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Expiar significa purificar mediante un sacrificio o pena. Según esto, desde los tiempos del Antiguo Testamento el pueblo judío solía enviar un chivo al desierto para que se llevara, expiara, los pecados de todos. En la novela de Hawthorne, “La letra escarlata”, una comunidad puritana sentencia a una mujer a llevar de por vida en el pecho una “A” de adúltera. Así se las gastan en las sociedades primitivas: le cargan sus culpas a un chivo, o a Cristo, a la bruja del pueblo, al migrante, o al “traidor”. Como bien señalaba Christopher Hitchens, la expiación vicaria es inmoral. Uno puede ofrecerse a pagar la deuda de otro, pero lo que no puede asumir son sus actos y sus responsabilidades. Se supone, porque mientras los pueblos-rebaño se contorsionan para limpiarse de lodos y sangres y pecados y crímenes, sus pastores eligen a los chivos expiatorios para que los atribulados puedan sacrificar a la víctima propiciatoria y aligerar su conciencia. Esa calaña de pastores es sucia, pero levitan por encima de los lodos y las sangres y los pecados y los crímenes. Cuando hoy la ley roza al señor Trump, el sistema político cruje e incluso sus enemigos cruzan los dedos para que le encuentren algo muy grave que valga la pena, ya que el señor anda con más cuerda que nunca confirmando conspiraciones. Es grande el miedo a la virulencia de su movimiento, pero tampoco es como si Mar-a-Lago se rigiera por los usos y costumbres del Congo belga. No todavía. En fin, que allá arriba llevan ya varios años metidos en una mega extorsión; o la enfrentan de una vez las instituciones y la ciudadanía cuerda, o se hunden todos.

Acá abajo es lo mismo, aunque diferente. Siempre victimario-víctima, López Obrador practica el zapateado sobre la Constitución, ahora para integrar legalmente dos corporaciones, una de ellas inexistente, pues los nuevos uniformes para los soldados no cuentan como edificación institucional. A quienes protestan por la formalización de una simulación, que está bien, ni por asomo se les ocurre ver al mundo real y defender a los policías tirados a la buena de Dios en un país en el que matan a más de uno al día en promedio. Mientras en Estados Unidos matar un policía es un sacrilegio, acá es deporte gratuito mientras la sociedad voltea para otro lado sin importarle un comino cómo vivió, trabajó y murió. Es la militarización o el abismo, y la catástrofe de hoy sería sólo un preámbulo, reza el chantaje para los absortos, y no faltan los muy expertos que lo compran y nos explican que llevar esa razón social que conocemos como “la guardia” a su casa matriz, es un jugadón. Muy propios, sentencian que conviene atenerse a los designios anticonstitucionales de una personalidad atrabiliaria y destemplada. O estupidez esférica o cinismo temblante, aunque tampoco son del todo excluyentes. Y mientras corren ríos de sangre, el inquisidor reparte letras escarlatas.

Siempre es la hora para pueblos miserables que proyectan sus frustraciones en quienes apunte el dedo del jefe, para los extorsionadores disfrazados de redentores y sus cómplices, para los expertos intrascendentes; y también para las instituciones y la honorabilidad. Es posible que la corrosión política termine con la democracia en Estados Unidos. Sí, puede ser, pero aquí es probable que no acabe de nacer nunca, ensimismada en sus expiaciones teatrales y cobardes; y ahogada por una criminalidad frenética y un militarismo que, para nunca irse, se disfraza de independencia nacional.

Autor

  • José Antonio Polo Oteyza

    Ha colaborado en el diseño y gestión de proyectos en los ámbitos de comunicación social, política exterior, seguridad. Actualmente es director de la organización social Causa en Común.

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