No sé en el resto del país, pero el apellido Boone es poderoso en Monclova, Coahuila. Son bastantes allá quienes lo llevan en su nombre y hasta parece que todos los Boone que hay en el norte vienen de aquella calurosa ciudad fundada y vuelta a fundar una y otra vez desde 1577.
En el mundo literario mexicano, el apellido Boone le pertenece únicamente a Luis Jorge. Prolífico escritor y ganador de múltiples premios, el autor, en persona, emana cierta seriedad y un carácter calmo. En cuanto a su obra, estamos ante uno de los principales autores de mi generación. Esto ya lo había escrito antes, pero creo que debo recalcarlo.
Luis Jorge Boone tiene publicados ocho libros de poesía, cuatro de cuento, dos de novela y un ensayo. También ha participado en múltiples recopilaciones y antologías, además de colaborar constantemente en distintas revistas.
Sé que, además de escribir, tiene un empleo, familia y aprendió a tocar el acordeón. ¿A qué hora escribe y cómo logra producir tanto? No tengo la más remota idea.
Por fortuna, pudo hacerme un pequeño hueco en su vida diaria y me respondió algunas preguntas sobre sus gustos musicales.
Esto fue lo que me comentó.
—¿Qué tan importante es la música tanto en tu vida diaria y como escritor?
Antes que escritor quise ser músico. El primer objeto que descubrí maravillado de todo lo que transportaba, lo que significaba, lo que provocaba, fue la canción. Mi primer trabajo con el lenguaje (sé que llamarle así a una afición adolescente es quizá un exceso, pero me vale: lo hago con cariño) fue traducir canciones del inglés; luego, en un intento por llegar más allá, reescribía las letras, las reinventaba, las hacía a mi modo o veía qué tanto podía reproducir la emoción o el tono que había en ellas y que me tenía fascinado. Un poco después aprendí cosas básicas, como tocar la guitarra y sacar canciones de oído. Y de ahí pal real. Tengo siempre un instrumento a la mano; ahora le sé un poco también al acordeón. En momentos en los que siento que las palabras no alcanzan, la música sí lo consigue, o por lo menos se acerca mucho más. Tengo canciones que me ayudan a sostener, sobrellevar o escapar de ciertos estados de ánimo. Hace años intenté escribir un ensayo sobre esto, pero sólo me quedó un aforismo: La música siempre tiene la razón.
—¿Hasta dónde la música influye en tu obra literaria?
Por lo general escribo con música, aunque no siempre. A veces escucho cierta música y pienso “sería genial poder reproducir las sensaciones que me provoca en un texto”, y de ahí han salido cuentos, poemas, capítulos de novela.
—¿Tienes amplios gustos musicales o no eres tan tolerante?
No creo que aplique hablar de tolerancia cuando estamos en la música. Tolerar significa “me cagas, pero me aguanto”, y no es mi actitud, nunca cuando estoy ante la música. Pienso, más bien, en la apertura de miras, de conciencia, de entendederas, que el arte provoca, reivindica y permite. Si el arte ofrece mil alternativas, hay que explorar todas las que se puedan, ya de ahí escoges lo que te guste y te sirva. Pero la neta es que esas actitudes de comisario, de ponerme fascista con los gustos de alguien más, nunca lo hago. O casi nunca.
—¿Qué es lo más disímil que escuchas, los extremos, pues?
No sé si son extremos, pero ahí te van varias canciones que puedo escuchar en una misma mañana: “Nada contigo” de Lalo Mora y Los Invasores de Nuevo León, “Death of a ladies man” de Su Majestad Leonard Cohen, “El venadito” de Los Alegres de Terán, “Mermaids” de Nick Cave. Otro día, a los Rolling, Radiohead y Red Hot Chili Peppers y recalar en las de José José o Lera Lynn para irme por otro lado; o poner, para salir del hoyo, las cumbias de Sonido Mázter, ese inmortal grupo monclovense. O bien, repasar la discografía de La Barranca, con ese genio que es José Manuel Aguilera a la cabeza, y terminar en Bach; empezar en Albinioni y terminar en The Cranberries. O Liberación, o La Mafia, o Los Tigres del Norte.
La neta es que no oigo de todo. Me interesa abrir el abanico lo más que se pueda, para tener mucho campo por donde correr, pero no le hago a todo. Lo que sí es que estoy abierto a escuchar la música que me pongan, mi gente, mis amigos, o la situación.
—¿Piensas que la música de tu tierra, de tu ciudad o estado, es fundamental para tu escritura?
Pienso que fue una formación que durante algún tiempo traje perdida, o con la que no podía reconciliarme. Sobre todo cuando era un muchacho. Son las primeras lecciones formales que recibe uno, las canciones con las que la familia o el barrio te alfombran la infancia. Por eso digo que los primeros cuentos que escuché fueron los corridos. Las primeras estructuras a las que les puse atención fueron los octosílabos y las estrofas rimadas en los que se contaban historias de heroísmo o villanía, pero siempre con una onda de leyenda, con un impulso que las volvía metáfora de lo bueno y lo mano que hay en cada uno de nosotros.
—He visto que el norteño te gusta mucho, vamos, todos lo sabemos. ¿Cómo llegaste a él? ¿Tienes una alguna razón intelectual, algo más allá del simple gusto por escucharlo?
La música norteña es la única en la que una canción de desengaño se ama, se grita y se llora, sin perder el ritmo; es decir, sin suspender el baile. Es música para la fiesta pública, la depresión privada, el enamoramiento, la postura social, la rebeldía y el relajo. Es la música que ponía mi mamá cuando se encargaba de las labores de la casa, y por lo tanto mi música de fondo para hacer tareas y jugar. Posee unas posibilidades formales que no se agotan, y que me siguen asombrando. Pero en realidad creo que cualquier cosa que diga será un pretexto, o un intento de intelectualizar la querencia. La música norteña me gusta porque crecí con ella, me alejé de ella, y cuando quise reencontrarla ahí estaba, generosa como siempre, con los brazos del acordeón abiertos, diciéndome “¿no que no?”
Luis Jorge Boone acaba de publicar Figuras humanas (Alfaguara), libro de relatos que, remando contra la corriente novelística de la industria editorial, se ha convertido en una de sus obras más importante.