Parthenope es la nueva película de Paolo Sorrentino.

Parthenope y el cine

¿Qué dice la crítica cinematográfica? ¿La crítica es un me gusta o me disgusta rebuscado? En esta columna semanal de crítica cultural he reiterado la idea de que la valoración de las artes no es arbitraria, que apelar a la “subjetividad” —cuál comodín que evita discusiones— en realidad no resuelve debates que sí tienen solución y que no descartan el elemento personal central a la experiencia individual de la contemplación, pero no a la trascendencia de la obra. En su mejor versión la crítica es reflexión sobre la naturaleza de las artes. Así, escribir sobre Parthenope (2024), el más reciente largometraje de Paolo Sorrentino (1970, Nápoles), pleno de luz y color, puede perderse por muchos caminos —como cuestionar su estilización— o encontrar la forma —cuando menos intentarlo— de acercarse a decir algo sobre el cine, siempre que esta creación de Sorrentino dé para ello; pues la mayoría de la producción cinematográfica tiene como destino, por sus características, el entretenimiento, el comentario social baladí o la estafa (el gato por liebre). Si se dice que todos los poemas tratan sobre la poesía, algo similar pasa con el resto de las artes: hacer cine es pensar el cine, cuando es cine.

Parthenope estudia antropología y se convertirá en académica.
Parthenope estudia antropología y se convertirá en académica.

Creer que el cine —como las novelas— se trataría de contar bien buenas historias es un cliché equivocado. Nada más alejado de las posibilidades de la literatura y el cine. ¿Cómo nos expresaríamos de alguien que creyese que la habilidad de un futbolista se agota en su velocidad al recorrer la cancha: una característica que pudiendo ser importante no es definitiva y resulta insuficiente para los propósitos de tal deporte? En el caso de Parthenope la mayoría de la trama consiste en los vericuetos y tensiones con hombres —de diversas estaturas sociales— que rodean a la joven y hermosa mujer llamada Parthenope. Éstos incluyen un encuentro con el escritor estadounidense John Cheever y hasta una aventura con un obispo; contados en un estilo que no teme a la convencionalidad desde su amaneramiento audiovisual. En este sentido, a la dimensión narrativa de este filme podría reprochársele cierta debilidad dramática. Su sección final revela que la joven Parthenope —interpretada por Celeste Dalla Porta— es el recuerdo de una etapa de la vida de Parthenope, la mujer que es profesora de antropología y cuenta con el cariño de estudiantes y colegas en su edad de jubilación. Esto aplicaría si se esperase una progresión —planteamiento, desarrollo y conclusión— que, siendo clásica y por tanto familiar logra cautivar, pero que no necesariamente corresponde con formulaciones artísticas individuales ni con lo que demanda la materia al constituirse como obra cinemática.

Un profesor es mentor de la joven Parthenope.
Un profesor es mentor de la joven Parthenope.

El tema de una cinta es otra dimensión que suele confundirse con lo constitutivo de su cinematicidad. De nuevo, esto es un error por más adoptado que esté: que el contenido de una obra sería lo dicho por el artista —o colocado explícitamente en ella— se asemeja al delirio de líderes populistas como Trump y López quienes se adelantan a darse un grandilocuente lugar —que la historia les negará— porque, aunque según algunos filósofos el decir sea un hacer, decir no es hacer lo que se enuncia, particularmente en arte y política. A Sorrentino lo ocupa el contraste entre la belleza veinteañera y la vejez posterior, proceso que se refleja también en una antigua estrella quien quizá significa para la joven Parthenope la lección de que pasará de ser centro de atención a no ser sino recuerdo y oportunidad futura de escarnio. Desde el discurso moralista que se presenta como crítica cinematográfica quizá se reprocharía el privilegio —antes habrían dicho preocupación “burguesa”— en que el envejecimiento sea materia de una obra. Entre la reconstrucción de época y la fantasía, en Parthenope también emerge un asunto que tiene la atracción de lo prohibido: la opción incestuosa alrededor de una mujer de belleza indiscutible. Y ahí podría surgir otra objeción: la supuesta mirada machista que definiría al director (y a quien esto escribe). Pero la dimensión de una obra de arte no se mide por la trascendencia de su tema, ni por el encasillamiento de la visión del artista —por más que vocabularios contemporáneos parezcan dar contundentes claves para el desciframiento de la vida social e individual. Las obras deben valorarse por su realización. ¿Qué es el cumplimiento de potencialidades si tópicos como las buenas historias y la importancia temática no son centrales?

Parthenope sucede en Nápoles a través de pocos años.
Parthenope sucede en Nápoles a través de pocos años.

La virtud de Parthenope no está en puntos que suelen ser halagados tanto por cualquier espectador como por pseudocríticos quienes, efectivamente, poco hacen más allá de agrandar sus no me gustó o me encantó. El mérito artístico de Sorrentino está en cultivar la mirada. Es fácil suponer que las artes tienen relación con elementos primigenios de nuestra humanidad, para empezar porque históricamente en todas las civilizaciones surgieron expresiones de este tipo. Hay sólo un paso entre eso y afirmaciones —tanto de voces doctas como charlatanas— del tipo de que la poesía rescataría el sentido de las palabras. Pero hay un problema en confundir las artes con algo que se llamaría pureza. Aunque algunos estimen su cháchara como pensamiento, es falso que los poetas rescaten el significado original de las palabras: los poetas no se dedican a las etimologías, la poesía no está en significados anteriores de los vocablos sino en el presente de las palabras, aun cuando éste recupere ecos históricos. Asimismo, la identificación entre artes y pureza lleva a reflexiones sobre la infancia y cómo la mirada del artista algo tendría que ver con cierta ingenuidad infantil. Difiero. Lo que tenemos en ejemplos como Parthenope no es pureza de observación sino —quizá paradójicamente— la depuración de la mirada a través de cultivarla. Esta elaboración de la mirada se nutre de la historia del arte, de la sensibilidad ante vivencias personales, de determinantes sociales, pero no es su reflejo, supera tales factores a través de talento y una disposición especial: en ello encuentra su valor —el de la experiencia espiritual— pues es la excepción del artista. Así, ver la belleza de Celeste Dalla Porta —igual que puede hacerse con la de un hombre o con la presencia del entorno— es un bien absoluto y cinemático.

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