Cuando ya dábamos como un hecho consumado e irrebatible que habíamos entrado a vivir en la era de la normalidad constitucional, la realidad política de nuestro tiempo nos despertó con sobresaltos, por la proliferación de ataques a la Constitución y de nuevos posicionamientos y narrativas políticas arrogantes y exaltadas que quieren cambiar, a como dé lugar, no solo el rumbo normativo constitucional y legal que habíamos logrado, sino incluso hasta contradecir y querer corregir la doctrina jurídica construida por los grandes pensadores de la humanidad y, por lo mismo, generalmente aceptada y puesta en práctica. Por lo visto, les estorba a las tendencias totalitarias para avanzar en sus propósitos políticos pragmáticos.
Una astilla de ese afán de quebrar la institucional y la normalidad constitucional, y querer cambiar todo, sin darle cabida ni entrar al saludable razonamiento político jurídico, sino solo a la fuerza del poder por el poder mismo, los ha llevado a hacer cambios constitucionales y con urgencia extrema, cayendo, por lo mismo, en un terreno de desaseo y de la imposición de la fuerza sin miramiento alguno. Tal es el caso no solo de las reformas constitucionales per se, sino ahora también cuestionando la figura jurídica del control de constitucionalidad.
Lo que estamos viendo no es la razón y fuerza del Derecho en un Estado educado, sino la arrogancia del poder, con el arrogamiento de un derecho a la fuerza, propio de etapas que ya habíamos superado. Con estas conductas política de Poder nos están dejando sin Constitución; y por lo ultrajada de que ha sido objeto en los últimos tiempos por las crispaciones políticas, con una Constitución sin valor. Como diría Ferdinand Lasalle, nos la están dejando en una simple hoja de papel. No se piensa ni se mide que lo que está en juego es el país, sino solo en el triunfalismo; el beneficio personal y de grupo político. Regresamos nuevamente al periodo de las facciones políticas del siglo XIX y, por cierto, de nuevo militarizado.
En efecto, con motivo de la reforma judicial se han estado presentando discusiones, a mi parecer bizantinas, en torno a que si la aprobación de dicha reforma constitucional, como lo puede ser la de cualquier otra, puede ser sometida al procedimiento de control de constitucionalidad, como si ésta en lo particular tuviera un cariz muy especial o divino, como para no serlo, cuando que hay doctrina al respecto y además precedentes sobre otras reformas constitucionales que han sido controvertidas y, por esto, sujetas a la lupa de la justicia constitucional. En otras palabras, a revisión en el Tribunal Constitucional.
Claro que esta reforma constitucional, como cualquier otra, en un Estado Constitucional de Derecho, puede ser sometida a control de constitucionalidad en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, como Tribunal Constitucional que es, toda vez que es el único órgano judicial del país facultado para ello, pues no hay otro. Todos los poderes del Estado son poderes constituidos, incluido el propio Poder Constituyente Permanente, Poder Reviso o Poder Reformador de la Constitución, como también se le denomina y, por tanto, sometidos a los dictados de la Constitución. Luego entonces, si alguno de estos poderes viola cualquier disposición de la Constitución, por supuesto que sus actos son susceptibles de ser impugnados y sujetos a revisión de control de constitucionalidad en los órganos del Poder Judicial de la Federación que tienen esta competencia. Para eso fue precisamente creada, como Tribunal Constitucional, la Corte Suprema.
Sí es el Poder Constituyente Permanente; pero no es un Poder Constituyente Originario, sino un Poder constituido; esto es, que forma parte de la estructura organizacional de los Poderes Constituidos con facultades acotadas en la propia Ley Suprema para reformarla. Pero no en su esencia; no en sus pilares; no en su espina dorsal; en suma, no en sus decisiones político-fundamentales que fueron instituidas por el Poder Constituyente Originario que dimanó de la todopoderosa soberanía originaria. El Poder Constituyente Permanente no se puede apropiar de las atribuciones del originario, y menos para destruir lo que instituyó este último.
