Sigue, implacable, la escalada de violencia en Medio Oriente. Gaza es a diario víctima de devastadores bombardeos, las provocaciones israelíes contra Hezbolá en Líbano se multiplican y las actividades bélicas de los hutíes en el mar Rojo ya dieron lugar a una respuesta armada por parte de Estados Unidos y el Reino Unido. Dentro de este desalentador panorama, Irán efectuó varios ataques militares en días recientes: lanzó misiles a una supuesta base de espionaje israelí en Irbil (Kurdistán iraquí) y a objetivos en el norte de Siria supuestamente relacionados con el Estado Islámico. Pero el más grave y desconcertante fue a Pakistán, un país con el cual ha tenido buenas relaciones. Bombardeó localizaciones vinculadas a un grupo militante sunita y separatista presente en la vasta provincia fronteriza de Baluchistán. Los ayatolas andan desatados. Son (junto con Netanyahu) la principal causa de inestabilidad en Medio Oriente. Su participación en los conflictos de la zona, así como su apoyo a grupos terroristas son las principales razones, pero no las únicas.
Irán está llevando a cabo una expansión regional innegable. Salvó de la perdición al gobierno de Bashar al Assad en Siria, está ganando la guerra civil en Yemen a favor de los hutíes, a través de Hezbolá domina el sur de Líbano, financia a Hamas y controla al grupo chiita iraquí Hashed al-Shaabi. Se ha alineado con Rusia en su guerra con Ucrania y mantiene con Turquía una relación colmada de Realpolitik. Su antagonismo antiisraelí genera simpatías en todo el mundo árabe y musulmán. La manifiesta hostilidad y la intención explícita de destruir a Israel ha estado en la narrativa del régimen desde el triunfo de la revolución islámica. No obstante, la ampliación de su influencia se verifica a pesar de ser uno de los países peor parados en lo concerniente a democracia, derechos humanos, libertades y corrupción. Ocupa el puesto 150 (de un total de 167) en el índice democrático de la Economist Intelligence Unit (EIU), 155 de 180 en el Índice de Libertad Económica de la Heritage Foundation y organizaciones como Amnistía Internacional (AI) y Human Rights Watch (HRW) dan cuenta periódicamente de las brutales y constantes violaciones de los derechos humanos perpetradas por el régimen, sin duda uno de los más detestables en todo el mundo.
El incremento del ascendiente de los ayatolás se debe, en muy buena medida, a un sinnúmero de torpezas cometidas por la política exterior de los Estados Unidos, y desde hace muchos años. En la última década, tras la invasión de Afganistán en 2001 y la de Irak en 2003, Irán ha sabido llenar el enorme hueco geopolítico, ideológico y militar dejado por la caída de Sadam Hussein y por la retirada progresiva de Estados Unidos de la región iniciada por la administración Obama. Pero los errores estadounidenses en Irán son de larga data y están en el origen mismo de la enconada enemistad que enfrenta a Washington con la antigua Persia. Hace unos meses se cumplió el septuagésimo aniversario del golpe de Estado en Irán que derrocó al primer ministro Mohammed Mossadegh, el cual fue orquestado por la CIA para consolidar el Gobierno del sha Mohammed Reza Pahleví.
Se trató de una torpeza monumental. El golpe de Estado de agosto de 1953 se debió a los temores de Estados Unidos de que la Unión Soviética se hiciera del control de Irán. En su muy interesante y entretenido libro “The Coup: 1953, the CIA, and the Roots of Modern US-Iran Relations”, Ervand Abrahamian descibe como el gobierno de Eisenhower fue acicateado para actuar en la antigua Persia por el entonces premier británico, el ya alicaído Winston Churchill, quien quería recuperar el control de la industria petrolera iraní, la cual había sido nacionalizada por Mossadegh. Aunque Irán nunca fue colonizado, no escapó a las sombrías consecuencias del colonialismo. La Anglo-American Oil Company se había apoderado del petróleo del país. Los iraníes comenzaron a exigir la nacionalización de su industria petrolera, lo cual ocurrió cuando Mossadegh fue nombrado primer ministro. Se trataba de un político admirado en Irán por considerársele un nacionalista incorruptible. Durante su mandato, además de la nacionalización petrolera, introdujo numerosas reformas socioeconómicas. Pero no era un comunista, sino demócrata y reformista.
La paranoia anticomunista, los anacrónicos resabios imperiales de Churchill y la obtusa política de contención del entonces secretario de Estado John Foster Dulles llevó a la CIA a orquestar el derrocamiento de Mossadegh y restaurar el poder a Mohammad Reza Pahlavi, el último sha de Irán. Pero la jugada salió mal para Occidente. Los británicos salieron del escenario de forma definitiva porque Estados Unidos insistió en tener de manera principal el control total sobre la producción del petróleo iraní. El memorándum al Ministerio de Relaciones Exteriores británico establecía que Gran Bretaña “sería flexible en el tema del control del petróleo”. Con todas las protestas sofocadas tras el impopular golpe de Estado, fueron los estadounidenses quienes preponderaron en los acuerdos con el sha para reanudar la producción de petróleo. Mossadegh fue arrestado, torturado en prisión y juzgado por traición. Los iraníes observaron con rabia. El resentimiento se intensificó a lo largo de las décadas a medida que soportaban la inicua tiranía del Pahleví respaldada por Occidente.
Estados Unidos cometió un grave error cuando derrocó a Mossadegh porque eliminó a un régimen en el fondo liberal. Era la voz de la razón y del progreso, que podía fortalecer las instituciones y las prácticas democráticas, la cual quizá hubiese podido reconciliar el Islam con la modernidad. Al imponer una dictadura real, Washington alienó a los iraníes liberales que buscaban su ayuda para modernizar Irán. Tras de la caída del Sha, para los ayatolás resultó casi natural adoptar una postura antioccidental y poner fin a la alianza militar entre Irán y Estados Unidos. Cualquier ilusión respecto a la liberalización del país se disipó ante el oscurantismo medieval de la República Islámica.