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lunes 14 octubre 2024

La crítica literaria según Alatorre

por Germán Martínez Martínez

A primera vista la pregunta sobre qué es la crítica literaria puede parecer innecesaria. Pero basta acercarse a textos críticos para encontrar su diversidad y darse cuenta de que la respuesta no es evidente. Dejando de lado la oralidad no registrada, probablemente hay —en este tiempo y alrededor del mundo— dos vehículos para la crítica: las redes sociales y los que ahora son vistos como medios de comunicación tradicionales (que incluyen las publicaciones académicas). A despecho de quienes afirmamos que hoy escasea la crítica, esta parece proliferar, en ocasiones en formas novedosas —lo que no implica valoración positiva— por ejemplo, en comentaristas que se expresan en buena medida a través de su apariencia y enfocándose en pocos temas que han convenido como cruciales, en videos de apenas pocos segundos en redes sociales. Algunos lectores añorarán tiempos pasados, creyendo que antes la crítica literaria era práctica habitual y que hoy estaría degradada a ínfimos renglones en pequeños cuadros de fajos de papel que difícilmente reconocen como periódicos y revistas. Encuentro, a mi vez, que conviene partir de que hay naciones en que nunca ha habido una tradición crítica consolidada, pues el planteamiento del debate público como fin social deseable, no ha sido practicado en términos intelectuales. Más que adaptada de sus fuentes, en sociedades divididas por jerarquías arbitrarias, como México, la opción de la disputa racional ha sido deformada, impidiendo que surjan diálogos genuinos.

Antonio Alatorre (1922, Autlán; 2010, Ciudad de México) ejerció la crítica tanto especializada —en el medio académico— como para públicos un poco más amplios. Desde joven tradujo libros de diversas lenguas: del alemán (con Margit Frenk), francés, inglés (a veces al alimón), italiano, latín y portugués. El profesor Luis Guillermo Ibarra recuerda que, en París, Alatorre fue discípulo de Bataillon (1895-1977) y Braudel (1902-1985). El 22 de junio de 1972, en la Librería Universitaria y como parte de un ciclo dedicado a “Cómo hacer crítica”, Alatorre dio la conferencia “¿Qué es la crítica literaria?” (es interesante la recurrencia de este tipo de ciclos, pues en estos meses de 2023 se lleva a cabo La crítica en su laberinto: ¿qué hacer?, como parte de la Cátedra Inés Amor de la UNAM). Posteriormente, corrigiéndola, Alatorre publicó la conferencia en su libro Ensayos sobre crítica literaria (1993), que ha tenido ediciones y reimpresiones.

Un libro académico de Alatorre.

En “¿Qué es la crítica literaria?”, Alatorre parte de consignar su concepción sobre qué es “una obra literaria [definiéndola como] la concreción lingüística (concreción en forma de lenguaje) de una emoción, de una experiencia, de una imaginación, de una actitud ante el mundo, ante los hombres”. Para Alatorre el contraste entre obras literarias y crítica está en el carácter irracional e intuitivo de las obras y la racionalidad que ve indispensable en la crítica: “los medios de que se vale el crítico son fundamentalmente racionales, discursivos, y por lo tanto se consiguen más por las vías del esfuerzo, de la disciplina y del estudio que por las vías gratuitas de la intuición”. A pesar del variado signo de emociones plasmadas en las obras, Alatorre advierte: “la experiencia de la literatura […] es en sí misma, en cuanto experiencia literaria, un fenómeno placentero”. Hay que tomar en cuenta estos paradigmas para el resto de la argumentación de Alatorre.

La respuesta que Alatorre da a la pregunta sobre qué es, resulta sencilla: la crítica literaria “pone en palabras lo que se ha experimentado con la lectura”. Entonces, la crítica sería una especie de traducción de la experiencia lectora, según los propios paradigmas de Alatorre pasando de la irracionalidad a la racionalidad. Alatorre tiene claro que las obras literarias convocan multiplicidad de reacciones a partir del lenguaje y que “la crítica literaria trabaja con ese lenguaje, dice qué es, qué hay detrás de él, qué significa”. La crítica literaria sería un lenguaje verbal que habla sobre otro lenguaje verbal: una complicación, en contraste con la crítica de las demás artes que es lenguaje verbal que aborda otra clase de lenguajes.

