La represión del 2 de octubre fue tan brutal que arrasó con el movimiento estudiantil y, en parte, con la memoria que de él se ha tenido. Entre agosto y septiembre de aquel año la vitalidad política, la exigencia cívica y el vehemente antiautoritarismo de los jóvenes estudiantes empujaron un movimiento entusiasta y luminoso. Aquellos muchachos libraron la retórica de las asambleas, salieron a las calles no obstante las amenazas y demostraron que había un camino distinto a la resignación frente al absolutismo del régimen político. El movimiento fue jubiloso, lúdico, incluso festivo. Sin embargo el golpe de la noche triste de las Tres Culturas fue tan devastador que a esas jornadas se les recuerda fundamentalmente con el luto y la indignación ante el crimen perpetrado por el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz.
Dominado por la paranoia y el resentimiento, aquel presidente arremetió con salvajismo contra los ciudadanos, la mayoría jóvenes, que asistían pacíficamente a un mitin que no era especialmente relevante entre las movilizaciones de aquellos días. La lucha de los estudiantes comenzaba a languidecer después de impresionantes manifestaciones como la del 27 de agosto. Esa mañana se había abierto una vía de solución en el encuentro que tuvieron enviados del presidente con los representantes del Consejo Nacional de Huelga.
Los dirigentes estudiantiles estaban acosados por la persecución. Sabían que podían ser aprehendidos en cualquier momento. Aunque no se hacían ilusiones, apostaban a que fructificara el diálogo con el gobierno y en señal de distensión acordaron que en vez de una manifestación, como estaba inicialmente planeado, en Tlatelolco se realizaría solamente un mitin. Dos días antes el Ejército había desocupado Ciudad Universitaria y entre los estudiantes había una mezcla de esperanza y temor.
El relato de esas horas aciagas fue regateado e incluso adulterado en la prensa de aquellos días pero luego ha formado parte del imaginario colectivo de varias generaciones. Unas 10 mil personas escuchaban a los oradores en Tlatelolco cuando, a las 6:10 de la tarde, las dos luces de bengala arrojadas desde un helicóptero fueron la señal que desató la balacera. El Ejército avanzó sobre la plaza. Desde el Edificio Chihuahua, en donde estaban los oradores, individuos emboscados disparaban contra la gente. Los balazos alcanzaron tanto a personas que asistían al mitin como a soldados. Otros testimonios indican que también hubo soldados que dispararon, frente a frente, contra civiles.
El ataque armado contra esa multitud indefensa fue tan alevoso, y la información acerca de él tan escasa, que las dimensiones de la matanza fueron mitificadas. Algunos corresponsales extranjeros dijeron que hubo centenares de muertos. Esa estimación ha sido compartida por muchos y se ha convertido en leyenda. Evaluaciones más cuidadosas, como la que publica Joel Ortega Juárez en su reciente libro Adiós al 68, indican que hay nombres y apellidos comprobados de 58 civiles y dos militares asesinados el 2 de octubre. Antes y después de esa fecha hubo otros 27 muertos, con lo cual la cifra de víctimas durante el movimiento estudiantil sería de 85. Recientemente la investigadora Susana Zavala, a partir de una revisión de archivos dentro y fuera de México, ha sostenido que en el transcurso del movimiento estudiantil se registraron 78 muertos y 31 desaparecidos.
El hecho de que hayan sido docenas y no centenares los muertos no le resta un ápice a la brutalidad del gobierno. Hay que imaginar la pesadilla de aquella noche, con disparos a mansalva sobre la muchedumbre en una operación planeada para asesinar.
La cantidad de heridos debe de haber sido mucho mayor. Además el 2 de octubre hubo 2360 detenidos, según Sergio Aguayo en su libro El 68. Los estudiantes, el presidente y la CIA. De ellos, varios centenares estuvieron presos algunas semanas. Otros, algunos años. Sesenta y ocho personas fueron sentenciadas a penas de entre 3 y 17 años de cárcel. Algunos de ellos fueron liberados antes y, la mayoría, en mayo de 1971. La sevicia de Díaz Ordaz y su gobierno les quitó varios años de libertad a docenas de mexicanos, la mayoría jóvenes.
La masacre de Tlatelolco fue resultado de una decisión del gobierno. Durante algo más de dos meses, el movimiento estudiantil había significado un desafío que, parapetados en un rígido autoritarismo, Díaz Ordaz y sus funcionarios no fueron capaces de entender. Los estudiantes movilizados en 1968 habían sido agraviados cuando la policía golpeó a varios de ellos en las marchas a fines de julio y, más tarde, cuando el Ejército ocupó instalaciones de la UNAM y del Instituto Politécnico Nacional.
Mientras más se acentuaba la línea dura del gobierno, más se intensificaba la rebeldía de los jóvenes que habían creado una eficaz y dúctil organización. Las decisiones centralizadas en un caótico pero responsable Consejo Nacional de Huelga se esparcían gracias a millares de brigadas que recorrían la ciudad, y luego el país, realizando mitines relámpago en parques y mercados públicos.
Las peticiones de esos jóvenes eran cuidadosamente elementales. La dirección del movimiento quiso evitar un listado de exigencias interminables e inalcanzables. Esas demandas eran tan precisas que parecía inconcebible que estuvieran apuntaladas por una movilización tan extensa y que finalmente fuesen enfrentadas con una respuesta tan desaforada.
