Por fuerza

“Los ricos son pobres con dinero”: la frase es atribuida a George Orwell aun si nunca he podido desentrañar en qué contexto la habría pronunciado. Cierto estoy, sin embargo, de dónde la escuché por primera vez: en una película viejísima que lleva por título Fifth Avenue Girl, dirigida por Gregory La Cava en 1939.

La chica del título es Ginger Rogers, y su adscripción a la Quinta Avenida neoyorquina alude a las tardes de desempleo que pasa en una banca de Central Park. Es ahí donde viene a encontrarla un acaudalado empresario (Walter Connolly), que ha venido a recalar en ella al constatar que su familia ha olvidado su cumpleaños. Ése, además, no es sino el síntoma de la plétora de problemas que enfrenta: su empresa se ve amenazada tanto por una huelga fuera de control como por la pérdida de su principal cliente, al que su hijo mayor ha desatendido por entregarse a jugar polo; y su esposa pasa su tiempo con un gigoló cuyos servicios paga con el peculio de su infeliz marido. El hombre termina por contar sus cuitas a la extraña; es ante ese relato que ella espeta “I guess rich people are just poor people with money”.

Ginger se equivoca, y la película habrá dedicar a demostrárselo el resto todo de su pietaje. Porque los problemas del hombre son problemas de rico. Descuida a su esposa porque debe ausentarse de su hogar para atender la empresa que es origen de su fortuna. Si su hijo prefiere la juerga al trabajo es porque el dinero de su padre se lo permite. Y si su esposa paga por la compañía que él le escatima es porque, merced a los millones del marido, puede.

Película y frase me causaron una impresión honda. Me hicieron ver –aun si de manera esquemática y fantasiosa– que los problemas de quienes detentan grandes fortunas son distintos de los de quienes no las poseemos.

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La frase me volvió a la mente hace unos días, mientras intentaba comprender los problemas que enfrenta hoy la poblana familia Jenkins, al parecer derivados de su fortuna. Hay en su origen una fundación privada, dedicada a labores de asistencia, cuyos estatutos fueron modificados con la anuencia de todos los integrantes de la familia, salvo uno. Hay una alianza de este heredero disidente con instancias políticas para tratar de recuperar el control de la fundación. Hay un gobernador del estado, postulado por un partido de claros tintes populistas, que ha impulsado una iniciativa de ley que pretendería una suerte de expropiación de facto de la infraestructura educativa privada en la entidad.

Y hay un fiscal general de la República –autónomo sólo de nombre, cercano al partido en el poder– que es además empresario cuyos intereses de negocios se ven directamente afectados por los de la familia en cuestión. El apretado resumen remite a toda una serie de referentes narrativos menos ingenuos que Fifth Avenue Girl –me vienen a la cabeza desde There Will Be Blood hasta Succession– pero que refrendan la tesis original de aquella entrañable pero sagaz película: los problemas de los ricos son muy otros que los del común de los mortales.

Daño colateral en esta historia, sin embargo, son muchos que no son ricos: académicos, trabajadores, estudiantes de la Universidad de las Américas de Puebla –institución de educación superior calificada como una de las diez mejores de México, una de las cien mejores de América Latina y una de las mil mejores del mundo en los QS World University Rankings–, que hoy no pueden entregarse a sus actividades ordinarias al estar sus instalaciones tomadas por unas fuerzas del orden con las que el gobierno politiza un asunto entre particulares que debería resolverse por vía judicial y no policial.

En un comunicado, la rectoría de la UDLAP ha aludido al hecho como uno que “no se había presentado desde los convulsos tiempos del 68”. No exagera: los ricos son ciudadanos y como tales sujetos del sistema de impartición de justicia; no a costa, sin embargo, de la autonomía académica de una universidad de prestigio.


IG: @nicolasalvaradolector

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