Alatorre también señala tres rasgos que considera importantes de la crítica: “una parte de la crítica literaria se convierte espontáneamente en ayuda”, “una parte de la crítica literaria se nutre en el diálogo” y “otra parte de la crítica literaria está hecha de aprendizaje”. Sobre esta última cuestión cabe apuntar que, si bien Alatorre sugiere que casi cualquier lectura inteligente es crítica —“la frontera entre ‘lector’ y ‘crítico’ es invisible”— en su conferencia también queda implícito que ve la crítica literaria como una intervención que conlleva especialización y constante esfuerzo de mayor conocimiento: “todos los críticos podemos hacernos mejores críticos”. Más todavía, cuando Alatorre asegura que “una parte del enriquecimiento de nuestra lectura se debe a nuestra experiencia vital”, está marcando una distinción entre formas de vivir, pues algunas permitirían ver más en los textos (y probablemente incluso generarlos). Sin embargo, más allá de la racionalidad que le atribuye, Alatorre no elucida qué tipo de lenguaje es el que la crítica literaria es o qué derivas suele tomar.

Alatorre se ocupa en distinguir entre la crítica “adversa” y la “favorable” o “entusiasta”. Quizá hoy sería acusado de tener un pensamiento binario y, en un sentido elemental, quienes eso expresaran tendrían razón, pues caben otras posibilidades, notoriamente la indefinición, sea por incompetencia o —por motivos extraliterarios— para evitar confrontaciones. Sobre la crítica “adversa” —el entrecomillado es del autor— Alatorre dice que la pieza crítica resultante de una lectura puede ser condenatoria, pero que esto no debe ocurrir por predisposición al rechazo. También agrega: “las críticas implacablemente aniquiladoras, tienen siempre, en mi opinión, una dosis más o menos fuerte de ignorancia (o de ‘mala leche’, que no sé si es peor)”. Acierta, pues los motivos ajenos a lo literario son distorsiones, no rigor crítico. Sin embargo, Alatorre afirma que cuando un crítico “niega categoría estética, categoría de creaciones literarias” a ciertas obras puede ser un ejercicio iluminador, por ser la afirmación de ideales sobre lo que constituye una “verdadera obra literaria”. Pero alerta sobre la necesidad de reconocer que el “fraude total” es improbable, es decir, la obra absolutamente fallida o perniciosa. En efecto, al negar carácter artístico a una obra, el crítico no debe proceder por capricho o interés, sino que requiere de sólida argumentación, no para acertar, sino para presentar una visión coherente.

El Colegio de México fue casa académica de Alatorre.

Por esta última reflexión Alatorre concede, si bien a regañadientes, que al leer las obras de Corín Tellado —autora de popularísimas novelas rosas— y Marcel Proust —maestro de la narrativa en que, según lectores poco comprometidos, “no pasa nada”— los lectores experimentarían “las mismas emociones”. Difiero. Alatorre alude a la humanidad compartida de los lectores de unas y otras obras —lo que es innegable— pero de esto no se sigue que escritos de calidades contrastantes sean capaces de producir experiencias equivalentes. Cuando un escritor, un lector o ambos, se desenvuelven en el plano de lo convenido como aceptable —aun si se trata de minorías prestigiosas— estamos en la comodidad del pragmatismo que hace viables las sociedades actuales y es muy probable que al mismo tiempo esas prácticas cancelen la oportunidad de explorar la vastedad de la experiencia humana. Un beso de Proust y un beso de Tellado, con todo y biología nerviosa compartida, no son lo mismo, ni siquiera culturalmente, mucho menos en el conjunto de las potencialidades humanas.

De muy joven, en 1945, con sus amigos Juan José Arreola (1918-2001) y Juan Rulfo (1917-1986), Alatorre publicó la revista Pan en Guadalajara. Me parece que esto da cuenta del constante afán de diálogo de Alatorre que, como he mencionado, él consideraba meritorio para la crítica. Así, lejos de suponer un camino único para la crítica literaria, Alatorre compartía: “Yo diría que un crítico es tanto mejor cuanto más comprensiva o abarcadora es su lectura, cuanto menos unilineal y predeterminada es la dirección de su juicio”. Pero al mismo tiempo conminaba: “No hay que violentar el juicio. No hay que fingir que es experiencia nuestra lo que otros dicen, lo que otros han sentido”. En esto parece haber un acendrado individualismo, pero la orientación convivía con una idea de la subjetividad que quizá no era muy productiva.

