Ed Avery fue un hombre que vio la luz. Interpretado por James Mason (1909-1984, Gran Bretaña), Ed es el protagonista de Más poderoso que la vida (1956), largometraje de Nicholas Ray. Un ensayo que se titula “Cómo convertirse en un intelectual olvidado” —escrito por Neil Mclaughlin— aborda el ascenso y la caída del sociólogo y psicoanalista Erich Fromm en el marco de ciertos movimientos intelectuales. En efecto, Fromm (1900-1980, Alemania) con todo y su participación en el centro de estudios conocido como la Escuela de Fráncfort y a pesar de la persistente venta de sus libros no continúa como referencia intelectual prestigiosa, probablemente por no parecer suficientemente revolucionario. Pero un argumento suyo quizá convenga para acercarse a Más poderoso que la vida, una de las mejores películas de Ray (1911-1979, Estado Unidos). Por diversos motivos —entre ellos la devoción por su obra de cineastas significativos como Godard y Wenders— este director de cine industrial de Hollywood es lo contario a una figura cultural olvidada.
En la Cineteca Nacional de la Ciudad de México se proyecta —entre el 15 de marzo y el domingo 7 de abril— un ciclo del cine de Ray. La historia de Ed Avery se anunció con el fallido y pleonástico título de Delirio de locura, que fue como se conoció la cinta en Uruguay. Menos alejado del título original, Bigger than Life, fue con el que se conoció en España: Más poderoso que la vida. La presencia de Ray no requiere justificación ni por su importancia en la historia del cine ni por la calidad, en múltiples sentidos, de sus cintas. El filme muestra una iluminación sin manierismos. Las escenografías que suplen los exteriores del hospital y la casa son casi imperceptibles. De manera semejante, el casi permanente acompañamiento musical está sutilmente integrado a las acciones y su progresión. La composición de una cena muestra cortinas, leche, mantel y pan blanco que coinciden con la camisa del torturador Ed.
Si uno cree que una película es su historia, entonces —según su biógrafo Bernard Eisenschitz— el trabajo creativo de Ray para Más poderoso que la vida comenzó un día que se encontraba en París y leyó el artículo “Ten feet tall” de Berton Roueché en la revista New Yorker del 10 de septiembre de 1955. En realidad, el proceso de Ray refiere al conjunto de sus experiencias, pero el artículo fue claramente punto de partida anecdótico: en ese tiempo la cortisona comenzaba a usarse como medicamento y Roueché contaba el caso de un profesor, padre de familia, que fue hospitalizado por padecer poliarteritis nodosa y subsecuentemente, ante el tratamiento con cortisona, sufrió efectos secundarios en su conducta. El profesor oscilaba entre la exaltación y la desesperación, compró ropa fuera de sus posibilidades a su esposa, despreciaba su tipo de vida y comenzó a expresar y practicar nuevas perspectivas sobre la educación. Oprimía a su familia y terminó de nuevo en el hospital. El desenlace fue que continuó el alivio de sus síntomas y superó su psicosis con la sustitución de la cortisona por hormona adrenocorticótropa.
A su vez, Ed es un profesor de primaria que se esfuerza por cubrir las necesidades de su familia de apenas un hijo. Tiene ingreso extra recibiendo llamadas de clientes en un sitio de taxis. Sufre molestias hasta que cae enfermo, requiere hospitalización y cuantiosos análisis para descubrir cuál es su mal. En el hospital le preocupan los costos porque “es maestro no plomero”. Por su poliarteritis nodosa —enfermedad degenerativa en que las arterias experimentan inflamación necrotizante— los doctores informan que ante a la casi seguridad de un desenlace fatal la única opción es la administración de la novedosa cortisona. La dramatización está en el énfasis sobre las condiciones económicas y en exagerar el diagnóstico, además de inventar la vía exclusiva de tratamiento.
