jueves 21 noviembre 2024

Los Krafft y Werner Herzog

por Germán Martínez Martínez

El documental Fuego interior (2022), de Werner Herzog, recuerda la posibilidad del cine. Entre multitud de cintas prescindibles, esfuerzos encomiables pero fallidos, innumerables productos de entretenimiento —bien y mal hechos— películas de nicho que fingen ser arte y los siempre escasos filmes valiosos, destaca la nueva creación de Herzog (1942, Múnich) que, insisto, reconcilia con las pantallas. Es un documental hecho casi en su totalidad, como al principio reconoce la voz de Herzog —que se oye a través del documental— por imágenes capturadas por Maurice y Katia Krafft. Esto implica que Herzog no tuvo control sobre lo que se filmó y cómo fue capturado, sino sólo en la selección de materiales disponibles y en armar —agregando música y comentario— la secuencia que vuelve efectivas las imágenes. No hace falta impostar devoción hacia la palabreja “reutilización” en Fuego interior: basta enfrentar que se trata del trabajo de un maestro del cine.

El documental lleva como subtítulo Un réquiem para Katia y Maurice Krafft, pues es canto en honor de su vida alrededor de volcanes en todo el mundo. Herzog había hecho alusión a la pareja en su documental Hacia el infierno (2016). Mientras filmaban la actividad del monte Unzen, los Krafft murieron el 3 de junio de 1991 en Japón, por un flujo piroclástico (acumulaciones de gases y partículas, también conocidas como nubes ardientes, que avanzan a nivel de suelo, en ocasiones a altas velocidades, capaces de consumir la materia a su paso). La muerte de los Krafft es materia del inicio y el final del relato, que sigue la cronología de engarzar temas, abundando en lo que interesa a Herzog.

Werner Herzog dirigió el documental como réquiem para los Krafft.

Maurice (1946, Guebwiller) y Katia (1942, Soultz-Haut-Rhin) habían nacido en pueblos de Alsacia y se conocieron en 1966 como universitarios para nunca separarse; ella estudiaba geoquímica, él geología. Alsacia es región francesa limítrofe con Alemania y Suiza, que en el siglo XX, formó parte sucesivamente del imperio alemán, la república francesa, la dictadura de Hitler y ahora de Francia, pasando por una brevísima República Soviética de Alsacia, hacia el final de la Primera guerra mundial. Herzog y otros que han abordado a la pareja, enfatizan su región de origen, en que conviven lenguas (alemán, alsaciano y francés). Herzog menciona que la pareja —viajera permanente— tenía su hogar en Alsacia y ahí yacen, en la tumba familiar de Katia. Lo definitivo es que tenían la mayor temeridad ante volcanes en plena actividad.

Fuego interior explora la relación de Maurice y Katia, su vida dedicada al estudio y, progresivamente, la observación, contemplación y filmación de actividad volcánica. Además de espectaculares vistas de ríos de lava y nubes de erupciones, el documental tiene imágenes desconcertantes como casas completamente enterradas y alguna cuchara corroída, en ambos casos por acción de la ceniza. Los periplos de los Krafft incluyeron la documentación de los estragos provocados por El Chichonal, en Chiapas (personajes con sombreros y a caballo llevan a Herzog a preguntarse si se trata de un espagueti western transformado en pesadilla). Es notorio el papel que juega la música en Fuego interior —se oye a la cantante Ana Gabriel— pues contrasta con la prohibición que de ella adoptan directores sin mayores talentos, en imitación de maestros que han experimentado con su eliminación. En este documental Herzog desplaza la importancia de sonidos ambientales y es capaz de usar pertinentemente fragmentos de óperas, ese género tan propenso a la falta de sutileza. Aunque las imágenes abarcan el planeta y se aborda el paso de los Krafft de la ciencia a la divulgación, más que de un recuento se trata de un ejercicio de comprensión de sus figuras.

