Los megalómanos tienen como rasgo fundamental estar divorciados de la realidad. Humillado en el campo de batalla, Putin toma decisiones descabelladas. Ha declarado una movilización parcial, ha intensificado el ruido de sables nucleares, ha decretado la anexión de cuatro provincias del este ucraniano las cuales no controla del todo. Como resultado han estallado protestas por toda Rusia, se ha detenido a miles de personas y se han atacado a varios centros de reclutamiento. Putin está perdiendo, pero pretende presentar como una gran victoria la ilusoria anexión de Jersón, Zaporiyia, Donetsk y Lugansk y declarar cumplidos sus objetivos militares. Cree poseer los recursos para seguir con su guerra durante años si le da la gana. Pero la realidad podría aniquilarlo muy pronto. De acuerdo con varios expertos en política rusa, su gobierno podría no llegar a la próxima Navidad si el ejército ucraniano continúa su contraofensiva victoriosa. Demasiado se había acostumbrado el tirano a facilonas victorias militares como la anexión de Crimea, la invasión a Georgia, la campaña militar en Siria, y las intervenciones en África de los mercenarios del infame Grupo Wagner. Ahora, Ucrania ha supuesto un duro y, quizá, definitivo revés.
Rusia está cada vez más aislada. Los dirigentes chinos están descontentos y de ellos depende Putin para evitar el colapso de su economía bajo el peso de las sanciones occidentales. Otros países aparentemente cercanos, como la India y las repúblicas del Asia Central, ya toman sus distancias. Al interior, incluso comentaristas pro-Putin ya cuestionan sus decisiones. En este contexto tiene sentido preguntarse cuánto tiempo más podrá permanecer este sátrapa en el poder y continuar con su guerra bestial. En los turbios pasillos del Kremlin podrían ya estar conspirando. No sería la primera vez. Además de soterrada, oscura, vertical y autoritaria, la política rusa es feroz. Los golpes palaciegos se han dado desde las épocas de los zares.
Las victorias militares hacen populares a los gobiernos, pero las derrotas son capaces de aniquilarlos o, al menos, de provocar grandes cambios. Los rusos bien lo saben. La humillación en la guerra de Crimea (1855) abrió las puestas a las reformas de Alejandro II. La derrota en la guerra ruso-japonesa (1905) obligó a Nicolás II a convocar un parlamento y a hacer concesiones a los sectores más liberales de la aristocracia. La Primera Guerra Mundial desencadenó el colapso definitivo de los Romanov. Afganistán borró con el mito de la invencibilidad del Ejército Rojo y ello, sumado al coste de la carrera armamentística contra Estados Unidos y a una economía estancada, acabó por apartar del poder a los dirigentes soviéticos más conservadores. La destitución de Nikita Jrushchov en 1964 se debió, en muy buena medida, al mal manejo de la crisis de los misiles en Cuba. Los jerarcas soviéticos, hartos de Jrushchov (al que consideraban errático e idealista) conjuraron para derribarle en un ejemplo de perfecto golpe palaciego. Es cierto, Putin concentra hoy mucho más poder del que tuvo Jrushchov, pero la situación es incierta. Hay signos claros de su autoridad resquebrajándose. Ronda actualmente por los oscuros pasillos del Kremlin el fantasma de Jrushchov.
¿De verdad podría una derrota en Ucrania provocar el reemplazo del presidente ruso? Sí. Después de todo, esta es la guerra de Putin, creada por sus obsesiones con Ucrania y con su bendito “lugar en la historia”. Por eso su futuro político está determinado por el éxito o fracaso de su aventurita imperialista. Tal vez la debacle de Putin no se produzca de forma inmediata, pero quedará como una figura deslegitimada y en obvio declive. Sería cosa de tiempo. Y la movilización parcial ha provocado pánico en una sociedad desmovilizada y despolitizada a quien su presidente prometió durante veinte años librarla de revoluciones, inestabilidad y guerras demasiado comprometedoras. Solo intervenciones limitadas para satisfacer a un patriotismo de sofá con el cual las masas pudieran contemplar el renacimiento de la Gran Rusia como un programa de televisión. “Las Hazañas de los Muchachos Wagner”, podría haberse llamado una serie del tipo de Netflix.
Evidentemente, Putin es impredecible como tirano y eso provoca en todo el miedo y zozobra. Posee el botón nuclear, carece de oposición y sus recursos en gas y petróleo son armas complementarias. Pero esta en un laberinto de perder-perder. No puede ganar la guerra, porque los ucranianos y Occidente lo impedirán, y no puede rendirse porque la humillación sería intolerable. Sus opciones consisten en iniciar un recrudecimiento sin sentido del conflicto hasta la amenaza nuclear o tratar de continuarla indefinidamente al estilo de la guerra Irán-Iraq (1980-88) y enfrentar un hermético aislamiento internacional, pero la posibilidad de un alargue impulsa el riesgo de un coup d’état. Sus posibles reemplazos se están mirando cuidadosamente unos a otros y pensando en posibles escenarios de sucesión. ¿Quiénes son ellos? Principalmente el presidente de la Duma, Vyacheslav Volodin; el primer ministro, Mikhail Mishustin; el ex primer ministro Sergei Kirienko (a quien Putin ha confiado la supervisión del territorio ucraniano ocupado); el actual jefe de la Guardia Nacional, Viktor Zolotov (ex guardaespaldas de Putin); el ministro de Situaciones de Emergencia, Alexander Kurenkov (otro ex guardaespaldas de Putin, nombrado, seguramente, bajo el criterio: “90 por ciento de lealtad, 10 por ciento de eficacia) y el jefe del Consejo de Seguridad, Nikolai Patrushev. El ministro de Defensa, Sergei Shoigu, está demasiado comprometido con la catástrofe ucraniana, aunque su apoyo, tal vez, sea esencial para cualquier complot de toma de poder. Al expresidente Dmitry Medvedev ya nadie lo toma en serio.
Un cambio de mando en el Kremlin bajo las actuales circunstancias invita a pensar en escasos cambios concretos a futuro en la agenda exterior de Rusia. Pero los juegos de poder del Kremlin rara vez involucran cuestiones de principio y los sucesores pueden romper con el comportamiento de sus predecesores en cuanto sea conveniente. Eso sí, una Rusia post-Putin seguirá siendo autocrática, pero no tendrá la necesidad de continuar con imprudentes aventuras imperialistas, y eso ya sería una ganancia colosal.