Como efecto secundario de la cortisona, el comportamiento de Ed se va tornando errático: si primero juega con un balón en la sala y es inadecuada su respuesta al jefe del sitio de taxis, posteriormente descalifica incluso a quien parece favorable a su discurso crítico sobre la educación y escandaliza a padres de alumnos cuando compara el nivel intelectual de una niña con el de un gorila. Curiosamente en Más poderoso que la vida la perorata de Ed descalifica cuestiones como guiarse por la “seguridad emocional”, que él ve como parte de un harakiri social, con lo que hoy algunos coinciden. Cúspide de agresión de Ed a su mundo es convertir la educación de su hijo en alargada sesión de tormento, engrandecida por la baja posición de la cámara.
Inspirado en Freud, Marx y otros pensadores —escribiendo en el siglo XX, partiendo de la certidumbre de vislumbrar y la posibilidad de ampliar el conocimiento sobre la naturaleza humana— la concepción de Fromm es que las sociedades contemporáneas están enfermas porque distorsionan las necesidades vitales de los individuos al alejarlos de problemas fundamentales que la existencia humana plantea a su psique. Además, estas sociedades exigen —hasta nuestro siglo XXI— que los individuos se adapten a tales distorsiones para ser funcionales. Así, lejos de sugerir conformidad con los patrones sociales —contra los relativismos sociológicos— Fromm criticaba la patología de la normalidad. La situación que Fromm describe lleva a que quienes se atreven a alejarse sustancialmente de las convenciones —no en simplezas como la apariencia o el escándalo verbal— sean vistos, por lo general, como personas patológicas y si no perniciosas cuando menos incómodas. Estaríamos ante una dialéctica de la anormalidad y la adaptación en que lo esperado de las personas puede llevar a su perdición, aunque ésta no se reconozca, mientras que el escape de tales expectativas podría significar acercarse a la realidad y ser señal de emancipación y salud mental. O no.
Ed Avery fue un hombre que vio la luz: supo descubrir y afirmar que dios se había equivocado, “God was wrong”. James Mason fue ideal para el rol por su falta de virilidad la cual capturó la paradoja del engrandecimiento del personaje con base exclusivamente en su voluntad. Además de flaco, Ed es alguien sometido a su rutina y teme a su esposa; mostrando adaptación a su sociedad. Ya medicado, Ed afirma haberse sentido altísimo, a lo que su esposa responde que ella siempre lo ha visto así. La fanfarronería de Ed tiene efecto en sus cercanos: su amigo profesor de deportes coincide “¡Hasta se ve más alto!”. Ed se vuelve grosero al volante. La cortisona y la insatisfacción acumulada llevan al pobre diablo a comportarse con su tribu como perdonavidas, pues dice a su hijo: “Quieres ser hombre, ¿no?”.
La tensión en la vida de Ed precede su delirio; también el amago de claridad: sabe ver que sus amigos, su esposa y él son “aburridos”, que sus vidas son escasas en acontecimientos. Esos compañeros de trabajo también padecen económicamente, como informan varios diálogos. Su propio hijo —en situación límite— le echa en cara que sabe que jamás fue un gran deportista, aunque su padre vuelva siempre a la misma historia de cuando habría sido héroe para todos en su escuela. Esto indica múltiples fuentes de malestar en la sociedad de que son parte y que el cliché vería como crítica de la sociedad estadounidense por parte de Ray, una de innumerables e inocuas subversiones cinemáticas del sueño americano. La casa de Ed muestra cuadros con mapamundis y las ciudades de Bolonia, Florencia, Londres, Roma; la aspiración de Francia, lugares que probablemente ni Ed ni su familia llegarán a visitar. Una memoria de su esposa refiere a la carriola de segunda mano que tuvieron para su hijo. La presión económica y la frustración son marcas en la vida de Ed.