En la Ciudad de México Fuego interior se exhibió en días recientes —los primeros de junio— como parte del Festival Internacional de Cine de la UNAM (FICUNAM 2023). Una función fue parte de las fallidas proyecciones del Pabellón Nacional de la Biodiversidad, un espacio —inaugurado al final de 2021— dedicado a ese tema, contiguo, o extensión, del Centro Cultural Universitario. La sala del Pabellón adolece de problemas comunes a la exhibición de audiovisuales en salas oscuras de museos: la falta de información precisa sobre lo expuesto y que los espacios no son adecuados para proyecciones, lo que provoca que la absoluta mayoría del público no permanezca ahí para ver completo siquiera un material breve. Tanto la alta temperatura de esos días, como una falta de coincidencia entre programas publicados —pasando por el mal diseñado cartel que estaba a la entrada de la sala— así como el craso desconocimiento de los encargados sobre qué se presentaba, dificultaba todavía más la oportunidad de ver obras del festival. El día de la proyección de Fuego interior, un editor y una cineasta asiduos a FICUNAM, estuvieron entre quienes se retiraron al encontrar inviable ver la película de Herzog en el Pabellón de la Biodiversidad.

Los Krafft tuvieron una carrera tanto científica como cinematográfica.

Hay quienes afirman que existen metáforas que no pierden su encanto. El título de este documental podría ser una de ellas. Pero no estoy seguro de que esta metáfora guarde algún brillo. Hay otro documental —estrenado casi al mismo tiempo— sobre los Krafft, que en inglés recurrió a la misma metáfora, aunque de manera más obvia: Fire of Love (Sara Dosa, 2022, comprado por National Geographic; a su vez Fuego interior fue adquirido por el History Channel). Usando, en gran medida, las mismas imágenes de los Krafft y contando también con narración, el resultado es distinto. Efectivamente, como plantea Herzog, su cinta no es una biografía de los Krafft, sino un ejercicio para “celebrar la maravilla de sus imágenes”. Dosa, en cambio, crea una narración y reconstruye de manera más detallada las actividades de los Krafft, logrando retratos más redondos, en cierto sentido críticos, de los personajes. No se trata de la llana oposición entre periodismo y creación cinematográfica: Dosa también reflexiona sobre el amor de los Krafft y no oculta su fascinación por la pareja, pero es Herzog quien entrega una imagen del sentido de su existencia.

Al mismo tiempo, la frase Fuego interior puede interpretarse como alusión a lo que consume al cineasta en su afán por capturar belleza audiovisual. La experiencia de los Krafft sería paralela a la de Herzog y otros creadores cinematográficos, con la significativa diferencia de que los Krafft arriesgaban la vida —y la perdieron— por las imágenes y, en este sentido, estuvieron más comprometidos con ellas que casi cualquier cineasta. Katia decía que no podía vivir sin los volcanes y Maurice afirmaba que tras ver erupciones por 23 años podía, sin problema, morir al día siguiente. Según Herzog, la tragedia alrededor del Nevado de Ruiz —en Colombia, donde murieron más de 20,000 personas de 29,000 habitantes del poblado de Armero— llevó a que la mirada de los Krafft fuera menos científica y más “humanista”. Sus palabras posteriores dan pie a que el documental de Herzog conlleve una poética del cine.

El sentido estético de la existencia se revela en algo tan sencillo como el hombre filmado por los Krafft que dibujó cejas y boca de tristeza sobre su improvisada protección facial, ante la caída de ceniza volcánica. Conocedor y amante de las imágenes, Herzog distingue los fragmentos actuados de los filmados en directo, como cuando Katia trató de recrear su propia reacción ante el vapor. Sobre todo, le interesa el difuso punto de inflexión por el que los Krafft se entregaron al cine. La prueba parece estar en la calidad de lo filmado: Herzog reitera la novedad de las imágenes de los Krafft como algo —incluso “un mundo”— “nunca antes visto”. Esto se refiere no sólo a la documentación de volcanes, sino a la particular mirada de los Krafft que se extendió, por su “curiosidad”, a tomas como la de un mono que despioja a un humano. Herzog no duda en calificar las imágenes filmadas por los Krafft como “un mosaico misterioso y asombrosamente original”. Como Wittgenstein pide callar: “No hay más qué decir. Sólo podemos ver con asombro”.

