Mi infancia fue tan dulce que, antes de memorizar a Cri Cri, aprendí una canción ranchera. “Paloma errante”, se llama, la interpretó Vicente Fernández en la película “Uno y medio contra el mundo”; yo tenía siete años de edad, lo sé porque la vi en el cine “Mariscala” en 1973.
Aún recuerdo el camino por San Juan de Letrán rumbo al edificio donde vivía, en el Callejón de la Amargura. Estaba conmovido: acababa de mirar a un niño que en el decurso de la historia se volvió una adolescente y luego una hermosura de mujer. No fueron, en fin, “Las vocales” ni “La Patita” los mensajes iniciales de mis mocedades. Fueron los gestos de dolor de “Chava”, la vestal fémina, cuando unos salvajes la creyeron hombre y la picotearon porque besó a Vicente Fernández, “Lauro” en la historia, a quien también hirieron de muerte.
Supe más de “Chava” cuatro años después. Su espléndida sonrisa y su pelo negro eran inconfundibles, su voz ya no era cristalina, sonaba ronca, pero tenía la misma intensidad. Estaba jorobada y se llamó “Rina”. No llegaba a los treinta años aunque en esta narración televisada era mucho más joven, lindaba los 17 y, sobre todo, era pobre. Era, escribí, porque Leopoldo, un inválido viejo agrio caracterizado por Carlos Ancira –un formidable actor de teatro-, la hizo su esposa para no dejar la herencia a la codiciosa “Rafaela”, mamá de “Carlos Augusto” (Enrique Álvarez Félix) de quien, al final, mi heroína millonaria se enamoró luego de que don Leopoldo, intempestivamente, dejara de dar vueltas por el Sol o pasara a otro plano como ahora se dice. El desenlace es tan previsible como un chiste de Pepito. Luego no supe nada de “Rina” hasta que diez años después fue “Frida” en una producción cinematográfica ovacionada por la crítica.
En el año 2000 el camino me volvió a cruzar con ella, una cincuentona de melena negra con hilos de plata que apoyaba al Ejército Zapatista de Liberación Nacional, el EZLN, encabezado por Marcos, mientras otros los enfrentamos por considerarlos el primer aluvión de la demagogia autoritaria en la era moderna. Pero no dejé de admirar a la actriz por honesta y rebelde frente a la uniformidad que Televisa pedía a su elenco para favorecer al PRI, el entonces partido hegemónico, y porque los depositarios de la verdad son, en realidad, farsantes del conocimiento. Veintitrés años después volví a saber de ella gracias a la paradoja de andar para atrás, es decir, a los tiempos pretéritos de los tablados del teatro para hacer este Diccionario.
Tengo cuatro fuentes de información de esas que alegran a los chachareros. Una es “Alta frivolidad”, libro escrito por Margo Su, propietaria del teatro del mismo nombre inaugurado en 1950, que diez años después fuera demolido para abrir el Blanquita, en las calles de Aquiles Serdán y Mina. La otra es un cartel del mismo recinto que anuncia a la actriz junto al cómico Lucho Navarro, María Luisa Landín y la Sonora Santanera de Carlos Colorado, en 1975 según mi calculo. La tercera fuente es hemerográfica, en la contraportada del semanario Vedetes y deportes del 26 de enero de 1976 hay dos imágenes de Ofelia Medina. De la cintura para arriba porta un cándido vestido blanco de novia y de la cintura para abajo calzón y liguero montada en zapatillas doradas de tacón alto. Con el respaldo de esas fuentes reseño enseguida una noche en el Blanquita.
Ocurrió a las 8.30 de un domingo caluroso.
Las Dolly Sisters, dos buenas bailarinas que emularon a las gemelas hungaras estadounidenses de principios del siglo pasado, se despiden del escenario entre sonidos de palmas y vivas, mientras la orquesta de Pérez Prado afina encima de un cadillac enmarmajado para ejecutar las piezas que, en los años 50, sacudieron la polilla de medio país. De pronto, el maestro de ceremonias la anuncia y ella, deliciosa en sus 25 años y un vestido azul ajustado, se contonea al ritmo de aquellos tiempos. Tiene la sonrisa perlada y mueve las manos como si hilara algún tejido de su natal Mérida o como si tocara el arpa. Su encanto es incomparable, dice Margo, “interpreta los mambos a partir de las entrañas, le pone fuerza, cachondería y elegancia al mismo tiempo y llegan los intelectuales al Blanquis para ver qué estamos haciendo”. El vaivén de las piernas remarca su perfil sinuoso y fuerte, altivo y festivo. Dibuja a una hurí para festejar a condición de que seamos cuidadosos porque podría desvanecerse como un sueño. Por eso la describo sin rozarla siquiera:
“Mambo, qué rico mambo/Mambo, qué rico él, él, él”.
Mi cuarta fuente es el disco de vinil “Toda una vida”, con música y canciones de “la Telecrónica”. Es de 1982 y lo produjo Miguel Alemán Velasco. En la portada otra vez luce bellísima con trensas, rebozo color de rosa y vestido de china poblana montada en zapatillas de ballet. Tiene el cuello largo, las manos reposan en la cintura y, como siempre, muestra su sonrisa plena. Hay varios couples que ella canta como los benditos ángeles, igual que las mismísimas tiples de los años 20:
Ay, ay, ay, ay, mi querido capitán
Ay, ay, ay, ay, mi querido capitán
Ay, ay, ay, ay, mi querido capitán
Ay, ay, ay, ay, mi querido capitán
Todas las tiples guapas a mí
me llaman mi querido capitán
desde la Mayengoitia, la Mimiderva y
la Grifell.
Ignoro por qué sus peripecias retozonas y cantoras no se hallan en su biografía de Wikipedia, pero estoy seguro de que es una de esas huríes que elevaron el nivel de la actuación en todas las tarimas. “Chava”, “Rina”, bailarina o tiple, contagió diversos sentimientos. Y no decepcionó. Mientras Vicente Fernández rechazó un trasplante de hígado si este fuera de un homosexual, la actriz siguió defendiendo a las mujeres agredidas, los derechos humanos y la promoción de México como nación pluricultural y pluriétnica. Su lejanía de Televisa. Por eso celebro que desde mi niñez se me grabara su sonrisa aunque sólo soñé verla bailar en el Blanquita. Por eso precisamente pronuncio ahora su nombre en voz quedita, Ofelia Medina, no me vaya a despertar.