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De forma discreta Turquía celebró el pasado 29 de octubre el centenario de la fundación de la República. Erdogan resta importancia al legado del padre fundador Mustafa Kemal Atatürk y, en su lugar, crea un culto a su propia amable personita. El “Siglo Turco” fue el eslogan de campaña con el que Erdogan volvió a ganar las elecciones en mayo con su Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), asegurando su poder por otros cinco años. Ya en el gobierno durante más de dos décadas, ahora quiere pasar a la historia como el estadista que llevó a la República a su segundo siglo. Por algo el actual presidente turco jamás pronuncia el nombre completo de “Atatürk”. Solamente habla del “veterano Mustafa Kemal”, y eso porque “Atatürk” significa “padre de los turcos”, un concepto rechazado o… más bien envidiado por Erdogan. Pero pese a sus diferencias ideológicas a ambos personajes les une su carácter de líderes autoritarios. Tras un siglo de existencia la República turca ha cambiado poco en el fondo porque en ella sigue imperando  la cultura política de lealtad personalizada, subordinación incondicional a un líder fuerte y culto a la personalidad dentro de un Estado omnipotente 

Atatürk soñaba con una república occidentalizada, moderna y laica. Erdogan es en buena medida su antítesis por ser un líder declaradamente islamista, aunque también es reformador: llevó a economía turca a una expansión económica sin precedentes y, a pesar de su lamentable estado actual, las finanzas públicas se recuperarán tarde o temprano. En el frente diplomático Turquía es cada vez más asertiva, sobre todo gracias a la estratégica posición geográfica. Pero el país sigue profundamente polarizado a lo largo de líneas étnicas y confesionales. Una solución justa y duradera a la enconada cuestión kurda sigue siendo difícil de alcanzar.  Los derechos humanos están en franco declive en todos los ámbitos y miles de personas, incluidos funcionarios electos, académicos y activistas, han sido encarceladas por ser disidentes. Los medios independientes están prácticamente muertos. 

Bajo el gobierno de Atatürk la nueva república conoció una vorágine de reformas. Su legado más duradero fue intensa campaña de laicismo y modernización. El Califato fue abolido. Las escuelas teológicas islámicas (madrasas) fueron cerradas. La Sharia (ley islámica) fue reemplazada por un código basado en el suizo y se adoptaron el Código Penal italiano y el Código de Comercio alemán. Se alentó la emancipación de las mujeres, para lo cual se estableció un conjunto de leyes, entre ellas la tan polémica prohibición de vestir el velo. También se reconoció a las mujeres el derecho a voto y a ser elegidas miembros del parlamento, se les alentó a que se incorporaran al mercado de trabajo, se les reconoció igualdad jurídica frente a los varones y se impuso penas severas a los maltratadores. Se reemplazo de la grafía árabe por un alfabeto latino modificado. Se levantó la prohibición islámica de representar visualmente a la figura humana y se establecieron nuevas escuelas artísticas. También se derogó la proscripción del alcohol. En 1934 se ordenó que todos los ciudadanos turcos adoptasen un apellido (la costumbre, hasta entonces, era usar simplemente el nombre, seguido de referencias a los nombres de los padres). Fue entonces que la Gran Asamblea Nacional Turca unánimemente asignó a Mustafa Kemal el apellido de “Atatürk” ¡Padre de los Turcos! 

Pero el gobierno de Atatürk fue manifiestamente autoritario. Sólo se permitían oposiciones dóciles y los disidentes más recalcitrantes eran mandados al exilio o ejecutados. El kemalismo dejó también una Turquía de identidad dividida: europeizada pero no suficientemente europea, extraña al mundo islámico, pero aun musulmana. Además, el culto a la personalidad fue un elemento central del régimen. Todo este autoritarismo ha resucitado en la Turquía actual. El país parecía enfilarse a principios del siglo en el camino de la apertura política para convertirse, eventualmente, en la primera nación de mayoría musulmana plenamente democrática. Pero Erdogan se hizo del poder. Prono abandonó a la democracia y ahora erige un culto a la personalidad. 

La ilusión democratizadora cayó cuando estallaron las protestas por la destrucción del parque Gezi en Estambul en 2013. La violencia policial y la agresividad discursiva de Erdogan, quien acusó a los manifestantes de “terroristas”, lograron una inédita unión en las calles de decenas de miles de inconformes. A partir de ese momento, Erdogan aceleró su deriva hacia un abierto autoritarismo centrado en su poder personal. La persecución contra los medios críticos se acrecentó. La imagen del presidente abunda cada vez más en retratos, carteles, cintas sobre la cabeza y camisetas. El presidente se presenta como un nuevo padre de la patria, un nuevo Atatürk, pero no laico, sino cercano a las tradiciones musulmanas. El culto a Erdogan se basa no solo en la exaltación de su persona, sino en la glorificación del Imperio Otomano, del cual había abjurado Atatürk. Su pasión por el otomanismo de quien ya es apodado como “El Sultán” va de la mano de su afán autocrático. Eso sí, Erdogan pretende ser más modesto, por eso partidarios tienen la consigna “Adam Izindeyiz” (seguimos al hombre), en contraposición de la consigna “Atam Izindeyiz” (seguimos a nuestro padre) utilizado para adular a Atatürk.

Todo este perpetuo culto a la personalidad ha sido muy pernicioso para el desarrollo de la democracia en Turquía. Para Sevket Pamuk (el hermano de Orhan Pamuk, premio Nobel de Literatura) la clase dirigente siempre ha sabido aprovecharse de crear un mito con el fin de impedir el debate sobre las cuestiones culturales y políticas de fondo, “Durante medio siglo no ha habido debate en Turquía y, desde la escuela primaria, se nos ha inculcado a los turcos una actitud reverencial hacia un ser que no parece humano”. Crear mitos en torno a líderes políticos desde siempre ha impedido debatir con libertad y entorpece la implantación de un régimen democrático pleno.

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