El Poder Constituyente Originario crea la Constitución, en la que se pone y queda plasmado todo un proyecto de nación de largo alcance, en la que se establece cuales serán “las reglas del juego”; esto es, la forma y procedimiento para modificarla; por lo que el Poder Revisor de la Constitución debe ajustarse a esas “reglas del juego” constitucionales prescritas en la Norma Madre; la que engendró y le dio vida al Poder Constituyente Permanente. No fuera de éstas, como si fuera un Poder Constituyente Originario.
Los únicos actos que no son sometidos a nada ni a nadie, porque su autoridad es ilimitada, son los de la soberanía plena expresada a través del Poder Constituyente Originario, al quedar escriturados en la Constitución, porque como dice Carl Schmitt, “el pueblo manifiesta su poder constituyente mediante cualquier expresión recognoscible de su inmediata voluntad de conjunto dirigida hacia una decisión sobre modo y forma de existencia de la unidad política.” Asimismo, manifiesta que una Constitución “se apoya en una decisión política surgida de un Ser político, acerca del modo y forma del propio ser. La palabra ‘voluntad’ denuncia … lo esencialmente existencial de este elemento de validez.” Y en líneas después agrega que “el Poder constituyente es unitario e indivisible. No es un poder más, coordinado con otros distintos ‘poderes’ (Legislativo, Ejecutivo y Judicial; …). Es la base que abarca todos los otros ‘poderes’ y ‘divisiones de poderes’.”[1]
La teoría del Control de Constitucionalidad no es algo nuevo y menos un capricho político de ninguno de los tres poderes, y menos de una determinada clase política que transitoriamente se coloca en el Poder, que quiera se aplique o no, solo por sus ánimos e intereses políticos del momento que los mueve. Es algo jurídicamente sólido y generalmente aceptado, sobre todo en las democracias, ya que da confianza y certidumbre. Podrá ser un desdén, estorbo y rechazo en las autocracias, salvo que recaiga en ellos, porque no les favorece para sus intereses, ansias y deseos de poder absoluto, donde tienen la creencia que solo ellos y nadie más, son el pueblo, la soberanía, la ley y el Estado. Por eso políticamente se desnudan y enseñan abiertamente lo que son.
Viene desde tiempo atrás y ha adquirido mayor presencia, fuerza y se ha consolidado en nuestro país a partir de la década de los años noventa del siglo pasado. Esta institución constitucional se creó no por simple gusto, moda o antojo, sino como una necesidad de mayor certeza jurídica, para dar confianza jurídica en las instituciones públicas y a la población, producto de su progresividad civilatorio en la evolución de los estados. Se creó como un instrumento más para atemperar al poder político sin freno y absolutista, con el objeto de proteger a la Ley de Leyes; a la población y a los países. Para salvaguardar a la soberanía originaria de los gobiernos totalitarios, pues la propia soberanía como poder y autoridad máxima de todo Estado, la ha instituido en las propias leyes fundamentales que crea para blindarla y protegerla de los excesos de los poderes constituidos.
A alguien le tenía que encargar este deber, obligación, tarea y misión de resguardarla a como dé lugar. ¿Y a quién más?, sino al Poder Judicial, ajeno a la política. No lo iba a dejar en manos de los otros poderes políticos constituidos, como lo son los Poderes Legislativo y Ejecutivo, porque precisamente éstos lo que hacen es política. Y no se la iba a dejar a ellos para que jugaran con ella conforme a las cambiantes direcciones de los vientos políticos que soplen, sino al Poder que no hace ni tiene porque hacer política, sino solo conducirse dentro del camino del Derecho y de la constitucionalidad, que es el Poder Judicial; y a nadie más, porque es el único que la puede cuidar y garantizar su completa e inmaculada integridad.