Ed no es un hombre emancipado siquiera en su delirio. Su aspiración al escribir sobre educación y tener apariciones en televisión se asemeja al llano deseo de destacar entre la gente que dice despreciar; por no hablar de su emoción ante la idea de ser director de la escuela. Su falibilidad y cobardía también se revela en hacia quienes dirige su maltrato: el lechero a quien pretende intimidar acusándolo de envidia por su actividad intelectual, el farmacéutico ante quien es prepotente fingiendo ser doctor o cuando Ed dice saber, frente su hijo, que los niños son “codiciosos, perezosos y falsos”. Asomarse al error de dios es la única excepción en que Ed enfrenta el poder de los límites aceptados en su sociedad. La ironía juega un papel: el clímax llega en domingo tras el servicio religioso, cuando a Ed se le ocurre que él mismo debería dar los sermones. Siguiendo al Abraham bíblico, se propone sacrificar a su hijo para luego matarse él y su esposa, pues “ya no hay futuro”. La batalla final está acompañada de música circense.
Ray no es ajeno a la burda imperfección —la de imágenes de obvia interpretación— pues un espejo roto devuelve el reflejo de un hombre en descomposición mental. La alteración —o insinuación de salud— de Ed arranca con el deseo de complacer lo que él supone anhelo de su esposa: comprar vestidos en una cara tienda departamental. En la misma vena —que Fromm encontraría desencaminada— Ed promete una sofisticada bicicleta a su hijo. La irrupción de pasiones, en tensión con las reglas sociales, en este y otros filmes de Ray me hacen pensar en buena parte de la fase mexicana de Buñuel: en ambos casos hubo acomodo al cine industrial, a pesar de los temperamentos disruptivos de los directores. ¿Qué habría pasado con Buñuel sin productores que se arriesgaron a ir más allá del entretenimiento en películas como Los olvidados (1950) y El ángel exterminador (1962); además, por supuesto, de sus fases anterior y posterior a su cine hecho en México? A su vez, aunque los coqueteos con cierto ímpetu no dejaron de estar presentes, Ray siempre estuvo en la industria. En ocasiones esto acotó su impulso: en los dibujos infantiles de un salón de clases en Más poderoso que la vida, un niño atribuye demora al tren que pinta, otro quiere que su vaca tenga cinco patas para mayor estabilidad y uno más ve la ira de alguien con su madre en rojo y negro.
Como en Buñuel y el surrealismo, en Ray hay elementos sexuales no precisamente disfrazados. El profesor de deportes dice a la femenina Lou (interpretada por Barbara Rush), esposa de Ed, que su leche de tigre —compuesta de yogurt y melaza— podría sacarle vello en su pecho. Ed pasa de describir a una colega profesora como “linda” a ponerle una atención de innegable deseo. En otro momento, Ed bromea sobre la tasa de natalidad fuera de control. Su hijo a punto de ser castigado se encuentra en posición de eventual sodomización. Percibir estos rasgos como enorme subversión es lugar común sin suficiente apreciación crítica. Se trata de guiños divertidos, que contribuyen a generar un tono, pero que son limitados. En una escena casi final Lou es despertada en una sala de espera por el roce de un afanador negro a quien ella ignora sólo para, segundos después, indignarse cuando una enfermera la ignora a ella. Aunque apunte en dirección innegable a duras penas se constituye en crítica significativa al racismo estadounidense, aun con el despertar de su hijo que dice “Hay gente que trabajo muy tarde”. La escena y la cinta se quedan cortas en provocar políticamente.
Más poderoso que la vida no sólo es cine de entretenimiento: es producción plenamente comercial que busca complacer a diversos y amplios públicos. El servicio que el director presta a masas adaptadas a la sociedad contemporánea incluye la pertinente pero errónea ridiculización del intelecto, celebrada por gentíos. En su delirio Ed ofende a su devota esposa: “¡Qué pena no haberme casado con alguien que fuera mi par intelectual!”. El problema no es sólo el final bonachón de la película sobre la unidad familiar y con lección de que las drogas son peligrosas, como en la lúcida psicosis de Ed. ¿Otro cierre daría dimensión diferente a la película? La cuestión es que, independientemente de su vida, Ray fue parte de la conformidad social al seguir convenciones y exigencias de Hollywood. En ella asomó su genio. ¿Habría sido posible un Nicholas Ray no industrial?