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Yo recuerdo haber pensado alguna vez sobre Mario Vargas Llosa con esta fórmula: es una de las personas más importantes del mundo. También recuerdo la vez que vi a Vargas Llosa en Heathrow cientos de lugares adelante de mí en la inmensa fila para pasar a salas de abordar. Creo que fue poco después de que recibió el premio Nobel. Con todo, a nadie más parecía importarle, nadie mostraba reconocerlo, aunque a mí me hubiera gustado pasar por encima de esas cabezas de tantas nacionalidades para estar al lado del escritor y conversar con él. Quien seguramente es el novelista vivo en español más reconocido en el mundo estaba ahí avanzando con su maleta, solo, pasando desapercibido.

En un tiempo en que es normal y hasta resultan necesarios los cursos de “autopromoción” es curiosa, desde el amor a las artes, nuestra contradictoria relación con el deseo de reconocimiento. La postura común es cuestionar tal aspiración. Pero el hecho es que buena parte de involucrados en labores estéticas no quieren sólo el respeto de algunos de sus pares, que es factible alcanzar y constituye satisfacción procedente. No. Tiende a buscarse la popularidad entre la comunidad, ciertamente imaginada, de la disciplina que a uno lo desvela y más allá de ella. No sólo eso. En la ingenuidad juvenil, que a veces se extiende por décadas, el sustento por el arte es tangible posibilidad y el enriquecimiento monetario una meta alcanzable. Alrededor de estos parámetros la fama es obviedad: es cuestión de que suceda el despegue, aprovechar el punto de inflexión que parta al mundo en dos, entonces la vida cambiará hacia sueños abrigados a la orilla del arte.

Ahora bien, bastarían ejercicios estadísticos básicos y llano sentido común para notar que la identificación del propio rostro está limitado a poquísimas personas en el mundo y la producción de obras artísticas valiosas es siempre una rareza. Los mayores artistas de cada disciplina avanzan entre muchedumbres sin séquito alguno, por lo general sin solicitud de fotografías o autógrafos, salvo que su público los espere en presentación anunciada. Para tener guardaespaldas hace falta estar en tierras peligrosas, pertenecer al ámbito del espectáculo o, principalmente, ser muy tercermundista. La espontaneidad de pocos audaces, o impertinentes, no altera el general anonimato. La vida atribulada por los fanáticos sucede principalmente a artistas escénicos o de pantalla, no pocas veces en nuestros días por participar de la contemporánea cultura de la fama virtual. Pero ni los actores, aun queriéndolo, están sometidos a atención permanente; por fortuna. Los públicos multitudinarios son excepción incluso entre quienes sería absurdo no considerar como figuras públicas: es normal no ser leído, casi destino que una película no sea vista siquiera por amigos y familiares de su realizador, poco extraordinario que la actuación de alguien jamás sea parte de una obra perdurable. Pretender fama y riqueza a través de las artes es poco realista. Por cada pintor que amasa fortuna no hay cientos, sino cientos de miles que jamás conocerán ese nivel de ingresos y que se hallarán, en casos benignos, vendiendo sus cuadros para el más chato ornato. Queda, claro, la consolación de la vida póstuma, reservada a los esperanzados.

El aeropuerto londinense de Heathrow quizá a diario vea el paso de famosos.

Estas líneas no refieren juicios estéticos sino la vida pública de los creadores. Cuando califico a Vargas Llosa como una de las personas más importantes del mundo lo hago —sin distorsionar por nuestra coincidencia en el liberalismo— aludiendo a cualidades concretas. Él es conocido en diversas lenguas, sus posiciones y declaraciones políticas han despertado polémicas por décadas. Provocar reacciones grotescas dice algo sobre el significado de alguien para sus contemporáneos. Finalmente, para ponerlo de manera práctica: hasta su reciente parcial retiro el novelista seguramente podía encontrarse con cualquier figura pública en todo país al que viajaba y cada una de esas personas se sentiría halagada por el encuentro. Esto está reservado a cientos, acaso miles de personas, pero que son en relación con la población y la comunidad artística, minoría ínfima: minorías entre minorías.

