Si eres guapa o rica o tienes suerte,
quizá rompas con las leyes de los hombres,
pero contra las leyes internas del espíritu y
las leyes externas de la naturaleza
nadie puede
No, nadie puede…
JONI MITCHELL
Si piensas que comentaré sobre ese recuento de daños que se hizo público hace días, te recomiendo que detengas la lectura, la irrealidad en que vivimos me motiva al exilio literario. La literatura o el arte te distraen del mundo pero también a él te regresan, con suerte, distinto, más consciente, más agradecido o al menos, habitando tus heridas. Mis últimas dos lecturas son textos escritos por mujeres, las dos son estrellas de este paraje cultural contemporáneo. Me propongo hacer un trío, ellas escriben, yo leo, comparo y comento.
La nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie y sus cuentos Algo alrededor de tu cuello me sorprendieron por notar lo cerca que estamos de Nigeria, de su precariedad, pero también de su colorido. El sugerente título es una metáfora poderosa del adorno que legendariamente usan las tribus africanas en el cuello (la imagen estereotipada de la ignorancia propagada por la colonización y perpetuada por nuestro desinterés) ; el mutismo del que es objeto la mujer bajo el abuso patriarcal que conduce a pensar en la cuerda para aniquilar una vida de opresión. Lo potente del título proviene de una sensación compartida, un algo en el ambiente que de pronto nos asfixia a todos, la opresión por el miedo al futuro, la enfermedad del siglo que llamamos ansiedad. Llamó mi atención la importancia que la autora concede a la educación como medio para escapar de toda pobreza, incluso la intelectual, no podría coincidir menos, pero es cierto que todas las naciones que hemos llevado el membrete de Tercer mundo portamos también el sesgo, la superstición, quizás de que la educación lo enmienda todo. Un condicionamiento repetido a modo de consigna de sobremesa, donde progenitores pontifican la importancia de ser profesionista y uno les cree mientras pasamos las hojas del libro interminable, confiriendo a la educación la llave de la utopía que nos exilia del presente. La autora deja claro que ellos miran de lejos a Estados Unidos y buscan incorporarse a la Americah prometida, nosotros sólo levantamos la mirada pero el imán que ejerce la “tierra de la libertad” sigue vivo, aunque su emblema no sea una estatua, sino un millar de marcas estampadas en bolsos o parlando en la pantalla.
Queda claro que la corrupción es una lengua que compartimos que, junto con el populismo, el abuso de poder y la violencia hacen de México y Nigeria tierras del Hades profundamente divididas. “Las pistolas, las lealtades divididas y las hachas se habían vuelto comunes… Allí la policía haría lo que tenía fama de hacer cuando se sentía presionada para dar resultados: matar gente”.
Leer a Chimamanda nos permite mirarnos en un espejo a la distancia. La calidez de sus mujeres, la complicidad ante el abuso, la indignación reprimida, el nudo en la garganta que se lleva de uniforme.
Con los años, la línea entre señora y criada se ha ido borrando. Es lo que Estados Unidos logra de ti, piensa. Te impone el igualitarismo. Como no tienes a nadie con quien hablar, aparte de tus hijos pequeños, recurres a la criada. Y antes de que te des cuenta es tu amiga. Tu igual.
Coincido con la autora en que todos somos feministas y cuando se vive en naciones como la suya o la nuestra, la presencia del lobo es tan fuerte que ser activista y llevar el tema de playera perene es más que una tentación. Sin embrago, se transluce la consigna, se transparenta la agenda, y tras la lectura de cuatro de sus historias acabé empalagada como quien sólo visita pueblos mágicos, o como quien hace del vivir sano una filosofía que lo amarra todo. Cerré el libro.
Con disgusto comencé a leer otro: Mi año de descanso y relajación de la estadounidense Ottessa Moshfegh. En principio me sentí violentada, atrapada leyendo aquello que podría ver en una serie de TV, una historia más de adolescentes decadentes al puro estilo de Euphoria; y es que uno se cansa del drama, de la distopía y la desesperanza. Como cuchillos se me fueron clavando las frases de la protagonista, la novela se fue haciendo personal, dibujando con mayor sutileza el veneno escondido en el fondo del Gin and Tonic.
Una joven depresiva, adicta y abandonada decide, (ojo, esto es muy importante) tomarse un año de descanso encerradas en su departamento, hago el énfasis parentético porque la novela es pre pandemia. La mujer sin nombre, esta Bella durmiente postmoderna da cuenta de otra enfermedad del siglo: la depresión. Su deseo es permanecer dormida, aletargada, inconsciente, ah pero eso sí: guapa “No matter what”.
Ansiedad por lo que falta, por la injusticia, es la premisa de Chimamanda; depresión por el excedente o por el terrible vacío que ocultan las apariencias, nos resalta Ottessa. La pregunta o afirmación recurrente de la pluma de la estadounidense que comenzó a cercenarme los recuerdos fue: ¿Sigo siendo guapa, alta delgada y rubia?
