La desaparición en México es distinta a cualquier otra violencia. Hay que hacer hincapié en su elemento fantasmal. La primicia de muerte no trae ningún consuelo, pero al menos brinda la posibilidad de una resignación, un umbral de clausura. Con los desaparecidos no es así. Si uno recoge los testimonios de las madres buscadoras –porque son ellas las que buscan, no el Estado displicente– entiende que las une esa aplastante incógnita: por un lado, el anhelo de que sus hijos aún estén vivos, y por otro la fatalidad despiadada de las estadísticas en México… de la alta probabilidad de que no sea así. La feroz incertidumbre se intensifica cada vez que tienen que buscar en fosas clandestinas, en osamentas desperdigadas en el desierto, o en basureros, donde no hallan a sus hijos, pero sí a muchos más, monstruosa advertencia de que acaso ese fue el destino de los suyos, quienes yacen en algún tiradero invisible a kilómetros de distancia. Según la Comisión Nacional de Búsqueda, hay casi 100 mil desaparecidos desde el 2006. A continuación, ofrezco unos pasajes de mi reciente novela Noche violeta, que aborda esta barbarie del México insondable:
Resulta que ya había estado varias semanas inmerso en esa versión concreta pero ajena y un poco impersonal de la felicidad, cuando un día me acerqué a una señora sola, vestida de negro –como si estuviese de luto–, que merodeaba un tanto perdida y sin rumbo en los pasillos de un centro comercial. Debía estar en sus cincuentas, sus mejillas marcadas por lo que parecían prolongados episodios de tribulación, huellas de un sollozo imperecedero. Caminaba enajenada, sostenida de un barandal, alternando su mirada disipada entre el suelo y la difusa lejanía. Balbuceaba. Con su otra mano sostenía una fotografía, una silueta enmarcada que apenas alcancé a ver. En la solapa de su gabardina negra, llevaba prendida una gardenia marchita. Su edad física no ocultaba la vejez de su corazón. No podía preguntarle si era feliz; era evidente que no. Entonces se quebró llorando: su hija, me contó, había desaparecido.
Así es como sucedía: un día no regresaban a sus casas. Rumbo a la escuela, al trabajo o al recreo, o de regreso, caminando por la calle o en el transporte público, alguien que les había puesto el ojo o lo hacía en ese momento –a menudo alguien cercano, otras veces un desconocido–, las sustraía de su andar voluntario por los mapas citadinos, sedándolas con algún somnífero inhalatorio en paño hasta poderlas arrastrar al cautiverio. Había poco que hacer. Su destino quedaba en manos de los vampiros: una violación, una venta, la esclavitud, la muerte, o una combinación de todas ellas. Así lo habían narrado despavoridas las pocas víctimas que por una circunstancia increíble u otra habían logrado escapar, y cuyos testimonios, a lo largo de los años, habían formado un rompecabezas espeluznante.
El desconsuelo de la madre era absoluto, la envolvía entera. Meses sin dormir, apenas había comido lo elemental. La acechaban los pensamientos más terroríficos. Por momentos incluso deseaba que la chica estuviera muerta, no en manos de algún demonio, como era habitual. Paseaba para distraerse. “Mi chiquita”, decía, apoyando su mano en mi hombro. “Mi chiquita linda,” mientras sostenía entre sus convulsos dedos la foto de una muchacha vigorosa con sonrisa brillante que hasta hace muy poco había sido fuente y objeto de amor, y a través de la cual su madre se había sentido viva. Ahora su mirada parecía extraviada, como si sus ojos se hubiesen ido con su hija a un lugar oscuro del que nunca podrían regresar. Realmente habitaban ahí, en el valle de la muerte, desde donde me advertían, no pidiendo consuelo ni ayuda… sino conmiseración. La desaparición la había dejado sin ninguna esperanza, pues conocía el habitual desenlace. Las estadísticas eran tan adversas, que la fe en un milagro la habría dejado expuesta a una desilusión letal. Había preferido, como estrategia para lidiar con la fatalidad, vivir en la melancolía perpetua, en un callejón sin salida, entre la vigilia y el sopor.