Sí, sí existe el centro en política, aunque los radicales afirmen lo contrario y descalifiquen a los centristas a veces con un furor aun mayor con el que atacan a sus enemigos del otro extremo. Cuentan los radicales con una innegable ventaja: mientras sus posturas están claramente expresadas en blanco y negro, los centristas reconocen la complejidad de la realidad, dudan, tratan de aprender y cambian de opinión cuando es necesario. Valiéndose de la ventaja otorgada por el simplismo conceptual los radicales han logrado amortiguar al centro. “El centro no existe”, afirman contundentes, y como su voz es más fuerte consiguen opacarlo, como si fuese una profecía autocumplida. Pero existe. De hecho, es heredera a una tradición ideológica incluso más rica, profunda y elaborada de las de derecha o izquierda. Pienso entre muchos otros en Constant, Stuart Mill, Tocqueville, Popper, Camus, Aron, etc. El centro existe aun cuando las ideas, las propuestas y los ejes de debate han cambiado profundamente en nuestros turbulentos tiempos, y lo hace valorando los derechos humanos, la democracia, el constitucionalismo, el libre mercado y la libertad como valor supremo. Pero este relato centrista-liberal, si bien ha sobrevivido y predominado, también se encuentra en entredicho porque ha generado decepción e incumple con las expectativas del desarrollo para todos. Estas insuficiencias han dado alas a los populismos autoritarios. Se fortalecen los polos mientras decae el centro político.
¿Cómo puede el centro ser capaz de entusiasmar a la gente y proponer formas plausibles para superar los nuevos desafíos del siglo XXI? Mediante una autocrítica honesta y profunda la cual lleve al centro liberal a entender como ha dejado atrás a la gente y contribuido a generar exclusión social por su apoyo, a veces excesivo, a los mercados libres y la globalización. Asimismo, el centro debe aprender a dejar de ser meramente reactivo. Defiende el Estado de derecho y las instituciones democráticas, es decir, al status quo, y eso no basta. Imposible seguir percibiendo cada esquema de cambio político como un deslizamiento irremediable hacia el totalitarismo. El centro debe recuperar su raíz liberal social, la cual tanto coadyubó en Europa a construir el Estado de bienestar y a promulgar reformas progresistas en beneficio de los excluidos. La preocupación por limitar la desigualdad debe priorizarse en estos tiempos sobre sobre la defensa irrestricta del laissez-faire y los mercados de capitales. También urge enterrar definitivamente la autocomplacencia del optimismo liberal sobre la dirección de la historia, donde solo se necesitan reformas graduales para ser felices. El mayor error del liberalismo fue decretar el fin de la historia.
Al caer en una defensa instintiva del statu quo se corre el riesgo de no entender de dónde provienen las amenazas y cómo se pueden combatir. Si el centro ha de subsistir y de ser capaz de entusiasmar a la gente debe salir a la calle, exaltar la política de la vida cotidiana en el hogar y el lugar de trabajo. Solo así las instituciones públicas dejarán de ser disfuncionales y se le podrá devolver contenido a democracia liberal. Pero no, en lugar de tomarse en serio las causas del apoyo a partidos populistas (y asumir en ellas razones genuinas de fallos sistémicos) el centro liberal ha reaccionado a menudo de una manera moralmente complaciente. Se otorga a sí mismo una superioridad ética no siempre justificada. Según este esquema, los populistas son considerados deshonestos, obstinadamente irracionales y peligrosos y por lo tanto nada se hace para reconocer las necesidades reales de quienes votan por ellos atizados por reclamos y preocupaciones legítimas.
De esta manera abusamos en el uso de la palabra clave estos días: “polarización”, y nos quedamos con el falso dilema de “si no estás de acuerdo con el centro político, estás polarizando”. Pensar así es no tener en cuenta los argumentos de la gente, se le niega el mérito político al descontento y de esta forma la misma esencia del discurso democrático se destruye. Nada de “liberal” ni de “democrático” tiene erosionar la idea central de considerar a priori los argumentos de quienes participan en la contienda política como poseedoras de un valor digno de consideración, y cuando el consenso ubica a ultranza por encima del desacuerdo. El declive de la democracia puede comenzar también con la marginalización de los populistas. Ahí donde los sistemas políticos no son capaces de enfrentar racionalmente el desafío de las tendencias populistas, ahí es donde se sucumbe a las tentaciones de las soluciones simplistas, de la demagogia y de las fantasías nacionalistas.
Perder sintonía con quienes hoy se sienten genuinamente defraudados y marginados y por ello buscan otras respuestas (generalmente sin encontrarlas) es el verdadero origen de la crisis del centro y por eso su reconstrucción pasa necesariamente por saber avanzar hacia mayores niveles de justicia en un esquema de instituciones liberales. Los atajos de los populistas jamás dan los frutos prometidos. Las claves para construir un relato de centro más atractivo y convocante se encuentran en la senda de un liberalismo preocupado por la inclusión y la equidad. Un relato moderno capaz de atender temas de preocupación generalizada como el empleo, la seguridad ciudadana, el desarrollo integral de las ciudades y el medio ambiente, siempre y cuando se postulen conceptos transversales y progresistas moderados.
El centro existe, y cuando no existe urge inventarlo, de hecho, es indispensable porque las sociedades no pueden sobrevivir demasiado tiempo protagonizando una bipolaridad destructiva. El centro es la garantía contra la antipolítica, siempre y cuando permita la necesaria circulación de ideas entre los polos en lugar de limitarse a menospreciarlos. La carencia de centralidad ha marcado el curso de la política de América Latina por muchos años, de ahí los continuos quiebres de nuestras democracias. Cuando los sistemas políticos pierden su centro al mismo tiempo abandonan la política, porque, a fin de cuentas, los problemas sociales exigen más pragmatismo y menos absolutos, sean estos de cualquier índole.