Alekséi Navalni es un preso político de la dictadura de Vladímir Putin en Rusia. Navalny (2022) es el documental dirigido por Daniel Roher (Toronto, 1993) que denuncia el envenenamiento de su protagonista, sigue su tratamiento y recuperación en Alemania y concluye con su aprehensión en 2021, a su regreso a Moscú. La película muestra al abogado convertido —desde hace años— en político, registra sus afirmaciones según las cuales habría armado su movimiento con “cero dinero” y a partir de un pequeño grupo de confianza con gente como su esposa, expone que la Fundación Anticorrupción del protagonista tiene eco millonario en redes sociales y se asoma al sacrificio del líder opositor. Habituado a las dinámicas de la vida digital —desde algún momento había casi siempre gente apuntando su teléfono hacia él— Navalni quiso creer que su celebridad en redes sociales lo protegería de acciones en su contra por parte del régimen ruso. Como lo conversan Roher y Navalni, la suposición fue errónea.
Un mérito de Navalny es ser documento histórico del giro global de los políticos hacia las redes sociales y su adopción de dinámicas de simplificación del discurso político también más allá del plano digital. Juzgando a partir de la cinta de Roher buena parte de la fama de Navalni en Rusia provendría de su actividad en redes: cada jueves tenía un programa en YouTube, parecía atento a sus seguidores en TikTok y aún después del atentado en su contra haría videos musicalizados, como uno en que se mostraba investigando el intento de asesinato. En minutos siguientes, el activista celebraba la acumulación de vistas en TikTok. Aunque nació en 1976, Navalni se muestra como un nativo digital —hasta en un diálogo con su hija adolescente— lo que no necesariamente es un mérito, sino apenas hábil adaptación. También en la manera de hacer periodismo se registran cambios: Christo Grozev, parte de la organización Bellingcat, es capaz de identificar a los agentes encargados de seguir y envenenar a Navalni, gracias a los rastros digitales que Grozev encuentra recurriendo incluso a métodos cuestionables. Es la práctica que actualmente se suele llamar “periodismo de datos”: desentrañar nuestra existencia a través de lo digital.

Navalny es una historia de la que casi cualquier espectador conoce el desenlace: el político se encuentra y seguirá preso en Rusia. El documental inicia el domingo 17 de enero de 2021 con el regreso de Navalni a Moscú, pero después la narración regresa a años previos. El activismo de Navalni era acosado y su respuesta solía tener dosis de humor. Navalni, o al menos su personaje público, se mostraba desenvuelto: en algún mitin arengó a los asistentes a hacer una declaración política que —remataba su broma— habrían filmado los policías, registrando que la multitud lo dijo, no él. Hasta que un día, en agosto de 2020, no hay presencia policiaca en una de sus actividades en Siberia y, en pleno vuelo de regreso a Moscú, Navalni cae enfermo.

Sólo la pronta movilización de su esposa y seguidores hizo posible que Navalni fuera llevado urgentemente a Alemania, donde después se confirmó que había sido envenenado con novichok, una sustancia que desactiva conexiones nerviosas y cuyos rastros —cuando se aplica la dosis correcta— desaparecen rápidamente. Descubrir quiénes estuvieron detrás del atentado es la tarea del periodista de datos, lo que también es una línea argumental secundaria del documental. Grosev presentó la investigación a Navalni y su equipo, convivió con ellos y buscó la validación de sus hallazgos y su difusión internacional con Der Spiegel, El País y CNN (la televisora que produciría Navalny). La información se difundió el 14 de diciembre de 2020.
El filme de Roher plantea que Navalni deseaba regresar a Rusia y cómo su familia declaraba apoyar esa decisión por la causa que implicaba: terminar con el régimen cleptocrático y autoritario de Putin. Su arribo a Moscú era esperado y celebrado por sus seguidores. Pero, Navalni fue arrestado tan pronto como estuvo en la revisión de su pasaporte. Tiempo antes —por petición de Roher— Navalni había dejado a sus seguidores el mensaje de no darse por vencidos pues, argumentaba, el poder que tienen queda demostrado por la persecución a la que Putin los somete y, dijo, para que los malos ganen lo que hace falta es que los buenos no actúen. Durante su juicio y a la distancia, Navalni ha hecho señas de cariño hacia su esposa. ¿Se trata de un héroe que cumple su destino o de un narcisista sin límites?