Pero yo era alta y delgada y rubia y guapa y joven. Incluso en mi peor momento, sabía que tenía buen aspecto…Creía que si hacía las cosas normales podría matar de hambre aquella parte de mí que lo odiaba todo. Si hubiese sido un hombre, me podría haber vuelto una delincuente, pero parecía una modelo en su tiempo libre. Nada más fácil que dejar que las cosas se presentasen sin esfuerzo y no ir a ninguna parte… Ser guapa me tenía atrapada en un mundo que valoraba la apariencia por encima de todas las cosas…Me confortó saber que seguía siendo guapa, rubia y alta y delgada…Todas las personas que conocía en la universidad me odiaban porque era muy guapa…Hasta con un tubo en la garganta y una máquina pegada a la cara para que respirase seguía siendo guapa…se había mudado a Manhattan para ir a la universidad y que allí decidió integrarse, ser delgada, ser guapa, hablar como las demás chicas flacas y guapas…gente guapa y joven y fascinante que para taxis y se lanza cigarrillos, cocaína, máscara de pestañas, el diamante en polvo de una noche en la ciudad, el sexo casual como si fuese un simple gesto en un cubículo del baño, que salta a la pista de baile y luego sale otra vez, pide bebidas a gritos en la barra, empeñados todos en el éxtasis del sueño del mañana, cuando se divertirían más, serían más guapos, se rodearían de gente todavía más interesante.
Cada frase en apariencia frívola es un petardo, el reflejo de la exclusión, el abandono y el desamor de quien parece tenerlo todo pero no tiene nada. Y me dolió en el alma mi hermana preguntándome todos los días si seguía siendo guapa en medio de su tristeza infinita, sintiéndose juzgada por la muerte de su hijo, carente siempre del amor indispensable, el propio. O mi hermano que al querer encajar buscó ser flaco porque no podría ser rubio y como la madre de la protagonista, conectado a mil aparatos preguntaba ¿Me veo guapo? ¿Ya engordé? Recuerdo la frivolidad de sus amigos, otros desamparados que llegaron a exigir en herencia un recuerdo: sus prendas de moda, indicando color, talla y marca. No pontifico, me pregunto y me encuentro también en ese orfandad, en cada selfi dónde el hombre de hoy se mira como Narciso y se pregunta como la madrastra de Blanca Nieves, fetiche del aspecto y de la marca que reviste por fuera el descobijo de dentro. Hijos de pantallas asumimos el papel de estrellas que pueden sufrir dramas o personificar cínicos malvados pero nunca nuca pueden verse mal a cuadro, exceder el peso o lucir cansados.
La protagonista de Ottesa es una nueva Bella durmiente, una feminista inerte narcotizada entre pastillas y series de televisión, se escapa en el sueño mirándose desde un dron tumbada pero bella; concluye su historia mirando a una cenicienta que despierta de su letargo, a una prometedora estatua con la mano en alto:
El 11 de septiembre, salí y me compré un televisor nuevo con vídeo incluido para poder grabar las coberturas informativas sobre los aviones chocando contra las Torres Gemelas…vi la cinta de vídeo una y otra vez para tranquilizarme. Y la sigo viendo, sobre todo las tardes solitarias o en cualquier otro momento en el que dude que la vida vale la pena o cuando necesito valor o cuando me aburro. Cada vez que veo a la mujer saltar de la planta setenta y ocho de la Torre Norte —se le sale uno de los zapatos de tacón y flota por encima de ella, el otro se le queda en el pie como si le estuviese pequeño, se le sale la blusa por fuera, el pelo se agita, los miembros se le quedan rígidos mientras ella cae en picado con un brazo en alto como si fuese a sumergirse en un lago en verano… es hermosa. Ahí está, una persona zambulléndose en lo desconocido, y lo hacía completamente despierta.
Cumpliré ahora en septiembre 55 años y sí, me pregunto si sigo guapa y si podré adelgazar un poco (mayormente me conformo a mi suerte y sé que llegará el día en que ya no importe) también pregunto cuándo se acabará la lluvia de muertos en México que no es Nigeria o si mis hermanos fueron víctimas de querer entrar en el cuadro célebre de los ricos y famosos. Encuentro la paz mecida en la hamaca, buscando que no se vaya demasiado hacia la ansiedad o me tire la desesperanza.
Pienso que acostumbrarse a lo malo es muy fácil, pero es aún más fácil acostumbrarse a lo bueno. Dejar de mirar, por estar adormecidos, todos los privilegios que amueblan el presente. Ni activista, ni evasiva; simplemente una lectora que se pregunta, una mexicana preocupada, una mujer privilegiada aceptando el ocaso, una sobreviviente agradecida.