lunes 08 julio 2024

Pequeña crónica sobre un mequetrefe

por Germán Martínez Martínez

Uno de los defectos del Festival Internacional de Cine de la UNAM, FICUNAM, es parte de su público. La parte no es el todo, pero es parte. Algunos atribuirían tal parte a un giro “elitista” y “pretencioso” del festival, en lo que yo difiero: el cine difícil —como el que afortunadamente presenta FICUNAM— necesariamente es exigente, por definición no es para cualquiera, aunque las puertas estén abiertas para todos (la tontería de lo pretencioso es digna de quienes realizan falsos diagnósticos psicológicos confundiéndolos con genuino análisis de otros tipos). Habrá incluso quienes creerán resolver la cuestión atribuyéndola a un fantasmagórico “sistema” al que contradictoriamente verán como fuente personificada de cualquier mal, en la línea de culpar al capitalismo o —ya se sabe— al muy perverso neoliberalismo. Una y otra opción se quedan al nivel del chisme: es problema de los organizadores, es cuestión que nos trasciende. Sin embargo, las explicaciones pueden ser peores y estar más cerca.

Castañeda analiza características contrarias al desarrollo y la democracia.

El incidente ni siquiera es escándalo, pero resulta revelador, no de FICUNAM, sino de la sociedad mexicana o, mejor, de sus defectuosas clases medias. Sucede en FICUNAM 2024, en una función de la Cineteca Nacional de Xoco en la Ciudad de México. La proyección iniciaba, la mayoría del público estaba en su asiento asignado. La persona en cuestión entró varios minutos tarde, atravesó de un lado a otro la sala para sentarse donde quería. No daba muestra alguna de percatarse de que bloqueaba la visibilidad de la pantalla al permanecer de pie y tomarse su tiempo para ocupar la butaca. Por las imágenes que presentaba, la película era espectacular. El sujeto se volvió veloz —como otra sarta de aturdidos— para desenfundar sus teléfonos y ponerse a grabar, como si se tratara de un concierto al aire libre y no de una sala dispuesta para la oscuridad. Su fin era capturar burdas copias de la cinta que requería de atención en ese momento. Ahí no acabó la cosa: por razones conocidas sólo por el individuo, decidió cambiar de lugar. Al poco de su mudanza un acomodador se le acercó: había ocupado una butaca de uso reservado. Lo conminó a tomar el lugar que indicaba su boleto, varias hileras adelante. Un diálogo que no tenía por qué existir se extendió. El barbaján terminó espetando que no se movería hasta que alguien llegara a reclamar ese asiento específico (curiosamente, minutos antes el acomodador había tenido que hacer que se retirara de esa misma butaca, y de la sala, alguien que ni boleto tenía). El mequetrefe se quedó ahí el resto de la función, grabando deficientemente a momentos, como otros, las imágenes de la pantalla, realizando búsquedas, recorriendo sus redes sociales y respondiendo mensajes de sublime urgencia. Este bribón participó después en un corrillo nutrido de frases insulsas, pero terminantes, acaso pronunciadas desde la convicción de la ignorancia que no se conoce como tal. Bien mirado —desde la civilidad— el comportamiento de este cretino y de muchos como él debería ser un escándalo, pero esto es México y el sujeto puede pasar por alivianado, comunitario y culto.

No se trataba de un criollo —lo que hoy algunos retorcida e inexactamente llaman whitexican— sino de un mestizo prepotente promedio. Tan típico que el mentecato alegaría a favor de sus acciones y él y otros podrían creer razonable el reclamo… en México. Jorge Germán Castañeda en su libro Mañana o pasado. El misterio de los mexicanos (2011) identificó múltiples rasgos del carácter nacional mexicano señalándolos como obstáculos para tener una sociedad desarrollada y democrática. A una de esas características Castañeda la nombró como “individualismo”. He diferido de la etiqueta pues reivindico el individualismo como postura filosóficamente coherente y con potencial político para una convivencia civilizada e incluso fraternal. En el sano individualismo ha de reconocerse que estamos constituidos por lenguajes y culturas que son vehículos sociales inescapables para ejercer la individualidad defendida por quienes anteponemos la persona a las comunidades.

