Hace unos días —tras dar una conferencia— me preguntaron por mi película favorita. Las predilecciones cambian porque, con algo de fortuna, los criterios se desarrollan. Sin embargo, reconocí que por muchos años —a pesar de no corresponder plenamente con el cine que más disfruto— he pensado que para mí ese filme es La dolce vita (1960) de Federico Fellini. Por eso, en esta entrega 104 —segundo aniversario— de esta columna semanal de crítica cultural, Dispersiones, cabe hacer un apunte sobre uno de los muchos análisis que merece la magna obra del abundante Fellini.
A la pregunta sobre cuál cinta y por qué, respondí que era por la conjugación virtuosa de elementos: no sólo la actuación que crea personajes simultáneamente grotescos y atrayentes —buenos para nada, sean pobres o aristócratas—, no sólo la imaginación cinemática —un Cristo transportado por un helicóptero en el cielo romano—, no sólo el humor crítico —como la sátira de la religiosidad popular italiana—… sino por el conjunto. Sin embargo, la combinación de factores es difícil de compartir, por eso se suele proceder destazando y abordando sólo alguna parte o, con frecuencia, uno solo de los elementos; como el personaje de Marcello Mastroianni (1924-1996): Marcello.
Aunque varias de las imágenes más conocidas de la filmografía de Fellini corresponden a esa escapada, La dolce vita no es la historia del encuentro de Marcello con la actriz Sylvia (Anita Ekberg) que visita Roma. Es una película sobre cómo Marcello quiere algo más de lo que vive —aunque quizá no sepa qué es eso que quiere— mientras que su novia Emma (Yvonne Furneaux) no tiene la menor duda de querer la vida ordinaria, aunque no sea capaz de enunciarlo cuando se le pregunta —en una fiesta de intelectuales— qué es lo que más le gusta. La dificultad no es sólo que Emma sea atosigante y quiera casarse, es que en La dolce vita tanto la normalidad como la ambición de una vida distinta son pulsiones igualmente frustradas.
Marcello es un hombre maduro, no juvenil. Pero es calificado como “decorativo” por su belleza. Sus cercanos insinúan que es coscolino. De niño no tuvo relación con su padre, afirma que no lo conoce. Del deseo de crear literatura pasó a un periodismo cuestionado —sobre famosos, con la ayuda de su escudero, el fotógrafo Paparazzo (Walter Santesso)— oficio que, según la apreciación de una millonaria, ni siquiera le produce riqueza. Marcello quisiera y podría ser parte del círculo artístico de su amigo Steiner —un sofisticado genuino— pero no da el paso. Hacia el final del filme, Marcello se dedica a la publicidad, ese intento de manipulación —generalmente vano— que se disfraza de creatividad y hasta de propuesta estética. Ya es un fracasado.
A Marcello lo mueve el desear mujeres, no una inevitable condición masculina sino una excepción: pasión por las hembras, una condena. Marcello pide su teléfono a mujeres que no oye por el ruido y la distancia, está siempre listo para abordar a cualquier mujer atractiva, declara —y probablemente cree— amar a una amante ocasional sin que eso sea obstáculo para que esa misma noche copule con otra mujer. En un solo día —aunque sus idiomas les impiden conversación alguna— para la tarde ve a Sylvia como si fuera “todo” y en la noche cree que nunca se ha enamorado tanto de ninguna mujer. La relación con Emma es problema constante pero menor. Marcello llama “Mi amor” a su novia, al mismo tiempo cree que —dada la posibilidad erótica que imagina— Emma debería comprender que él llevara a Sylvia al departamento en que residen. No ocurre nada sexual con Sylvia, pero Marcello termina abofeteado.
Entregada, celosa, con intentos de suicidio, hogareña, agresiva, su novia Emma carece de importancia: es la guapa mujer que lo ama, dedica su vida a él y quisiera hacerlo el resto de su vida. Un pleito entre ambos —naturalista en lo hiriente, con todo y mordida en el frenesí— completa el panorama del extravío de Marcello. Ella le espeta que le interesan las mujeres, no el amor. Marcello asegura que su desgracia es haberla encontrado a ella. La clave es que Emma sabe que sólo Marcello es así, que otros hombres dejan de buscar cuando encuentran quien los ame porque, según ella, eso es lo más importante en la vida, aunque Marcello esté “siempre descontento”. A pesar de su falta de logros mundanos o espirituales, Marcello sabe que ha evitado el embrutecimiento, que no se ha convertido en gusano.
Que Steiner mate a sus hijos y a sí mismo, es inexplicable, salvo que uno esgrima el lugar común de que cualquiera abriga graves angustias. Marcello no comprende que alguien que representa tanto para él haya cometido semejante acto. Piensa y dice —tratando de explicárselo— que quizá Steiner estaba asustado de sí mismo y de todo. Igual de irracional es la celebración de la anulación de un matrimonio que incluye un desnudo, villancicos y la monta de una mujer voluptuosa. Una fiesta tan disfrutable y carente de sentido como cualquiera. Marcello despotrica, rompe cosas, dice que aburre a todos. Sarcástico, agradece a sus amigos por la bella carrera que lo han llevado a tener. Cerca del final de La dolce vita, Marcello nota que un animal marítimo insiste en seguir viendo en su agonía o desde su muerte. Después ya sólo queda —sin posibilidad de oírse el uno al otro— el diálogo con un ángel. Sin desplantes de falsa gravedad, Fellini jugó con la cambiante marea de la vida carnavalesca, de la multitud de ilusiones.
Agradezco a Julio Durán, de la Cineteca Nacional, por su permanente ayuda en el acceso a materiales.