Alatorre decía que “ninguna crítica literaria (o artística, en general) es objetiva. Toda crítica es subjetiva”. Aunque en su concepción había una faceta de reconocimiento de la inevitabilidad del crítico como sujeto —con un bagaje y una “actitud crítica”— la reflexión de Alatorre también terminaba cuestionando la posibilidad del conocimiento. Por un lado, apelaba a la historicidad de las “concepciones de la literatura” —enfatizando cómo muchas han sido descartadas y algunas emergen sorpresivamente— no obstante, por otra parte, creía que cualquiera de tales concepciones no podía ser “sino fruto de una meditación o de una convicción individual”, dejando de lado la configuración social de las ideas de la literatura. Inadvertidamente, Alatorre, presentándose como abierto, se acercaba en exceso al solipsismo.

Algunos de los libros de Alatorre.

Alatorre dijo/escribió que “cada uno de nosotros es uno de tantos”, incluyendo, por supuesto, a los críticos. No le faltaba razón, pero no dio los pasos consecuentes en su reflexión, a pesar de expresar que el relativismo sería indeseable, pues sería “caos individualista”. Aunque aludió a “sensibilidad social” y “afinidad cultural” no reparó en cómo se construyen esas realidades, ni en el papel que la crítica podría jugar en su constitución. Como afirmó Alatorre, “no hay nadie que sepa cuanto hay que ‘saber’ acerca de la literatura”. Concordando en que no hay infalibilidad crítica, ¿qué opciones hay entonces para que el campo literario sea más que una amplia colección de personajes cada cual con su propia idea y valoración de la literatura? Hay muchas respuestas posibles. Una puede esbozarse desde el liberalismo que además de filosofía política puede ser, como dice Salinas León, un temperamento.

Pienso en particular en un liberalismo agonístico, es decir un temple que acepta la inevitabilidad de la discordia —con cada quien viviendo como le place, en tanto que no dañe a otros— sin por ello renunciar a la racionalidad o a defender socialmente la propia perspectiva. En la práctica, volviendo a Tellado y Proust, esto implica que cada grupo de lectores abogaría abiertamente por el valor de su autor (a diferencia de hoy que no existe tal trabajo sistemático a favor de obras como la de Tellado, en sociedades como la mexicana), significa que —aun teniendo posiciones de poder— los lectores de Proust no prohibirían la impresión de novelas de Tellado justificándose en su casi nula estatura literaria, abriría la sucesión de periodos de mayor o menor apreciación de cada uno de los novelistas, protegería de mecanismos gubernamentales que —amparados en empresas “estatales” justicieras— editara millones de ejemplares de Tellado postulándola como autora del pueblo, marginada por elitistas y merecedora de reivindicación, sería que seguidores de Proust y de Tellado legítimamente se contrarrestasen unos a otros en igualdad de condiciones aunque no de mérito artístico… Sería una valoración literaria elusiva, pero no inexistente, no abordada como derrota en que la subjetividad da pie al relativismo. Es, por cierto, una posibilidad existente en sociedades —imperfectas— en que ni se entroniza a autores con aparatos de cultura oficial, ni es posible ningunear por siempre a otros. Es reconocer la posibilidad del error.

Uno de los dictámenes de Alatorre en su conferencia/ensayo es que “los grandes críticos literarios son tan raros como los grandes creadores literarios. Más raros aún, tal vez”. En ello, hay una dimensión de disciplina en la propia formación que, como Alatorre afirmó, es trabajable. Yo agregaría que los críticos, y más aún los críticos significativos, son improbables en culturas adversas al debate igualitario, que no depende tanto de reglas alambicadas y cuotas de representatividad, como del llano reconocimiento de los demás como semejantes, por más alejados que estén en sus apreciaciones y aunque uno crea que estén equivocados. A esa condición de debate permanente, como actividad literaria, se le puede llamar esfera pública o apelar a otro concepto y puede convivir con la suposición de llegar a consensos o la aceptación de la irreductibilidad del conflicto; lo importante es que por encima de soliloquios prevalezca la discusión: la vida en común. El debate sólo es considerado guerra personal por débiles mentales, la crítica literaria puede ser conversación contraria a lo somero: práctica dispuesta al combate intelectual.

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