Seis demandas articulaban el movimiento. 1. Libertad a los presos políticos, tanto los estudiantes y profesores detenidos en aquellas semanas como dirigentes sindicales y sociales que llevaban nueve años en la cárcel. 2. Destitución de dos jefes policiacos, Luis Cueto y Raúl Mendiolea, así como del teniente coronel Armando Frías, que habían ordenado o encabezado agresiones contra estudiantes. 3. Extinción del Cuerpo de Granaderos. 4. Derogación del delito de disolución social que, establecido en el Código Penal, era motivo frecuente para encarcelar a luchadores sociales. 5. Indemnización a familias de muertos y heridos en los enfrentamientos ocurridos desde el 26 de julio. 6. Deslinde de responsabilidades por la represión y el vandalismo de policías y soldados en los hechos recientes.
Ninguna de esas demandas cuestionaba la legitimidad ni el funcionamiento del sistema político. Ninguna planteaba cambios sustanciales para la sociedad ni el país. Cada una de ellas, respondía a ofensas que los estudiantes o algunos dirigentes sociales o políticos habían sufrido. Díaz Ordaz podía haber resuelto todas esas peticiones, o varias de ellas, sin trastornar al sistema que encabezaba.
Sin embargo, el presidente consideró que el movimiento estudiantil cuestionaba su autoridad. Aquella era una autoridad sustentada en la resignación forzada y en el silencio de la sociedad. Las manifestaciones y la propaganda de los estudiantes rompían la monotonía de un escenario encuadrado en los aplausos y la demagogia que entumecían a Congreso y partidos y que uniformaban a los medios de comunicación.
Díaz Ordaz y sus operadores políticos carecieron de sensibilidad e inteligencia para comprender que aquellos muchachos, con su entusiasmo cívico, renovaban la vida pública mexicana. Limitados por una enfermiza cortedad, segregados de su sociedad y temerosos de los cambios en el mundo, la explicación que esos gobernantes fueron capaces de construir (y que jamás demostraron) fue la de una conspiración alentada por intereses extranjeros. No podían admitir, siquiera, que esos jóvenes fuesen capaces de querer cambios como los que coreaban en las calles y de organizarse por sí mismos.
Aquella hazaña cívica ocurría en un momento de transformación cultural e incluso moral en las clases medias mexicanas. Literatura, cine y artes plásticas y sobe todo la nueva música, retrataban y a la vez propagaban el ánimo indócil de esos jóvenes. La píldora anticonceptiva, la minifalda y el cabello largo eran recursos de emancipación.
Los cantos y las imprecaciones en las manifestaciones eran políticamente destemplados. “¡Sal al balcón, hocicón!” cuando se plantaron frente a Palacio Nacional, era lo menos que le decían al presidente. Los jóvenes que así gritaban rompían el mutismo al que había sido obligada la sociedad. No constituía la mejor manera de hacerlo, pero era la única.
Aquel sistema no reconocía interlocutores en los ciudadanos. Por eso la demanda, ciertamente desmedida, para que el pliego petitorio fuera discutido en un diálogo público, resultaba tan lacerante para una estructura política fincada en el monólogo presidencial.
La represión después de las marchas, la intervención del Ejército contra muchachos desarmados y la masacre de Tlatelolco expresaron la intolerancia de un gobierno incapaz de escuchar a los segmentos más activos de su sociedad. El movimiento estudiantil fue derrotado aquel 2 de octubre pero, como todos sabemos, a la postre ha sido victorioso porque su búsqueda democrática se extendió y prosperó años después.
El movimiento de 1968 no fue un parteaguas histórico porque después de él, y por largo tiempo, se mantuvieron prácticas autoritarias como las que impugnaron esos estudiantes. Pero la convicción participativa que los alentaba, las ganas de rescatar instituciones anquilosadas por el despotismo y la confianza en el cambio, influyeron en la organización de la sociedad y en muchas reformas institucionales en las décadas siguientes.
Es exagerado decir que las organizaciones políticas, el empeño por la renovación en los sindicatos, las reglas electorales o el desadormecimiento de la sociedad que ocurrieron después de 1968, se deben al movimiento estudiantil. Todos esos cambios habrían ocurrido de cualquier manera. Pero sin duda en tales avances hubo quienes, habiendo sido estudiantes del 68, llevaron a cada uno de esos terrenos el ánimo dual que los acompañaría toda su vida. La brutalidad del Estado los llevó a desconfiar del poder político pero al mismo tiempo muchos de ellos comprendieron —o intuyeron— que la democracia se construye paso a paso más que en drásticos momentos épicos.
Aquellos jóvenes de 1968 conocieron el rostro más cruel del Estado pero antes, en las manifestaciones y el activismo a pesar del entorno ominoso que vivían, pudieron decir, cantar, gritar, abrazarse y ser ellos mismos sin restricciones. El patrimonio fundamental de esa generación fue el gozoso ejercicio de la libertad que supieron ganar y que, luego, cada quien replicaría a su manera. Recordando una frase de Miguel Eduardo Valle en el mitin del 13 septiembre, Gilberto Guevara Niebla tituló a su libro —en el que explica los pormenores del movimiento— La libertad nunca se olvida. Ése, que no es propiedad de nadie y que ha sido reivindicado a veces con creatividad y en otras ocasiones con sobresaltos, es el espíritu del 68.
Este artículo fue publicado en La Cronica el 1 de octubre de 2018, agradecemos a Raúl Trejo Delarbre su autorización para publicarlo en nuestra página.