jueves 04 julio 2024

La gente me cuenta todo

Y el fetichismo político en la 4T

por Walter Beller Taboada

Ante cuestionamientos por la inacción del gobierno y por la imparable y sangrienta violencia que se refleja en los reiterados homicidios de cada día y en cada entidad federativa, ante la cada vez más ostensible indiferencia del Presidente de la República por el dolor de quienes han sufrido el homicidio, el secuestro, la desaparición o el fallecimiento a falta de medicamentos ya sea de un familiar, de amigo o un conocido, López Obrador toma aire en su podio mañanero, se envalentona y sentencia apoyado en esa sonrisa burlona característica y de presunta superioridad moral: “La gente me cuenta todo”.

Preguntas obvias: ¿A qué ‘gente’ se refiere usted? ¿Qué es lo que le cuentan? ¿Qué quiere insinuar con eso de que le “cuentan todo”?

Puesto que la visión inflexible del obradorato no deja lugar a dudas, debido a que su esquema se finca en la polarización como razón de ser, entonces la “gente” no puede ser definida más que como “su” gente. Según diversos cálculos, su base electoral se asienta entre 12 y 13 millones de ciudadanos.

En ese conjunto se encuentran los fanáticos y adoradores del Amado Líder, los fieles e incondicionales replicadores del discurso de AMLO. Esta “gente” ha abdicado de cualquier capacidad de crítica en aras de querer garantizar, a costa de lo que sea, su pertenencia al grupo. No es un fenómeno nuevo. Lo favoreció el presidente Lázaro Cárdenas, quien fue adjetivado como “Tata” (Padre). Luego lo continuaron los regímenes del PRI, aunque con una figura sexenal que se desvanecía tan pronto como se iniciaba la mutación del poder político y surgía un nuevo líder ungido “por el partido de las masas”.
López Obrador es diferente porque fue labrando su imagen populista a lo largo de al menos tres décadas, haciéndose presente en rincones apartados del país y queriendo ostentar o incluso monopolizar “la voz del pueblo”. Vociferar contra el estatus quo fue su divisa efectiva.

Así pues, la “gente” del obradorato conforma, en muchos casos, aquellas personas que combinan profundas raíces religiosas asociadas de una manera desconcertante con la figura paterna del “Señor Presidente”. Ellos no tienen conciencia ciudadana e incluso se muestran orgullosos de esa ausencia; no tienen respeto por la legalidad ni por las instituciones sociales; son ciegos a los dislates y las vertiginosas maromas circenses de pensamiento y obra de los gobiernos amparados por la bandera de Morena. En virtud de todo ello, quedan motejados como “chairos” y algunos ejercen inflexiblemente así las 24 horas del día. No tienen tiempo ni voluntad para la reflexión, ni el mínimo pensamiento lógico y tienen como tabú la búsqueda de información que desmienta la parafernalia de la oratoria obradorista. Siguen consignas dictadas –mediante frases breves, sencillas, con una sintaxis pobre– expuesta desde el púlpito de Palacio Nacional. Mantienen nexos fuertemente emocionales con su Amado Líder, como explicó Freud acerca del comportamiento de las masas en relación con un líder que representa una autoridad que va de lo divino a la entrega total a los brazos de ese personaje que se instala como el Pater bondadoso y castigador al mismo tiempo.

En estas condiciones, la “gente” del obradorato no tienen opinión propia. Tener opinión sobre algo, supone saber argumentar, tener información y estar al tanto de lo que ocurre en el país, así como poder confrontar puntos de vista en diálogos que tengan bases de tolerancia y respeto. Dado que esa condición no existe en la “gente” del obradorato, no tienen nada que aportar, a no ser que sean chismes, infundios y respuestas de un resentimiento profundo (véase Nietzsche sobre el papel del resentimiento en los orígenes de la moral).

Aunque pudieran aportar algo, López Obrador ha dado muestras claras de no escuchar a nadie que no esté de antemano de acuerdo con sus delirios y propuestas. Porque saber escuchar requiere de una dosis de prudencia, tolerancia y empatía con quien habla. El rechazo sistemático del presidente a toda palabra diferente a la suya llega a niveles de total cerrazón ante los ciudadanos, ante los que no son “su gente”. (El calificativo de “adversarios” lo subraya.)

Desde que se subió a la silla presidencial, no ha admitido posibles diálogos con las madres buscadoras, que hoy reclaman la desaparición en el papel de sus hijos y familiares: se ha reducido la cifra de 110 mil a solo ¡12 mil!

Toda expresión pública que signifique una demanda de seguridad ante la inseguridad galopante es constantemente descartada. Incluso por las fiscalías “independientes” (véase la CDMX).

No admiten confrontación con los padres de los 43; ni siquiera hay ya “pase de lista”, como hacían antes sus propagandistas.

Ninguna feminista de verdad ha logrado tener un intercambio con López Obrador. Los ecologistas han levantado la voz, pero el presidente hace mutis. No oye, menos escucha.

Acapulco se deshizo en medio de la fuerza de la naturaleza y al gobierno solo le importó exhibir una cifra menor de muertos y desaparecidos. Nunca hubo ni la mínima oportunidad para que sus habitantes le dijeran algo, una palabra, al titular del ejecutivo federal.

Por otra parte, ¿qué podría querer referirse con la expresión ‘decirlo todo’?

Nadie puede decirlo todo. Es imposible. Los psicoanalistas lo señalan: siempre hay algo más por decir y solo nos conformamos con el medio-decir. Faltan las palabras, reafirmó Lacan. En cambio, hay símbolos para subsanar ese vacío.

El fetiche, como lo descubrió Freud –y lo reafirma Slavoj Zisek en el libro “Como un ladrón en pleno día”–, es una imagen fascinante cuya función consiste en ocultar algún antagonismo. Es una condición subjetiva en principio, pero también un fenómeno público y político. Tiene un objeto visos fetichistas cuando al mismo tiempo que exhibe oculta. No es una mentira, sino un proceso que fija la atención en algo, un objeto, una cosa, cargada de afecto o interés lascivo, como un zapato o una prenda íntima, para desviar otros aspectos conflictivos, inaceptables para la subjetividad.

La 4T ha constituido un fetiche político que intenta construir una imagen pública de que ellos representan “un movimiento” que puede y debe preservarse más allá de los tiempos institucionales, más allá de las leyes electorales. “Para que la transformación continúe…” Pero ese fetiche oculta el significado efectivo de la democracia. No quieren en la 4T saber nada sobre la democracia, si democracia significa que la supuesta heredera y voz ominosamente repetitiva del presidente podría perder las próximas elecciones presidenciales. Con el fetiche político de la 4T se intenta probar –solo mediante discursos– que la “gente” está “contenta” con el régimen actual. Aseguran eso cuando las mismas encuestas que tanto difunden sobre la popularidad presidencial también señalan que el gobierno federal está reprobado en los renglones principales de la vida nacional. ¿Eso le dicen al presidente?

Si se lo dicen, él lo soslaya y desprecia. Omite y así oculta. Si no se lo dicen, él afianza sus posturas que no por nada resultan “mesiánicas”. Para eso sirve el fetiche político, para creerse que se es invencible por la pujante fuerza de algo supraindividual (“la historia patria”, “la cultura autóctona”). Entonces, la “gente” sirve de validación del fetiche político.
Pero el ídolo de Palacio, con pies de barro, nunca escucha. En algunos momentos, uno se pregunta si realmente llega a escuchar su propia conciencia, al menos.

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