Uno de los mayores problemas en las dictaduras es el de la sucesión. Los sistemas gobernados en torno a un culto al individuo establecen una estructura de incentivos autodestructiva. Tras consolidarse en el poder, el autócrata buscará eliminar a los competidores ambiciosos capaces de hacerle sombra. Esta estrategia, si bien es efectiva a corto plazo, vacía el embudo del liderazgo a futuro. A diferencia de las tiranías dirigidas por partidos fuertes, en donde los líderes ascienden dentro de la jerarquía del partido y existe algún tipo de esquema colegiado, los sistemas personalistas no tienen una estructura institucional para preparar a la próxima generación de autócratas. En el caso de Hugo Chávez el drama sucesorio se vio agravado aún más porque la muerte del dictador sobrevino de manera inusitada, producto de un cáncer casi fulminante. El moribundo presidente designó entonces como su heredero a Nicolás Maduro, quien conquistó su confianza observando estricta fidelidad (90 por ciento de fidelidad, 10 por ciento de capacidad, tal y como les gusta a los déspotas) y siguiendo puntual una regla de oro de las dictaduras (y en muchas democracias también, debe decirse): jamás eclipsar al jefe.
Nicolás Maduro siempre fue el típico “yes man”, un hombre gris sin el más mínimo rasgo de criterio independiente. Antiguo chófer de autobús, exdirigente sindical del Metro de Caracas, carente de estudios superiores, fetichista supersticioso con tendencia a darle “un valor mágico” a todo en su alrededor, Maduro fue un entusiasta seguidor del chavismo desde la primera hora hasta llegar a ser uno de los principales jerarcas del llamado “Movimiento de la V República” y, sobre todo, un colaborador fidelísimo del comandante. Fue sucesivamente presidente de la Asamblea Nacional, ministro de Relaciones Exteriores y, a partir de octubre de 2012, vicepresidente ejecutivo de la República. Convertido en sucesor designado, juró lealtad “hasta más allá de esta vida” al comandante. Y por lo menos al principio así fue. Ya como jefe de Estado, Maduro rindió un grandilocuente culto hagiográfico a su predecesor, la mayor parte de las veces con expresiones y alusiones bastante pintorescas (como aquella del pajarito), mientras su gobierno apuntaba hacia la continuidad.
Sin embargo, al carecer del carisma de Chávez muchos tuvieron la esperanza de que Maduro desarrollara un estilo de gobierno menos confrontacionista en un país afectado profundamente por la polarización atizada por Chávez, sacudido por la violencia delictiva y deteriorado económicamente por la inflación y el desabastecimiento. Sucedió todo lo contario. El nuevo sátrapa alentó una aun mayor centralización caudillista del poder. Fue Nicolás Maduro quien anunció muy compungido a los venezolanos, en marzo de 2013, la muerte de Chávez. Ciertamente, el nuevo presidente asumió el papel de ser el elegido de un profeta Chávez, pero también fortaleció toda una red clientelar base para el sostenimiento de su régimen el cual incluyó a las fuerzas armadas en primerísimo lugar, y aunque ha mantenido el fervor al comandante también ha ensayado formas para promover su propio culto, aunque con resultados poco convincentes. Maduro, como aprendiz de tirano promotor de la adoración a su amable personita, decidió explotar las posibilidades comunicativas del cómic con la creación de “Súper Bigote”, un superhéroe venezolano dedicado a combatir a Estados Unidos y a sus malvados aliados locales: los “fascistas”. El cómic tiene su propio dibujo animado, transmitido por la cadena de televisión estatal, también se reparte un muñeco para los niños vestido con un ajustado traje rojo y capa azul. “Con la mano de hierro” es su eslogan, una frase reiterada por el dictador, sobre todo durante sus primeros años en el poder, cuando quería intimidar a quienes dudaban de su capacidad de reemplazar a Hugo Chávez.
Hoy resulta imposible subestimar a Súper Bigote, por lo menos en su capacidad de supervivencia. Hace apenas unos años parecía tener los días contados. Más de 60 países cerraron sus embajadas en Caracas tras las fraudulentas elecciones de 2019. Estados Unidos bloqueó el acceso a sus mercados financieros, sancionó el petróleo y paralizó inversiones. En poco tiempo, Maduro alcanzó un estatus de paria internacional, incluso acusado de narcotraficante por la DEA. Venezuela padeció hiperinflación, una pavorosa crisis migratoria y el desplome de su capacidad de producción petrolera. Protestas masivas, enfrentadas con una brutal represión, parecían llevarla al borde del abismo. Pero hoy Súper Bigote sigue en el poder. ¿Cómo lo logró este superhéroe de pacotilla? Pues como sucede en los malos cómics: gracias a las torpezas de sus supuestos archienemigos. La coalición anti-Maduro comenzó a mostrar grietas tan pronto como se planteó la posibilidad de una intervención militar. Los gobiernos de América Latina privilegiaron su preocupación por la defensa de la no intervención sobre su interés por la democracia y la defensa de los derechos humanos y lentamente sacaron a Maduro del frío.
También el dictador se vio beneficiado por el apoyo de otros “hombres fuertes”. Profundizó sus lazos diplomáticos, militares, comerciales y económicos con Irán, India, China, Turquía y Rusia. Finalmente, privatizaciones opacas y una dolarización “de facto” restauraron en cierta medida de estabilidad de la economía al precio muy “socialista” de aumentar unos niveles de desigualdad ya de por sí altísimos. Peor aún, la guanga oposición venezolana también colaboró en la supervivencia de Súper Bigote. El gobierno “legítimo” de Guaidó cayó víctima de luchas internas y escándalos. Más importante, el enfoque de Washington hacia Maduro viró obligado por la guerra de Ucrania y la revalorización estratégica del petróleo. Por eso el objetivo declarado de Estados Unidos y de las naciones latinoamericanas fue conducir a Maduro de vuelta a la mesa de negociaciones. Eso hizo ganar tiempo a Súper Bigote, quien prometió, y le creyeron, algo que jamás iba a cumplir: elecciones libres y limpias.
Hoy, tras el monstruoso fraude electoral del pasado 28 de julio, el panorama de Venezuela parece más oscuro que nunca. Sin embargo, en un nuevo giro sorprendente de la historia, hacia las elecciones presidenciales de este año surgió un portentoso, valiente y original liderazgo con María Corina Machado, quien ha sido capaz de romper con todos los esquemas de los últimos 25 años en la vida política venezolana y de dio un vigoroso contenido a una oposición alicaída. Lo más relevante y heroico de todo este liderazgo audaz es que se da en el marco de un entorno jurídico-institucional totalmente adverso y violento. Tan amenazador vio el régimen el liderazgo de Machado que le impidió presentarse en las pasadas elecciones presidenciales como candidata. Súper Bigote seguramente ve en ella a una poderosa kryptonita. Es verdad, muchas son las incertidumbres que enfrenta Venezuela después del fraude electoral. Maduro se aferra al poder y cuenta (aparentemente) todavía con el apoyo irrestricto del ejército y de sus aliados tradicionales Cuba, Rusia y China, además de con la grotesca aquiescencia de varios gobiernos latinoamericanos (entre ellos, de forma abyecta, la 4T), pero contar con un liderazgo efectivo e inspirador siempre ha sido un factor formidable en el surgimiento de movimientos políticos libertadores.