Para mi padre, Barcelona era la ciudad del origen, perdida por la guerra civil. Solía evocarla con el gusto por el detalle que concede la nostalgia. El parque de la Ciudadela y el equipo Barcelona nunca fueron tan notables como en su memoria.
Conocí esa ciudad de su mano en 1969, cuando yo tenía trece años. Sus recuerdos de infancia se mezclaron con los míos. Fuimos al zoológico a ver al gorila albino Copito de Nieve, vimos al payaso Charlie Rivel y asistimos a un Barcelona-Real Madrid, que, si las pasiones no me engañan, terminó en un épico 3-3. También visitamos la tumba del abuelo, muerto cuando mi padre tenía nueve años. Subimos al cementerio de Montjuic, situado frente al mar, para cumplir una cita con ese antepasado distante. Fue la única vez que vi llorar a mi padre. Años después, la tumba sería vaciada. La familia vivía lejos y nadie se enteró de que debíamos pagar derechos. Mi abuelo fue a dar a la fosa común.
Ese primer viaje me remite a dos infancias desaparecidas, la de mi padre y la mía. Volví a la ciudad en 1976, como mochilero, poco después de la muerte de Franco. Me hospedé en el hostal Viena, sitio ramplón del Barrio Chino, solo prestigiado por las noches que Henry Miller pasó ahí. Encontré una ciudad barata, sucia y llena de creatividad. La nueva canción catalana, las revistas alternativas y las editoriales progresistas transformaban la cultura después de años de franquismo. Barcelona era entonces como una hermosa adolescente que ignora su belleza. Con los años se convertiría en una top model que trabaja para la mejor agencia.
En 2001 me instalé ahí con mi familia. La Ciudad Condal ya era un bastión de las ferias y el turismo, pero conservaba sitios cargados de tradición. Poco a poco, las librerías ilustres y los restaurantes de leyenda serían sustituidos por franquicias globalizadas.
No hay modo de arruinar del todo una ciudad entre el mar y la montaña que ha recibido la impronta de todas las embarcaciones del Mediterráneo y ha plasmado en piedra los sueños de la Edad Media, el vertiginoso delirio de Gaudí, el modernismo art nouveau y la arquitectura a la carta de los despachos contemporáneos. Sin embargo, quienes hemos vivido en la ciudad, regresamos para encontrar un paisaje de brumas que pertenecen al pasado, donde lo que existió se impone a lo que existe (entre otras cosas, porque generalmente se trata de boutiques que se reiteran como una plegaria al consumo).
El éxito comercial ha quitado misterio a Barcelona. Curiosamente, uno de sus máximos emblemas era un anuncio. En Portal de l’Àngel, la Óptica Cottet se reconocía por un termómetro de 22 metros. Ese alargado catedrático disertaba sobre un tema único: la temperatura ambiente (siempre y cuando los índices no rebasaran los menos cinco o los cuarenta grados). Había algo infantil y sugerente en anunciar lentes con grados de frío y calor.
Aquel objeto de dos mil kilos rendía tributo a Constantin Cottet, francés que llegó a Barcelona en 1888 con motivo de la Exposición Universal y decidió quedarse para hacer lentes que ayudaran a ver “la ciudad de los prodigios”, como la llamó Eduardo Mendoza. En 1956, el entusiasmo del fundador de la óptica cristalizó en el emblemático termómetro. Fue el año de mi nacimiento, de modo que asocio su destino con el mío.
Pues bien: mi compañero de generación ha desaparecido. Ese instrumento de fábula, digno de una farmacia para gigantes, merecería ser salvado. Pero el curso de las cosas depende de vagas corporaciones. El termómetro ya junta polvo en alguna bodega, como un jubilado que no siente ni frío ni calor.
Me reuní en Barcelona con Xavi Ayén, periodista de La Vanguardia y autor de un monumental libro sobre el boom en Barcelona, y hablamos sobre los muchos sitios que se han perdido en la ciudad. Uno de ellos es la antigua sede del periódico donde él trabaja. Durante décadas, para entregar un artículo había que cruzar el majestuoso umbral por el que alguna vez pasaron Cunqueiro y Valle-Inclán. Conforme a la nueva vocación barcelonesa, ese edificio noble es ahora un hotel. Xavi me contó que los veteranos del periódico van ahí a tomar una copa para recordar la vida de antes.
La escena resume el paso del tiempo. Poco a poco nos convertimos en turistas de nuestra propia vida: cada “lugar de los hechos” se transforma en un hotel donde estamos de paso y donde hay que pagar la cuenta.
Este artículo fue publicado en Reforma el 26 de noviembre de 2021. Agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.