La pareja Krafft estuvo constantemente en situaciones de gran peligro.

Al documentar dificultades que los Krafft enfrentaron, Herzog se altera y dice que esas circunstancias eran —“como dirían los mexicanos”— “pura vida”, “vida con el máximo sentido”. Maurice se ocupa de sacar un coche de una barranca y, por un instante, la acción parece, tan absurda y majestuosa como cargar un barco por encima de una montaña. Emerge una clave: la concepción de Herzog sobre el origen de la fuerza creativa. Desde cierta etapa, los Krafft, según el director, “ya no eran vulcanólogos, eran artistas que nos llevaban —a los espectadores— hacia un reino de extraña belleza”. El cineasta asegura que un “fuego interior” se había apoderado de los Krafft, que se sentían cada vez más atraídos por “la magnificencia y el misterio de que el interior de la tierra fluyera a la superficie”. Otra, muy clara, metáfora.

A las víctimas de la ideología del cool les parece que la voz de Herzog en sus documentales es jocoso recurso narrativo, apenas un anciano parlanchín. En efecto, una cara de esta práctica es llanamente decir. Desde hechos que no se suelen consignar, como mencionar patrocinios —que los Krafft tuvieron— o el desahogo de Herzog calificando como patéticos los sillones inflables de la pareja. Pero, en realidad, el cineasta ha hecho estas intervenciones desde joven y son constitutivas de sus documentales.

Hay un rasgo de la intervención oral de Herzog que se parece al desparpajo. El director advierte, sin reparos, cuando está ilustrando el documental con imágenes de otro tiempo o distinta geografía a lo que narra; no pocas veces lo hace con giros que sólo tienen sentido para el público que sabe analizar imágenes. Por características como ésta, es probable que parte del público oiga la narración de Herzog tomándola por improvisación u ocurrencias, pero lo dicho por Herzog seguramente es texto escrito con cuidado; además de leído, grabado y ajustado en estudio. Más importante aún: Herzog declara con transparencia sus posiciones. Esto pasa por esclarecer acontecimientos, en tesitura histórica, entrando en debates preexistentes. Abarca también lo que algunos reducen —en categorización mecánica— a elemento de línea dramática, por ejemplo, calificar algún desastre como el cuarto más mortífero registrado. Sus palabras sólo reforzarían lo presentado o manipularían al público.

Maurice y Katia Krafft murieron filmando actividad volcánica en Japón.

Mi lectura de lo voz del director en su documental es diferente. Viendo con atención, es evidente que Herzog imagina sin ocultarlo, deduce, supone y comparte a los espectadores su emoción; como al enunciar que vacas y cabras estarían inquietas y presentirían algo. Con su narración Herzog crea realidades plausibles porque hace cine, su misión es generar un mundo audiovisual coherente en sí mismo y convincentemente vinculado a la realidad. La narración de Herzog conduce la película: es lo contrario a la pose de apertura —o falsa neutralidad— de muchos documentalistas.

Algunas víctimas de la ideología del cool despachan a Herzog como un “loco”, quizá basándose —vagamente— en sus exabruptos del pasado y su insolencia para lograr filmar sus películas. Quizá hasta consideren que expresan algo positivo y estarían dispuestos a argumentarlo con oposiciones defectuosas entre normalidad y libertad. En un ambiente que entroniza la notoriedad más banal, en que se degrada el conocimiento y pierde potencia la belleza, es necesario repetirlo: con Herzog estamos ante creaciones cinemáticas hechas desde la sabiduría. A pesar de la sobreabundancia de superchería meditativa, retiros y “saberes”, no vivimos en forma alguna en tiempo de sabios (condición que no implica santidad). Fuego interior es un homenaje en que el director desliza que habría querido acompañar a los Krafft en sus misiones; es, asimismo, una historia de amor en serio: no inventario de dulzuras —aunque las hubiera— sino el vislumbre de que amar es acompañarse al filo del abismo. El cine de Werner Herzog, capaz de identificar y asomarse a la “lotería del universo”, recuerda que la sabiduría es posible y deseable.

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