Y con ello cuida la salud del Estado; del ejercicio limpio de Gobierno; de la creación legislativa dentro del marco estricto de la Constitución; de la División de los Poderes públicos y debido respeto entre ellos; del cristalino e inmarcesible Estado de Derecho; de la democracia; de los derechos humanos; de la institucionalidad correcta del país; de la armonía y bienestar de la población; de las entidades y del pacto federal; de la soberanía originaria que es más prudente, serena y madura que la soberanía derivada que se refleja en el Poder Revisor de la Constitución, que muchas veces está expuesta y sujeta a los vai venes políticos y de los grupos formales, reales y artificiales o informales e ilegales de poder, que por cierto también son volátiles. Por eso hay muchos precedentes en el mundo y en nuestro país. Si no es algo que se esté inventando o “sacando de la manga” ahorita. Esto es lo que ha contribuido a la estabilidad y certidumbre política, jurídica, social y económica en el país. En suma, al Estado Constitucional Democrático de Derecho.
Los Poderes Legislativo y Ejecutivo, como órganos políticos que son, están basados en las mayorías populares del momento electivo. Solo que estas son unas mayorías volátiles que pueden estar cambiando constantemente para donde sople el viento de los manipulados ventiladores políticos. El Poder Judicial, como órgano técnico especializado y experimentado en el Derecho, es más estable y, por lo mismo, da más confianza y certidumbre.
El consenso en la literatura jurídico política, determina que un Poder Constituyente Permanente no puede tocar, manosear ni contrarias las decisiones político fundamentales[2] previstas en la Constitución, pues está constitucionalmente impedido para ello. Hacerlo se coloca en un estado de inconstitucionalidad y, por lo tanto, sus actos carecerán de valor jurídico al tener que ser tachados de inconstitucionales por parte del Poder garante de la Constitución, al través de su órgano competente, en nuestro caso, la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Bien dice en otro de sus libros el pensador alemán citado, que “la actividad del Tribunal de Justicia Constitucional debe siempre patentizar inmediatamente y de modo especifico su relación con la Constitución.”[3]
Desde que las constituciones, como expresión de la soberanía originaria omnipotente, se interesaron en las garantías especiales de la Constitución, y ahora más con la esencia y razón de la convencionalidad que anima la protección de los derechos humanos, se demanda que alguien los proteja y los mantenga incólumes ante el Poder, que lo son el Legislativo y el Ejecutivo, y ese ente es el Tribunal de Justicia Constitucional, por lo que ese órgano se revela como el guardian, el cuidador o protector de la Constitución. Por eso, ahora más que nunca se revalora y adquiera una mayor y significativa importancia la División de Poderes, desdoblada en la clásica trilogía del poder público en: Legislativo, Ejecutivo y Judicial, poniendo mayor énfasis en garantizar la protección de la independencia del Poder Judicial, para que siempre resuelva con irrestricta imparcialidad.
En los países democráticos siempre debe haber, y de hecho y de derecho lo hay, un órgano judicial que por mandato constitucional tenga a su cargo, responsabilidad y que asegure mantener integra, pulcra y plenamente viva y vigente la Constitución. Y ese órgano protector, defensor y mantenedor de la Constitución es el Tribunal de Justicia Constitucional que, en nuestro caso, es la Suprema Corte de Justicia de la Nación, como máxima autoridad judicial del país.
[1]. Schmitt, Carl. Teoría de la Constitución. Editora Nacional, S. A. México. 1981. PP. 87, 88 y 95.
[2]. A estas también se les suele llamar clausulas pétreas, porque metafóricamente se da a entender que son como la piedra que, por decisión constitucional, no permiten que el Poder Reformador de la Constitución disponga de ellas, las perturbe y menos que pretenda romperlas y demolerlas.
Son clausulas “pétreas” porque, coloquialmente hablando, su contenido esencial queda fosilizado; esto es, queda totalmente duro; rígido, que no permiten flexibilidad alguna en retroceso. No son porosas, por cuyas oquedades pueda haber posibilidad alguna de que se filtre algún cambio que las pueda erosionar para perjudicarla. Solo permiten su mayor pulimento, porque el Derecho, por naturaleza, es progresivo, pero no para destruirlas; no para dar marcha atrás.
[3]. Schmitt, Carl. La defensa de la Constitución. Editorial Tecnos, S. A. 2ª. Edición en la Colección <<Semilla y Surco: Serie de Ciencia Política>>. España. 1998. P. 110.