Es war einmal ein starkes Land (había una vez un país poderoso), así tituló portada el histórico semanario Der Spiegel hace algunos años. Alemania va a la deriva y no solo en el fútbol, donde la otrora poderosa Mannschafft ya no da una ni el terreno masculino ni el femenil. La industria alemana es básicamente del siglo XIX: química, ingeniería, automoción y construcción. No hay perspectiva de una diversificación a corto o medio plazo. El país está muy lejos (como, por cierto, lo está el resto de Europa), de los avances en inteligencia artificial de potencias como Estados Unidos y China. Los precios de la vivienda han subido espectacularmente mientras hay un déficit nacional de alrededor de un millón de unidades. Los costes de la energía, aunados a la escasez de mano de obra cualificada, favorecen la desindustrialización. El desempleo es bajo, pero va incrementándose y la inversión extranjera está a niveles del 2013. El rápido envejecimiento de la población pone en entredicho la sostenibilidad financiera del sistema de pensiones. La todavía economía más grande de Europa acaba de registrar su tercer trimestre de estancamiento y según el FMI crecerá menos que Estados Unidos, Francia y España en los próximos cinco años.
Los alemanes se quejan como nunca, y eso que quejarse ha sido, desde siempre, el gran pasatiempo en la tierra cuna del Weltschmertz (la escuela filosófica pesimista). El país no está funcionando como puede y debería hacerlo. Según encuestas, cuatro de cada cinco alemanes dicen que su país nos es un buen lugar para vivir. Vamos ¡ya ni sus trenes son puntuales! Todo este pesimismo ha desembocado en el auge electoral de Alternativa por Alemania (AfD), una organización de extrema derecha en un país donde estas expresiones hasta hace muy poco parecían no tener la más mínima posibilidad de éxito. Siempre actuaban en los márgenes y temerosos de ser proscritos por la autoridad electoral, muy estricta en Alemania al momento de tratar con organizaciones ultranacionalistas o que pudieran tener un cariz neonazi.
Durante la mayor parte de su existencia, la AfD obtuvo entre el 9 y el 14 por ciento en las urnas, pero su apoyo aumentó brevemente a casi el 20 por ciento en la época de la crisis migratoria de 2015, cuando el partido (fundado dos años antes como una formación anti-Euro) asumió una postura antiinmigración de línea dura. Este incremento fue efímero y AfD volvió a rezagarse en las encuestas, Pero la guerra de Ucrania, la cual interrumpió no solo la sensación de seguridad de los alemanes sino también su suministro de energía, le ha dado un impulso extraordinario y -probablemente- irreversible. Antes de la invasión a Ucrania el partido tenía solo el 11 por ciento de apoyo, pero a finales de mayo esa proporción creció al 18 y ahora va por el 21, lo que convierte a AfD en el segundo partido más grande de Alemania solo detrás después de la Unión Demócrata Cristiana (CDU) y por encima de la socialdemocracia (SPD) hoy gobernante.
Ese es el núcleo del problema: como la Mannschafft, los partidos tradicionales están en Babia. El actual gobierno de coalición -integrada por socialdemócratas, liberales y verdes- ha lanzado numerosas iniciativas de reforma desde su ascenso al poder en diciembre de 2021 tras catorce años de Merkel, pero también ha estado constantemente en estado de crisis debido a la postpandemia y la guerra de Ucrania. Al enfrentar estos desafíos, la coalición ha mostrado una inusitada de eficacia. Por ejemplo, reformas mal elaboradas para modernizar el sector energético solo dejaron a los gobiernos estatales, autoridades locales, empresas y ciudadanos confundidos. Después de meses de disputas, esta política se suspendió hasta el otoño. Los esfuerzos en otras áreas, como la seguridad nacional, la atención médica y las infraestructuras, han sido igualmente largos en ambición y cortos en progreso. Y las luchas internas se han convertido en la norma de la coalición.
Por su parte, Friedrich Merz, presidente de la CDU y líder de la oposición, no ha logrado posicionar a su partido como una alternativa viable al canciller socialdemócrata Olof Scholz. El apoyo popular a la CDU se ha mantenido estable, en 28-30 por ciento, incapaz de beneficiarse de las cuitas del gobierno. La AfD gana simplemente al representar la opción de “voto de protesta” para todos los millones de descontentos con el status quo. El típico partido que se opone y critica mucho, pero propone poco o se limita a blandir soluciones fáciles para problemas complejos. El establishment político dominante en Alemania todavía trata a AfD como un paria y le aplica “un cordón sanitario”, es decir, un boicot a cualquier posibilidad de colaborar con él en alguna coalición de gobierno ya sea a nivel local o nacional, pero Merz ha dado señales de flaquear en ese sentido, y ello a pesar de que el partido sigue haciendo gala de un poderoso chauvinismo. Es cierto que sus líderes periódicamente tratan de presentarse como una alternativa lista para asumir responsabilidades gubernamentales, pero en su pasado Congreso (celebrado en Maguncia) les traicionó el subconsciente. Además de abordar sus temas favoritos, como el control de la inmigración, acusó a la Unión Europea “de haber fracasado por completo en todas las áreas, especialmente en combatir la crisis climática, la política monetaria y la inmigración”.
AfD ya no exige la disolución de la Unión Europa, como lo hacían hasta hace poco, pero sí su “refundación. Propone sustituir el actual esquema supranacional con una “federación de naciones europeas” donde la soberanía nacional siempre prevalezca por encima de los intereses generales de Europa. El principal objetivo de la nueva UE debería ser “combatir la inmigración ilegal y adquirir una autonomía estratégica para asumir la seguridad sin depender de Estados Unidos”. También se volvió a hacer notable la simpatía que este grupo le profesa a Vladimir Putin. Todo este ultranacionalismo y su agenda antieuropea y proteccionista se consolida, sobre todo, en los estados de la antigua República Democrática de Alemania (RDA). La reunificación de 1991 no sirvió para nivelar a esta región a la altura del resto del país. Turingia, Brandeburgo, Sajonia, Sajonia-Anthalt y Mecklenburgo-Pomerania no son tan ricos como los estados del oeste. Todos ellos celebrarán elecciones el año próximo y la AfD aspira a conseguir varias victorias. Con esto la tentación de la CDU a pactar con ellos podría empezar a convertirse en irresistible y sería solo cuestión de tiempo antes de que la AfD, al igual que los partidos de extrema derecha en Francia, Italia y Suecia, sea aceptada como un partido legítimo y “normal” para hacer con ellos coaliciones de gobierno.