La personalidad de Navalni era evidente no sólo por lo que él buscaba transmitir sino porque hasta en acciones nimias delataba su ambición de poder. Él asegura que proviene de una familia politizada. Cuando alguna vez fue atacado con un líquido verde, lo primero que pensó, según cuenta él mismo, fue que terminaría viéndose como monstruo el resto de su vida. El temor probablemente provino del caso del presidente ucraniano Víktor Yúshchenko quien —como candidato en 2004— también fue envenenado y tuvo como secuela visible la deformación de su cara. La espontaneidad del comentario de Navalni exhibe su vanidad que, si bien es difícil suponer ajena a cualquier humano, habría que ponderar si ocurre en grado excesivo en el protagonista del documental. Al lado de esto, Navalni también tiene gestos de consideración hacia sus conciudadanos. Pero, en el documental, quizá el momento más revelador de su personalidad ocurre pocas horas antes de la publicación de la investigación del envenenamiento. Sabiendo que es improbable que funcione, pero sin descartar alguna torpeza que dé pie a obtener más información, Navalni llama a los agentes involucrados, haciéndose pasar por burócrata del aparato de espionaje ruso. Sin titubeos detectables, con sangre fría y adoptando plenamente su personaje, luego de unos intentos fallidos, Navalni establece diálogo con un participante del complot. El interlocutor habla de cómo procedieron, al grado de comunicar que sin el aterrizaje de emergencia Navalni no habría sobrevivido y cómo, para encubrir sus acciones, los agentes se ocuparon de limpiar rastros del novichok, particularmente del calzón de Navalni, principal fuente de la intoxicación. ¿Hay alguna circunstancia en que Navalni no esté actuando?

El interés de Navalny no está del lado cinematográfico, pues es una pieza que no oculta su convencionalidad: es sólo un apto documental televisivo. La música es acompañamiento con significados emocionales entendibles para cualquiera. Los lugares comunes audiovisuales se extienden a prácticas como los acercamientos extremos a hilos del tablero de trabajo en que se relacionan lugares y personas. Desde una perspectiva cinéfila, uno puede imaginar al equipo quebrándose la cabeza sobre qué filmar para que el producto fuera “muy visual” y pidiendo a Navalni que corriera en la nieve —repitiendo la operación varias veces— para ser grabado desde el aire por un dron. Pero también está el otro lado de la moneda, el de la aptitud documentalista. La captura de imágenes y su montaje engarzan con destreza, por ejemplo, momentos que revelan psicologías y cultura simultáneamente. Hay pericia en la selección de materiales fuera de toma, como parte de la convención de presentar personajes más redondos y situaciones complejas (esto abarca escenas que podrían haber sido repetidas o solicitadas). Audiovisualmente, la película de Roher es sólo comunicativa, pero crea una narración que atrapa al público por su investigación elaborada. En conjunto, aparte de la intencionalidad de criticar al régimen de Putin, Navalny es un documental tan ordinario que no extraña que haya ganado el Óscar a mejor documental.
Acaso la relevancia política de Navalny sea difundir en el mundo, con un caso concreto, que Rusia opera hoy como un estado persecutorio. En el filme se recuerda que Navalni se acercó a la extrema derecha rusa —nacionalistas y racistas— en 2011. El líder afirma que dada la falta de elecciones “normales” —queriendo decir democráticas— hace falta una coalición opositora y, por tanto, habría que hablar con todos, por lo que autocalifica tal capacidad de comunicarse con diferentes facciones como su “superpoder político”. Varios fragmentos muestran a Putin negándose a pronunciar el nombre de Navalni y diciendo frases como “a quien usted mencionó”. Cuando se publicó la investigación sobre el envenenamiento de Navalni, en medios de comunicación rusos se afirmó que él se habría drogado por diversión. En un programa televisivo alguien aseguró que la gente “de oposición” se drogaba, era homosexual y participaba en orgías. El documental presenta a Navalni arengando multitudes con un discurso contra la corrupción y contra personajes corruptos en particular. La causa es, por supuesto, compartible, pero el discurso ha sido herramienta de líderes populistas alrededor del mundo que llegan al poder para desplazar a los corruptos de antaño con su propio círculo de corruptos, es decir, no hay cambio, salvo en la afirmación de que la corrupción ha terminado y que el nuevo gobierno es impoluto.

Es paradójico que las personas que ejercen el poder, o son cercanas a él, se consideren y construyan en público como excepcionales cuando, en realidad, son sumamente ordinarias en su buena adaptación al mundo que las rodea. Quizá su asimilación sucede con giros acentuados por la patología del poder. En el caso de Navalni se trata de alguien con una vanidad de tal dimensión que —en el mejor de los casos— apuesta a sobrevivir en prisión, para décadas después convertirse en un Mandela ruso. Aunque también cabe que su vuelta a Rusia sea la acción de alguien seguro de la creencia de que sería positivo sacrificarse por una comunidad. Esto es parte de aconteceres mentales que quizá sólo Navalni pueda comprender. En la película de Roher, lo que el público observa es alguien con una consciencia exacerbada de sus redes sociales, rasgo que parece compartir con sus cercanos. Que una familia completa sepa gesticular acertadamente para fotografías que se popularizarán redes sociales, ¿es únicamente ajustarse a la realidad o indica rasgos malsanos? Es una pregunta generalizable a buena parte de quienes usamos redes sociales. Navalny y Navalni son la confluencia, en la realización documental, de personalidad con acción política en la era digital, cuando actuar es vivir y vivir actuar: vivir para la cámara.