En 1934, John Gunther exploró, en aquella gran Vanity Fair neoyorquina, la posibilidad de que Hitler tuviera un serio complejo de Edipo. Acababa de ascender al poder y faltaban cinco años para su invasión a Polonia, pero en su biografía ya había claros “mommy issues” que Gunther insinuaba se podían traducir en algunos inconvenientes para Europa. Empieza así, magistral:
“Es un maestro de los hombres, pero también es hijo de una mujer. La mujer está muerta. Pero ella es su maestra viviente. Hitler, dictador de la nueva Alemania, sigue siendo un esclavo emocional de los sueños de su infancia, todavía encadenado por un vínculo inmenso con la mujer que es el factor más importante en su vida personal: su madre.”
Unos años después, la conjetura sería que Hitler emprendió su cruzada europea como resarcimiento contra su padre ausente para conquistar a su madre. Todo el uso extravagante de los mitos folklóricos y el ocultismo alemán, las apropiaciones de filósofos y artistas, los grandes tanques y aviones, fueron meros accesorios de un concierto interior de baja autoestima.
Mucho se ha especulado también sobre la crianza que el vampiro Vladimir tuvo en el rebozo de su madre, la señora Putina. Sus biógrafos coinciden en una juventud atribulada como apparátchik de la Unión Soviética tardía, en una Dresde arruinada; así como en el retrato de un resentido con sed de venganza por la derrota de la Guerra Fría. Los expedientes de Putin, una serie de entrevistas inéditas que se hicieron para el documental La venganza de Putin, profundiza en sus años formativos. Masha Gessen da cuenta de un joven abandonado que se tiene que abrir camino a golpes en calles donde el desagravio es la ley. Un bully rencoroso y sañudo que no fue mafioso por mínimas variaciones en el destino, hasta que ingresó a la KGB para ejercer una forma más sofisticada de violencia, pero donde la constante también fue la venganza. Si algo rescatan esos expedientes es el desquite como forma de dominación política.
Estas expediciones a la psicología profunda de los tiranos pueden quedarse en morbo de textura periodística chafa, o servir de pronóstico. Así como Gunther en 1934 vio en la relación materna de Hitler un augurio, los principales biógrafos de Putin coinciden que esa conciencia lastimada, vengativa, incapacitada para la derrota, sólo puede llevarlo a revirar la apuesta y subir los costos. Lo que hoy más preocupa a los estrategas occidentales ante la fallida invasión de Ucrania es, por ridículo que parezca, el ego herido de Putin, pues está documentado que no sabe perder. Como escribió Thomas Friedman en el New York Times esta semana, es “cada vez más evidente que el mayor problema con Putin en Ucrania es que se negará a perder pronto y poco, de modo que perderá a lo grande y tarde. Pero, como no puede admitir la derrota, seguirá redoblando la apuesta” hasta que Ucrania, o aun Europa, quede, en palabras de la periodista Julia Ioffe, “convertida en una fina ceniza”. Fatídico resultado del intento desesperado de un hombre por evitar la humillación. Algo que pagaremos todos. Ya no nos une, como decía Borges, el amor sino el espanto.