La sala Miguel Covarrubias de la Universidad Nacional de México.

En “Piedra de sol”, Octavio Paz anotó concepciones análogas cuando escribió: “para que pueda ser he de ser otro,/ salir de mí, buscarme entre los otros,/ los otros que no son si yo no existo,/ los otros que me dan plena existencia”; pues el individualismo y la individualidad no son hechos sencillos. La decisión de Castañeda de escribir “individualismo” en vez de egoísmo es comprensible: la primera tiene dignidad analítica, la alternativa una carga moral que la hace desmerecer. Pero en lo que describe Castañeda —y más importante: en lo observable en la convivencia de los mexicanos— hay comportamientos que merecen ser criticados, que podrían cambiar en beneficio de todos, salvo que se dé por hecho que la civilidad nos es ajena y que debemos vivir de otra forma. El mequetrefe de FICUNAM es uno de muchos, ese es el problema: es un nadie que es cualquiera, una recurrencia que empeora la vida multiplicado por tantos otros faltos de personalidad que, no obstante, marcan cómo opera esta sociedad.

Estas faltas —salvo que aceptemos que es deseable vivir la incivilidad permanente y cotidiana— están por doquier y son contradictorias. En otra función de FICUNAM alguien que se sabía enferma y se identifica como socialista llegó a una proyección en la sala Miguel Covarrubias del centro cultural de la universidad nacional. Iba a una película que ni siquiera le era crucial. Su tos constante se oía en toda la enorme sala y no cesó a través del filme entero. La persona ni siquiera pareció considerar usar cubrebocas para disminuir el riesgo de los demás (nadie tiene por qué contagiarse siquiera de catarro por impertinencia de otros). La gente más próxima a la enferma —sin necesidad alguna de germofobia— ¿puede haberse sentido cómoda de tener a alguien esparciendo su aliento contaminado en su cercanía? La paradoja es que entre múltiples personas a quienes se les llena la boca al hablar de “pensar en comunidad”, la comunidad esto y lo otro… se muestran incapaces de un gesto tan simple como toser y estornudar en el interior de su codo por consideración a los demás. ¿Cómo aspiran a una sociedad con características que ven como positivas —referidas a la igualdad— cuando en lo diario no tratan siquiera de respetar en lo elemental a sus semejantes? Hablan de volar cuando no atinan a gatear.

Carlos Alberto Montaner criticó las fallas de las elites latinoamericanas.

En FICUNAM, como en otras actividades de las artes, las puertas están abiertas para todos y, sin embargo, ni siquiera supuestos cinéfilos ni involucrados en la producción audiovisual hacen acto de presencia. El mequetrefismo de parte de su público no es excepcional sino semejante —por no decir idéntico en lo fundamental— con el que uno encuentra en cualquier ámbito de la sociedad mexicana, sin importar niveles de escolaridad o ingreso. Antes bien, como analizó en su ensayo “Culture and the Behavior of Elites in Latin America” —parte del libro Culture Matters: How Values Shape Human Progress (2000), coordinado por Huntington y Harrison— el liberal Carlos Alberto Montaner afirma que en América Latina han sido los miembros de clases medias y altas quienes están en falta. Más allá del ámbito cultural ahora debo abordar estos asuntos en un ensayo político, “Ante la derrota de la democracia”, y en concluir un libro producto de largo trabajo etnográfico sobre las clases privilegiadas de México, Gente como uno. Pues estoy seguro de que con todo y prédicas sobre la alegría del subdesarrollo, de halagos repetitivos e irreflexivos sobre “otras formas de ver cine” y “hacer comunidad”; no conozco una sola persona que disfrute porque una enferma le escupa o porque un pobre diablo interrumpa sin cesar su mero intento de ver una película.

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