represión atroz. Algunas de las tropas de choque más violentas fueron los marineros de Kronstadt. Cuando ellos mismos pidieron reformas, en 1921, Trotsky, quien anteriormente los había alabado como héroes, amenazó con “fusilados como perdices”. “Las guerras fratricidas”, escribe Beevor, “siempre son crueles porque los frentes no se pueden definir bien, porque se extienden de inmediato a la vida civil y porque engendran sospechas y odios terribles. Los combates liberados por toda la masa continental euroasiática fueron increíblemente violentos, especialmente en Siberia (…) Demasiado a menudo, los Blancos representaron los peores ejemplos de la humanidad, pero en lo que atañe a la inhumanidad implacable, nadie superó a los bolcheviques”.
Más tarde vendría la Segunda Guerra Mundial y de nuevo la “doctrina militar rusa” apelaría al uso masivo de la “carne de cañón” para detener al enemigo nazi. Hasta hoy se ignora el número de caídos en la denominada “Gran Guerra Patriótica”, pero sí sabemos del demencial e inconmensurable derroche de vidas humanas en batallas sangrientas y devastadoras como las de Leningrado, Stalingrado, Moscú, Kursk o Berlín. Y ahora, en pleno siglo XXI, ingenuos habíamos desterrado la posibilidad de volver a ver (al menos en Europa) estas estrategias de “carne de cañón” y “tierra quemada”. Pero nos equivocamos. Todo está ocurriendo de nuevo. Para los ucranianos, su trágico sacrificio se debe al simple hecho de estar defendiendo a su país frente un enemigo muy superior en fuerzas, un invasor históricamente implacable y salvaje gobernado, como siempre, por megalómanos decididos a ignorar la vida del hombre común para alcanzar sus ideales de grandeza. Putin es un líder imbuido en una idea imperial, se siente sucesor “natural” de Iván el Terrible, Pedro el Grande y Catalina la Grande y del Generalísimo Stalin. Pero esa visión del mundo es demasiado obsoleta e irreal.
A los rusos la aventura putiniana les está saliendo muy cara. Algunas fuentes hablan hasta de hasta 150 mil bajas. Se han perdido grandes cantidades de armas durante la guerra: 2,400 cañones de artillería, 3,400 tanques, 6,700 vehículos blindados, 300 aviones de combate y 18 barcos. Todo un fracaso militar de una escala increíble, con soldados mal entrenados y peor equipados enviados a la muerte por líderes incompetentes. El señor de la guerra ruso y amigo de Putin, Yevgeny Prigozhin, jefe de la infame compañía de mercenarios Wagner, culpó de la acumulación de pérdidas de efectivos en Ucrania a la reciente escasez de armas. También denuncia la muerte de docenas de estos mercenarios, masacrados después de quedarse sin munición. Por su parte, análisis del Ministerio de Defensa del Reino Unido informan sobre la “priorización” del combate cuerpo a cuerpo debido a su escasez de municiones y dice: “Las tropas de Putin y los ucranianos están luchando en condiciones de baño de barro”, una imagen digna de los combates medevales. Los rusos y sus mercenarios han sufrido en las últimas semanas reveses significativos como en su intento fallido de apoderarse de Vuhledar, el cual les costó más de 300 soldados y más de 100 tanques después de haber quedado absurdamente atrapados en un cuello de botella mientras avanzaban por caminos estrechos. Y en la bestial batalla de Bakhmut cada centímetro ganado se paga un torrente de sangre derramada.
Por eso estremece leer la obra de Beevor, poque lo hacemos de frente a la actual guerra de Ucrania. Por el fatalismo y la brutalidad como, históricamente, ha resuelto sus conflictos Rusia. Por el autoritarismo criminal de Putin. Porque el “granero de Europa” representa un ejemplo recurrente de martirio, hambruna e incertidumbre territorial. Por toda esta violencia y este desprecio por la vida. Por el descarnado camino hacia la muerte de los demás, siempre de los demás, los esclavos, los débiles, los de abajo, el cual nuevamente se muestra ante nuestros atónitos ojos con toda su crudeza.