No sólo los políticos profesionales se pierden en las delicias y los delirios de la megalomanía: también pasa con muchos millonarios de los que solemos llamar “excéntricos”. Véase, si no, a Elon Musk, Richard Branson y al sultán de Brunéi. Algunos de estos personajes se meten en política, y siempre para mal. Son empresarios exitosos a los que, de repente, les da por buscar ser presidentes para darle una lección a esos “estúpidos políticos”. Uno de ellos podría resultar electo en Colombia mañana. Rodolfo Hernández es un sujeto atrabiliario, inculto, soez y carente de formación ideológica, condiciones estas tres ya casi indispensables para triunfar en la política de hoy.
Circula en YouTube un video con algunas de las actitudes más estrafalarias. Se aprecia en él a un anciano de pelo ralo atacando a un funcionario del gobierno local de Bucaramanga, bullanguera ciudad de la que Hernández fue efímero alcalde. Justo este incidente le costó ese puesto. El video también exhibe a este presidente en ciernes amenazar de muerte a una persona, afirmar que las mujeres no deben llegar a cargos de gobierno, declarar su admiración por Adolfo Hitler o hablar despectivamente de los pobres. ¿Cómo es posible que este señor se haya posicionado en poco tiempo, al grado de estar en el umbral del Palacio de Nariño?
Que los populistas ganan votos y popularidad a base de decir estupideces no debe ya sorprendernos, mucho menos a los mexicanos, quienes nos hemos acostumbrado a escuchar cada mañana sandeces cada vez más espeluznantes de boca de nuestro Peje. Hernández se adueñó de las redes sociales en busca del voto joven con el típico discurso de la antipolítica. La que hoy tiene Colombia es una película que hemos visto otras veces veces: un rico empresario se presenta como “alguien cómo tú” que jamás ha hecho política, sólo es un hombre “que sabe lo que es trabajar y crear empleos” y está indignado con tanta corrupción. En fin, un populista más, pero con mucho dinero, que ha declarado la guerra desde TikTok a la clase política con enorme éxito. No le hace mella una investigación de la Fiscalía de Colombia sobre una acusación contra él por beneficiar a su hijo en un contrato del ayuntamiento de Bucaramanga. A sus 77 años se lanzó a la conquista de internet —algo notable para un postulante de edad tan avanzada— y se alió con influencers, youtuberos y tiktokers para que lo apoyaran en su gesta de hacerle llegar al país sus mensajes profundos: “Colombia necesita un presidente capaz de enfrentar a esa mafia que nos está gobernando, una panda de ladrones”, “soy viejito, pero sabroso” y “mis principios son No Robar, No Mentir, No Traicionar”. ¿Les suena? Hay más: el señor ha prometido que, de llegar a la presidencia, hará una conferencia de prensa matutina todos los días.
Interesante es cuando el populista es un rico empresario que, en realidad, nada tiene de “ciudadano común”. El caso de Colombia recuerda, por supuesto, el de esos otros dos grandes megalómanos, Trump y Berlusconi, ambos empresarios metidos a políticos, desastrosos como gobernantes pero muy exitosos en las urnas. Cuando aparecen candidatos de este tipo lo hacen envueltos en un halo de novedad. Afectan totalmente las previsiones por desarrollar campañas “distintas a las demás y más cercanas al ciudadano”. Los empresarios metidos en política suelen pensar que un país puede ser dirigido como una empresa, y muchos electores coinciden con esa forma de pensar. Consideran que una personalidad del mundo de los negocios, fuera del establishment político, es la única capaz de recuperar a un país frente a clases políticas corrompidas o “desconectadas de la realidad”. Son demagogos que, siendo parte de una élite, tienen éxito en convencer a la gente con un discurso antielitista. La gente les cree con todo y sus enormes egos (legendarios en el caso de Trump y Berlusconi), su vulgaridad, su machismo, su animadversión por la corrección política y su propensión al histrionismo más apayasado.
Pero más allá de todo esto, personajes como Berlusconi y Trump comparten la capacidad de sustituir la sustancia por la habilidad de venta y la voluntad de decir mentiras descaradas. Sus plataformas siempre han carecido de coherencia. Durante sus exitosas campañas dicen lo que sea necesario para ganar votos. Su única agenda era proteger o promover sus propios intereses. Sus mayores éxitos radican en la manipulación de los medios de comunicación y de la opinión pública. Llegan al poder en países donde la confianza en el gobierno es baja y, de alguna manera, logran adormecer aún más la conciencia popular ciudadana, la cual es capaz de perdonarles los mismos pecados que antes reprochaban a los políticos de siempre, una habilidad muy característica de los populistas más tradicionales (los que no vienen del mundo empresarial), tal y como lo estamos viviendo en México. De alguna manera arrullan a los ciudadanos haciéndoles creer que todo está bien cuando claramente no es así.
Pero más allá del caso de megalómanos como Berlusconi y Trump, la realidad es que a los empresarios les va mal en política, incluso a perfiles serios como los de Piñera, Macri o Herbert Hoover, entre otros. Sus argumentos pueden sonar muy convincentes: “Tengo suficiente dinero, no voy a robar; soy persona de resultados, sé resolver problemas concretos de administración, sé crear empleos y sé de finanzas, gerencia e innovación”. Pero un presidente tiene una autoridad limitada para hacer las cosas y debe enfrentar un universo de complicaciones completamente ajenas a la gestión empresarial o meramente gerencial. Manejar un país como un director general es fórmula segura para crear trabas a las decisiones a lo largo de todo el andamiaje estatal. La experiencia empresarial puede ser irrelevante o incluso volverse un impedimento para una buena gestión presidencial, ¡ah! pero no para la demagogia y para la megalomanía de líderes aciagos, que con eso se nace.