En cada rincón del país se alza un pedestal con el busto de una persona desconocida. Casi todos son hombres y la inmensa mayoría tiene la expresión de quien acaba de recibir su título de licenciado. Esa gente ya no va a estudiar.
Los grandes próceres son inconfundibles. El corte de pelo de Juárez era tan estricto que parecía diseñado para reproducirse en cemento. ¡Y qué decir de las patillas de Allende, la calva de Hidalgo o el chongo de la Corregidora! Pero la estatuaria nacional no sólo celebra a los héroes que nos dieron patria, sino a figuras menores que supieron firmar un documento urgente. Eso fomenta una de nuestras más generosas pasiones: el reconocimiento póstumo. El jefe que no fue apreciado en vida, regresa como el necesario artífice de la oficina.
Nuestro ímpetu de reparación mantiene viva una peculiar rama del arte. Me refiero a la escultura cívica, consistente en extraer de un bloque de cantera a un licenciado.
La industria del busto no está destinada a sacar del anonimato a cada sujeto que le sirve de modelo, sino a consagrar la importancia del patio, el vestíbulo o la plaza donde se coloca. Si una cara de bronce preside una dependencia de gobierno, sabemos que ese sitio ha sido fundado.
No es lo mismo hacer cola en un pasillo de paredes color pistache y vidrios color ratón, que sufrir en un espacio con historia. Ciudadano que tramitas la vida: ante el agobio, mira el busto del fundador. Bajo sus cejas inmateriales, los ojos obligan a recordar que muchos otros pasaron por ese calvario y que acaso algún expediente fue resuelto. La estatua certifica que la lentitud y las molestias son institucionales.
La única zona respetable de la burocracia es la ventanilla de quejas. Por desgracia, ese rincón de los desamparados no siempre existe, suele estar fuera de servicio o es atendido por alguien que ya perdió la esperanza en el género humano.
El busto del fundador no resuelve nada, pero otorga perspectiva al descontento. Lo que ahí sucede ya fue padecido por otros. Si el Soldado Desconocido remite a los que derramaron su sangre para que otros vivieran, el Licenciado Desconocido remite al trámite original que nos permite estar ahí.
Los bustos son talismanes vacíos. No simbolizan una idea o un concepto; confirman que ahí hay tradición.
Su éxito ha sido tan grande que se reproducen en miniatura. Mi padre coleccionaba búhos, mascota de los filósofos. Cuando murió, descubrimos que tenía otra colección clandestina, del todo involuntaria. En el cuarto de triques conservaba pequeños bustos que le habían dado después de pronunciar conferencias. ¿Por qué los guardó? La hipótesis más razonable es que cedió a la principal tarea del filósofo, que consiste en abstraerse del mundo. Pero tal vez creía que deshacerse de la cara del fundador de una lejana sede académica le daría mala suerte.
De ser cierta, esta segunda hipótesis involucra a sus hijos. ¿Si tiramos los bustos el maleficio caerá sobre nosotros? Esto se agrava porque también yo doy conferencias. De vez en cuando los anfitriones me recompensan con una constancia enmarcada, que atesoro, aunque no sé qué hacer con ella. Los dentistas decoran sus consultorios con diplomas que acreditan su profesión. Los escritores no hacemos lo mismo porque necesitamos las paredes para poner libros.
Al cabo de varias décadas de dar conferencias también yo empecé a recibir bustos en miniatura. No son de mármol, sino de yeso (dorado por una capa de pintura). Algunos representan a escritores que admiro; la mayoría son indistinguibles y quizá representen a quien firmó el acta constitutiva de la institución donde me presenté. Despojarse de esos regalos sería un gesto de ingratitud, así es que los guardo en el clóset de las constancias.
El conferencista mexicano podría ser definido como un cazador de bustos. Probablemente, en el ignorado porvenir, cuando las conferencias hayan desaparecido o sean meramente virtuales, los arqueólogos se referirán a cierto expositor de leyenda que había recibido “400 bustos”.
Al compartir este predicamento advierto el carácter aspiracional de mi argumentación. Escribir columnas es un acto de autoconocimiento y sólo ahora advierto que esas extrañas recompensas de yeso cumplen una función esencial.
Como las horas que aún nos quedan por vivir, no sabemos qué hacer con ellas, pero queremos más.
Este artículo fue publicado en Reforma el 24 de diciembre de 2021. Agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.