Hace cinco años, durante la campaña electoral que lo llevó al Palacio del Eliseo, Emmanuel Macron acuñó un nuevo concepto del léxico político francés: “jupiteriano”. Decía que estaba decidido a restaurar la “autoridad” y la “verticalidad” del poder que encarnaron algunos de sus más grandes antecesores, como Charles de Gaulle y François Mitterrand y superar la devaluación de la imagen presidencial acaecida en los desdichados mandatos de Sarkozy y Hollande. “Jupiteriano” remite al rey de los dioses del Olimpo y describe el estilo político de un presidente decidido a mantener una clara distancia con los mortales, incluso con su primer ministro y el gabinete. Aunque esto del estilo “jupiteriano” no es idea original de Macron, sino del general De Gaulle, arquitecto de la V República, un sistema “semipresidencial” donde la figura dominante es el presidente de la República, quien funge como comandante supremo de las fuerzas armadas, designa al primer ministro y puede exigirle su dimisión, tiene la facultad de disolver casi a voluntad a la Asamblea Nacional, preside sobre las reuniones del gabinete y del Consejo de Defensa, maneja la política exterior del país, puede vetar las leyes que aprueba el parlamento y todas las iniciativas que el gobierno presente al Legislativo deben estar firmadas por él.
Asimismo, el presidente tiene dos atribuciones adicionales que refuerzan su presencia dentro del sistema político: puede convocar a la celebración de referéndums y es el árbitro final en materia de interpretación constitucional. Toda una “monarquía republicana”, como la definió célebremente Maurice Duverger. El origen del poder presidencial en Francia lo define el hecho de que el mandatario es electo por el voto directo de los ciudadanos, lo que le otorga una legitimidad política considerable. La idea de De Gaulle era el de terminar con la situación de anarquía que caracterizó al período de la IV República (donde la excesiva fraccionalización del parlamento había provocado ingobernabilidad y enfrentamientos sociales) otorgando al presidente de la República poderes considerables que le permitieran actuar como el “fiel de la balanza” del sistema político. De esta forma, surgió un nuevo tipo de sistema, intermedio entre el parlamentario y el presidencial, en el que el presidente ejerce poderes sustantivos pero donde también existe un primer ministro, jefe de gobierno, responsable él y su gabinete ante el parlamento.
Macron planteaba volver a las fuentes de la V República “No creo en un presidente normal, como aspiró a ser Hollande, ni hiperactivo, como Sarkozy, pero tampoco en el estilo arrogante de Valéry Giscard d’Estaing”. A su juicio, un presidente con “autoridad democrática” posee un “ascendiente natural”. Por eso Macron le ha dado tanta importancia a lo simbólico. Cuando tomó posesión de la presidencia su primer acto fue escuchar los himnos francés y europeo en la pirámide del Louvre y de ahí hacer un paseo solemne por el Patio de Napoleón ante una multitud expectante. Y no se crea, también entiende la importancia de apelar a las emociones, especialmente aquellas relacionadas con el agradecimiento, el amor, la esperanza y la conciliación. ¡Hasta llegó a prometer “servir con amor al pueblo” en su mensaje inaugural! Pero la realidad es que pese a sus esfuerzos el electorado francés identifica su estilo mas con el del distante y aristocrático Giscard que con el de un tribuno “cercano a las necesidades de la gente”. Por eso desde muy poco después de iniciado su mandato comenzó a ser profundamente impopular. Cierto, nadie puede negar el impulso renovador de su frente del gobierno, pero tampoco la intensidad del deterioro de su imagen ante la opinión pública a pesar de sus esfuerzos mediáticos.
Macron no ha podido deslindarse de una concepción tecnocrática del poder y ello, aunado al hecho de que dispone de una mayoría absoluta en el Parlamento, en ocasiones le ha hecho pensar que la negociación y la labor de convencimiento para realizar grandes reformas es innecesario. Además, no le han faltado al mandatario algunas “salidas de tono” de corte elitista, como cuando describió a los chalecos amarillos como los “perezosos”, “los nada” o los “galos refractarios”. En esa ocasión se exhibió como un líder altanero y poco preocupado por los sectores más precarios de la población. Macron, hombre de buenas reacciones, terminó por gestionar bien la crisis de los chalecos amarillos dirigiéndose personalmente a la nación francesa, asumiéndose como una figura conciliadora, e invitando a todos los franceses a participar de un debate nacional. Pero el daño estaba hecho. El ejercicio del liderazgo jupiteriano se sustenta en un estilo de comunicación muy personalista. Ello puede resultar muy positivo sí y solo sí el líder logra una imagen de genuina cercanía con la gente. Macron, por alguna razón, no lo ha logrado. No ha podido despojarse del banquero de altos vuelos que fue antes de dedicarse a la política. En contraste, su rival, la señora Le Pen, ha tenido mucho éxito en la tarea de “dulcificar” su imagen.
“Marine”, como familiarmente la llama un número creciente de franceses, supo reorientar la ideología de su partido para imprimirle una línea más moderada, distanciada de la imagen xenófoba, antiislamista, antieuropeísta y antisemita que tenía el Frente Nacional (FN) desde que fue fundado por su execrable padre. En ello mucho le ayudo la aparición en la escena de un candidato aun más extremista que ella: Eric Zemmour. También acertó al centrar su campaña en el tema que realmente preocupa a las clases bajas: el aumento de los precios de los alimentos y combustible y la consiguiente pérdida del poder adquisitivo. Más importante adoptó “un rebranding” (como dicen algunos publicistas mamones) para tomar distancia con la tóxica marca familiar y adoptar un estilo de proximidad más acorde con la sensibilidad de la opinión pública. Comenzó a mostrar un perfil más humanizado mediante la fórmula de exhibir a la mujer que sufre, ama y piensa como cualquier otra francesa. Confesó las “duras pruebas” que ha debido atravesar durante su vida, como su enfrentamiento con su padre y sus fracasos matrimoniales. ¡Y los gatos! Le Pen se ha explayado en hablar de su amor por los gatos y no deja de subir a sus redes sociales cantidad de fotografías acompañada por simpáticos mininos.
Pese al éxito de la “dulcificación” de Le Pen queda la esperanza de que en el ánimo del elector francés prevalezca ante las urnas el sentido común y una mayoría entienda que el programa electoral de esta señora es completamente fútil, que carece por completo de un equipo competente para gobernar y recuerde su intensa relación política y económica con Vladimir Putin, personaje detestado por más de 85 por ciento de los franceses según recientes encuestas reciente. Pero aun aunque obtenga su reelección, el mensaje que deja Macron para los políticos liberales y centristas es meridiano como el sol de la mañana: hay que esforzarse muchísimo para aparecer como un político “cercano a las preocupaciones de la gente”.