Vicente Rojo tenía siete años cuando su madre tuvo que vender el piano. Su padre, que pertenecía al Partido Comunista, se había exiliado en México después de la Guerra Civil y Vicente tardaría diez años en alcanzarlo. En 1939, la pobreza de una familia desgajada se condensó en el piano que salía por el balcón de un quinto piso. Rojo recordaría la escena de este modo: “Setenta años después, ese niño piensa que a lo largo de toda su vida su afán más profundo, la raíz de sus desvelos, siempre acompañada de papeles y lápices de colores en las manos, ha sido recuperar ese piano”.
Nacido en 1932, Rojo perteneció a la última generación de zurdos a los que les ataron la mano para forzarlos a ser diestros. Su primera rebeldía fue usar la mano “siniestra”. La falta de recursos lo confinó a una educación artesanal en la Escuela del Trabajo, cuyo nombre honró convirtiendo el esfuerzo en vocación.
Compensó una infancia solitaria con el cine y la literatura. Julio Verne y Daniel Defoe estimularon su fantasía de sobrevivir en una isla desierta. Aunque llegó a la primera juventud en Barcelona, no conservó las eles líquidas catalanas y su acento se diluyó en México. “Eso se debe a que era muy tímido y en España hablaba poco”, me dijo con ironía.
En su país de adopción admiró todo -la luz, los colores, la cultura, la sensación de libertad- menos el maíz, que asociaba con el amargo pan de la posguerra. A los 20 años ya era ayudante del diseñador Miguel Prieto bajo las vibrantes órdenes de Fernando Benítez, que sería para él, sucesivamente, “un padre, un hermano y un hijo”. Cuando expuso por primera vez, Benítez destacó su temperamento “tierno y lírico, a veces desgarrado y violento” y distinguió en su obra “la aurora, la inconformidad, la esperanza”.
Esta certera apreciación lo acompañó en su doble registro de diseñador gráfico y artista plástico. En la Imprenta Madero su tipómetro trabajó horas extra, creando una galaxia de portadas, revistas, carteles y catálogos. Mi generación creció rodeada de esos signos sin firma. En los 80 años de Vicente escribí: “Es una desgracia que no podamos celebrar al inventor de la flecha, el peine o la tijera, prodigios tan útiles que se volvieron cotidianos […] Al revisar la segunda mitad del siglo XX mexicano cuesta trabajo entender que una sola persona le haya dado tantos papeles a la belleza”.
Como pintor, Rojo asumió la abstracción sin perder el contacto con la naturaleza que le servía de modelo. Admiraba las retículas de Mondrian y le gustaba recordar que esos trazos casi metafísicos provenían de los manzanos que había visto el pintor. No concebía lo abstracto como una negación de lo real, sino como su croquis secreto. De manera elocuente, en su serie sobre la letra T demostró que la geometría es una forma de la pasión.
Cuando subió a la pirámide de Cholula, contempló un horizonte tan vasto que le permitió ver dos lluvias que ocurrían en sitios distintos. En su serie México bajo la lluvia hizo que ambas lluvias se entrelazaran.
Fundó editorial ERA, aportando la letra de en medio (las otras correspondieron a Azorín y Espresate), donde convirtió el diseño y la selección de textos en coautoría. Monsiváis afirmaba que escribía en espera de que Rojo organizara su desorden en un libro.
Su amor por los gatos lo llevó a concebir una gozosa Gatomaquia, con textos de José Emilio Pacheco, hizo discos de poesía combinatoria con Octavio Paz, García Márquez le pidió la portada de Cien años de soledad, dio rostro al periódico La Jornada y con su compañera, la escritora Bárbara Jacobs, diseñó un nuevo alfabeto.
A los 89 años no había frenado su ritmo de trabajo, según atestiguan su mural escultórico a un costado del Hotel de Cortés, su vitral en Monte de Piedad y el memorial de Octavio Paz que se inaugurará en San Ildefonso.
Con la mano izquierda que la educación fascista trató de proscribir, Vicente decidió su libertad. Sin levantar la voz, impuso su criterio. Sus series sobre volcanes y pirámides revelan un temperamento que conoce la explosión y la somete al equilibrio. Fuego en armonía.
Vicente Rojo actuó con la sencillez de quien no sabe que es un genio, lo cual lo hacía dos veces admirable.
No había nada más fácil que quererlo ni nada más difícil que imitarlo. Fue “la aurora, la inconformidad, la esperanza”.
Este artículo fue publicado en Reforma el 19 de marzo de 2021. Agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.