Todo se desvanece en el aire y aún más en las crisis. Es lo que está ocurriendo con la popularidad del presidente Andrés Manuel López Obrador, quien por primera vez, desde el arranque de su mandato, se encuentra por debajo de los 50 puntos de aprobación, de acuerdo a las mediciones de GEA-ISA y de GCE.
Esto es así, porque la ciudadanía no está convencida de cómo se están gestionando los planes del gobierno para enfrentar al que ya podemos llamar uno de los desafíos más grandes de la humanidad desde la Segunda Guerra: El Coronavirus.
Los datos allí están: para GEA-ISA sólo el 47 y para GCE el 46.9 por ciento aprueban el trabajo de López Obrador. Es una caída sensible y sintomática, lo primero porque da cuenta de una baja persistente y lo segundo porque anuncia que el ánimo está mutando y que puede coincidir con con los miedos y las preocupaciones que, por necesidad, irán creciendo en las próximas semanas.
Desde hace tiempo hubo una ruptura entre lo que venía diciendo el presidente López Obrador y lo que pasaba en el mundo y de modo concreto en Italia y en España.

FOTO ORIGINAL: GALO CAÑAS /CUARTOSCURO.COM
Si bien es comprensible que se quiera proteger la economía, se erró al tratar de minimizar los riesgos a la salud y sobre todo al sistema que se tiene atender un problema de grandes magnitudes. El coronavirus es poderoso por su nivel de contagio y porque eso puede significar la saturación de clínicas y hospitales hasta el colapso.
Por ello es absurdo señalar que no se tiene que establecer el distanciamiento social, cuando la meta a lograr es que exista el menor número de casos graves posible.
En la presente coyuntura se requiere de liderazgos que hagan posible que las medidas que se van a tener que tomar fructifiquen para el bien de la sociedad. Es riesgoso que el gobierno no esté motivando la empatía necesaria, porque la ausencia de coordinación y la percepción de que se actúa con tardanza puede animar a que se exploren políticas de talante poco democrático o que no se haga lo que se tiene que hacer.
Es justo ahora, lo que no deja de ser paradójico, cuando necesitamos de gobernantes que guíen en la tormenta y que establezcan el piso mínimo de acuerdos que permitan que se actúe en unidad. Es evidente que esto no está pasando.
Por fortuna, y desde hace semanas, la sociedad tomó medidas de protección mientras las burocracias seguían debatiendo entre la obligación de salvar vidas y la necesidad, también imperiosa, de no permitir una catástrofe de carácter económico.
Como suele ocurrir, nunca hay respuesta correcta y más bien se tiene que optar entre males menores para salvaguardar lo más importante.
Este momento muestra, además, que la política no puede estar sustentada en quimeras, porque la terca realidad suele despertarla de la peor de las formas.