AMLO se ha erigido en el principal defensor de Cristina Kirchner y Pedro Castillo, olvidándose del principio de no intervención, el cual tanto pregona solo cuando le conviene. A la condena de seis años por corrupción impuesta a la vicepresidenta de Argentina la definió como “una venganza política y una vileza antidemocrática del conservadurismo” y sobre la destitución del expresidente peruano tras haber fracasado este en su absurdo intento de golpe de Estado denunció, entre otras cosas, el “racismo” de sus opositores políticos. Y abusando de su muy audaz ignorancia (como ya es costumbre inveterada en él) calificó como “sui géneris” el precepto de “incapacidad moral” utilizado como base para la moción de vacancia (el impeachment peruano), cuando la figura aparece diáfana en el entramado constitucional de Perú. Contrastó la reacción de nuestro presidente con la de los líderes de la izquierda latinoamericana (Boric, Petro, Lula, etc.), quienes enmudecieron durante horas tras el fracasado autogolpe y después reaccionaron evitando en todo momento justificar la supina tontería de Castillo. Y esta reacción es obvia porque a ninguno de ellos le conviene ser visto dentro de sus países, los cuales aún son democracias, como valedor de un gobernante destituido por su Congreso por haber tratado de interrumpir el orden constitucional. Solo nuestro Peje se atrevió a hacerlo, sin bronca.
Cristina Kirchner es indefendible, y no solo porque dejó en ruinas a Argentina al terminar sus dos períodos presidenciales. Con ella la corrupción llegó a unas cotas de obscenidad sin precedente, tal y como lo han acreditado los fiscales encargados de investigarla. El enriquecimiento descomunal de los Kirchner y su círculo cercano es la consecuencia de décadas de sobornos y comisiones ilegales a cambio de la adjudicación tramposa de inversiones públicas. La respuesta de la señora fue la habitual de los populistas autoritarios cuando la justicia los acorrala por sus malversaciones y desmanes: hacerse la víctima, denunciar una presunta persecución política de “fuerzas oscuras” y sacar a la calle a sus correligionarios para tratar de amedrentar a los jueces y fiscales. No tuvo éxito. En un fallo histórico Cristina Kirchner fue condenada a seis años de prisión e inhabilitada de por vida para ocupar cargos públicos por ser hallada culpables del delito de administración fraudulenta en perjuicio del Estado. No irá presa y podrá seguir siendo funcionaria e incluso candidata en las próximas elecciones porque la sentencia queda firme y tiene aplicación solo cuando se hayan agotado todas las instancias judiciales de revisión. Y eso puede tardar años, pero el indeleble estigma le queda a la señora.
Pedro Castillo fue un desastre de presidente. Arribó al poder como un político ajeno a las élites y con promesas de cambio profundo, pero solo atinó a sumir aún más a su país en la inestabilidad y la corrupción. En menos de un año y medio trabajó con cinco gabinetes distintos. Las renuncias y destituciones de ministros fueron cotidianas. Castillo no tenía idea de cómo gobernar y, por añadidura, está vinculado a la instrucción de seis casos de corrupción. Sobrevivió en el parlamento dos intentos de destituirlo, pero el tercero parecía inevitable. Había roto con sus aliados políticos, los cuales eran cada vez menos. Carente de respaldos parlamentarios quiso evitar la destitución de la manera más bizarra improvisando un burdo intento de autogolpe justo horas antes del debate de la tercera moción la cual, de todos modos, finalmente se celebró y se saldó con la destitución y posterior arresto de Castillo.
Estos son los dos delincuentes a quienes López Obrador otorga una apoyo explícito y vehemente. ¿Cuál es la razón de esta ofuscación? Pues la encontramos en la limitada visión de la política de AMLO moldeada por un maniqueísmo pueril donde los malos son los “conservadores” y “fifís” de todo el mundo y los buenos son la supuesta “izquierda”, los pretendidos “progresistas”, aunque estos sean notablemente corruptos, ineficientes y hasta asesinos. Defiende a quienes considera ser parte del campo de los justos contra “la rabia conservadora”. ¡Y como no va a ser “bueno” un humilde maestro rural de raíz indígena, quien se presentó el mundo como un nuevo representante del eje de gobiernos de izquierdas y progresistas latinoamericanos! El simbolismo de su historia particular es irresistible para un personaje de perfil mesiánico como el de AMLO. Y Cristina es la nueva Evita, la reina política del peronismo cuyo universo, como sucede con el Peje, está moldeado por la lucha entre las fuerzas del mal y los guardianes del bien. Y en este esquema ella es la guerrera infatigable del pueblo.
El complejo de superioridad moral es la explicación por la cual las perniciosas actitudes personales o políticas están mal en los demás y bien en quienes se sienten justificados por fines superiores y están convencidos de la excepcionalidad de sí mismos. No debemos subestimar el poder destructivo de tan fuertes convicciones. Lo han llamado “obnubilación moral”, y lleva a respaldar decisiones arbitrarias, comportamientos autoritarios, ineficiencia gubernamental, corrupción, fraudes electorales y, en los casos más extremos, a las más horribles aberraciones en contra de la libertad y de los derechos humanos. El siglo XX ofreció muchas pruebas de como el complejo de superioridad moral lleva a la creencia absoluta en un destino de redención donde sólo triunfarán los virtuosos y el cual solo se alcanza atravesando el infierno, aniquilando a los traidores, a los infieles y a los enemigos de la patria.
Hoy, las nuevas formas de autoridad moral siguen siendo tan autoritarias intransigentes como siempre. Saben sobre la imposibilidad de triunfar respetando los límites democráticos establecidos. Por eso necesitan arrasar, imponerse con rapidez y por la fuerza. Desprecian el imperio de la ley y son capaces de hacer cualquier cosa con tal de conservar el poder para el supuesto beneficio de sus fines “superiores”. Nietzsche lo advirtió en su Zaratustra: “¡Guárdate de los buenos y justos! Con gusto crucifican a quienes se inventan una virtud para sí mismos. ¡Guárdate también de la santa simplicidad! Para ella no es santo quien no es simple”