Algunos creadores entre quienes reciben ese altísimo reconocimiento son competentes estéticamente, otros concentran sus habilidades en planos distintos al arte. Partiendo, pues, de que no se trata de valoración de las obras, muchos entre quienes destacan muestran un cierto carácter implacable: en su esfuerzo por descollar pueden atender lo que sea que los coloque, no sólo adoptando temas y estilos de moda —en el peor sentido— sino incluso aventurándose en disciplinas artísticas por el simple hecho de que hay huecos oportunos y explotables. Pero está, por supuesto, el otro lado, el de la frustración de la mayoría silenciosa que se quisiera ruidosa. Es el estado de anhelar, de vivir la certidumbre, de que a uno le correspondería también vivir el tipo de experiencias de quienes sobresalen. Que eso no suceda —y esto sí que pasa— tiene diversas consecuencias que incluyen el abandono de la disciplina y la autodestrucción, desde vicios hasta versiones literales de la palabra. Paradójica o comprensiblemente, la mayoría quisiera ser minoría. Esto es desatender que ser una de las personas más importantes del mundo es un privilegio, merecido o no, pero que no borra la dignidad y valor de los demás individuos. No es retórica: cada uno de nosotros es necesario para que las cosas sean como son y, en este sentido, todos somos históricos; no es vano consuelo: es la triste realidad.

El psicólogo Abraham Maslow reflexionó sobre la necesidad de reconocimiento.

Hay alrededor de esta cuestión cuando menos un par de experiencias claramente malsanas. Por un lado, están quienes deciden identificarse como figuras públicas por su propia voluntad y a despecho de la participación de sus semejantes. Son, por lo general, pobres diablos a quienes ocasionalmente algún atolondrado ha rendido pleitesía (y si no, lo generan en su mente). Tales recipiendarios se aferran a ella, la multiplican en su fantasía y la magnifican por el resto de sus días. Son personas que se conducen como si tuvieran merecimientos que —aun en quienes los tienen— resulta fuera de lugar exigir. Así cualquier oscuro personaje cultural puede creerse parte del firmamento artístico e intelectual.

A pesar de todo, el delirio patanesco de quienes se quieren estrellas —puntos de referencia— puede mover a ternura, por no decir lástima. En cambio, existe otra disposición retorcida al estilo del desagüe. Estrategia perversa que, como me advirtió un amigo, conviene detectar a tiempo para tomar previsiones ante ella cuando acecha. Se trata de quienes se identifican e invierten buena parte de sus capitales en presentarse como artistas puros, desde su atuendo hasta decisiones de sustento, pues las características de sus obras son lo de menos. Ajenos al mundo oficial, académico, premiado, institucional… de su disciplina, aprovechan cualquier ocasión para denostar —por las vías más burdas— a quienes acaparan lugares que ellos aspiran a ocupar contradictoria y no muy secretamente. Hacen cuanto sea, incluso de formas groseras, para figurar. Pero sus acciones van siempre acompañadas de un discurso de marginalidad y supuesto combate para el que, no obstante, carecen del mínimo armamento. Se estancan en su juego cuando los favorecen contextos no de incautos sino de aturdidos que creen su pantomima, lo que la transforma en eterno círculo de encierro. Ni son uno ni son lo otro —ni puros ni realizados— y ello los carcome. Ambas interpretaciones ante el público —la de puros que son sucios y la de los delirantes— son desvaríos psicológicos de personajes a quienes es justo llamar farsantes. Sus interiores conflictos son muy suyos, pero su acción pública pervierte los ambientes de las artes, perpetúa mitologías, confirma reprobaciones y es pérdida de tiempo.

El deseo del que hablo podría denigrarse con afirmaciones como: la popularidad la buscan adolescentes gringos e imbéciles —ese comodín de los verdaderos idiotas— que en películas hollywoodenses buscan ser aceptados por los muchachos de referencia en el bachillerato. Pero hay conocimiento que se ha vuelto de lo más popular, psicólogos como Maslow afirman al reconocimiento como ineludible necesidad; aunque él distinguía de menor monta la satisfacción proveniente de los demás y como central la que uno lograba hacia sí mismo (superando, por supuesto, la identificación farsante). Para sonar a tono de superación personal: conviene comprenderse y perdonarse, asumir el impulso de estar en marquesinas, portadas, medios, en lo que haga falta para reconocerse especial; aunque lo más probable es que uno no lo sea, estadísticamente. Se vale. Hay cosas peores: la sed de poder seguramente es más patológica, como muchas otras desviaciones de las que uno no está exento. Es extraño pensar sobre el reconocimiento, sería gracioso si no fuera trágico: ansiar bastante más que popularidad y fama es de esos temas que convenientemente casi todos dan por hecho como algo que pasa a otros, a la indiferenciada gente. Serían los falsos artistas quienes padecerían esta angustia, esos de quienes están repletos los mundos de cada disciplina, esos que son siempre los demás. Esto pasaría por alto el vernos en el espejo.

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