Pirro de Epiro (318-272 a. C.), monarca de una región de la antigua Grecia, deseaba edificar un imperio semejante al de Alejandro Magno, pariente suyo. Plutarco, en su obra Vidas paralelas, escribió sobre Pirro: “Para él, no causar daño a otros ni recibirlo de ellos a su vez era un tormento”.
El rey Pirro se hizo de los servicios de soldados capaces y también de mercenarios de cara manutención y difíciles de someter. Hacía la guerra a todo y a todos, se deshacía lo mismo de quienes habían sido sus aliados que de sus adversarios y conspiraba contra aquellos que no estuvieran bajo su mandato para lograr su sometimiento.
Pirro consiguió dos victorias en importantes batallas en las que su ejército sufrió graves pérdidas; de ahí el origen de la expresión “pírrico”, que se refiere a un triunfo o victoria obtenido con grave daño para el vencedor.
El pasado diez de abril se llevó a cabo la (anhelada por el gobierno) Revocación de Mandato organizada por el poder. Sobre el particular hemos señalado en este espacio que se trató de un ejercicio disfrazado de democracia participativa.
El mismo domingo por la noche, el presidente de la República señaló, entre otras cosas, en un mensaje videograbado: En el gobierno “buscamos establecer la democracia como forma de vida”. Agradeció la participación ciudadana en la jornada de la revocación de mandato, y calificó dicha consulta como histórica e inédita. Pero también dijo algo muy interesante: “El pueblo es el soberano, no tenemos un rey en México, no hay una oligarquía y hay una democracia y es el pueblo el que manda y es el que decide”. Esto llama la atención cuando lo dice alguien que predica austeridad para sus súbditos y habita, desde 2019, un palacio que es patrimonio de la humanidad.
Es deber insistir, si “es el pueblo el que manda y el pueblo el que decide”: ¿Por qué fue necesario que funcionarios de los distintos órdenes de gobierno violaran la ley, acarrearan votantes durante la jornada, y los coaccionaran amenazándoles con retirarles los apoyos de los programas sociales?
La gran mayoría de mexicanos no pedimos la revocación (los números de la jornada del diez de abril así lo confirmaron); seguimos exigiendo que el presidente se dedique a gobernar, que cumpla sus compromisos, rinda cuentas y después que se retire con calma de la vida política del país —tal como él mismo lo aseguró—, no más. ¿Acaso es pedir demasiado?
En su mensaje del Domingo de Ramos, y fiel a su retórica, el mandatario también habló de los conservadores, del expresidente Calderón (su obsesión). Y se dio gusto interpretando las cifras basándose en su ya famoso y hasta patentado sistema de “los otros datos”.
Su análisis puso de relieve que, en esta ocasión, el número de votos a favor de que él mismo continuara su gestión fueron superiores a los que obtuvo durante las elecciones presidenciales de 2006 y 2012 —que, obviamente, perdió—. Presumió que los votos favorables rebasaron las cifras que obtuvo como candidato en los procesos electorales de 2006 y 2012; de igual forma, manifestó un gran contento, pues, comparativamente, logró superar los sufragios para los candidatos Ricardo Anaya (PAN) y José Antonio Meade (PRI), en las elecciones de 2018. Es decir, volvió a compararse con el pasado, su referente favorito. Sólo le faltó mencionar que, en esta ocasión, él y sólo él estaba en la boleta, que sus obsesiones no tenían la menor oportunidad de incomodarlo durante la fiesta en su honor.
Bastan estas referencias para esclarecer hasta qué punto hay fantasmas que siguen incomodando al presidente.
Por otra parte, el ejercicio sirvió como un ensayo para medir qué tan flexibles o laxas son las autoridades electorales y qué tan permisiva es la propia ciudadanía, en virtud de las múltiples anomalías documentadas durante la jornada; así como las capacidades de organización y acarreo del propio partido oficial, con miras a las elecciones de 2024. Es decir, el laboratorio corrió a cargo del erario.
Mención aparte, y reconocimiento incluido, merece el trabajo del Instituto Nacional Electoral (INE). Organismo que en todo momento ciñó su actuar a lo dispuesto por la ley. Pese a ello, antes, durante y posterior al ejercicio de revocación ha sido constante el golpeteo de los “intelectuales orgánicos” del partido oficial, quienes han encontrado en el INE al culpable de todas sus desdichas. Es claro que les incomoda la ley, les provoca rasquiña; la legalidad no es lo suyo. El intento por desaparecer al INE continuará, el propio presidente lo anticipó, y sobre aviso no hay engaño.
Es importante y nada desdeñable lo señalado por el titular del Ejecutivo en su mensaje del domingo por la noche: “No se puede gobernar sin el apoyo del pueblo. No se puede gobernar sin autoridad moral. Si no se tiene autoridad moral, no se tiene autoridad política. El gobernante tiene que tener vergüenza, tiene que tener dignidad y no estar a fuerza porque eso no es democracia. Eso es legalidad, pero no necesariamente democracia”.
¿Entonces qué está sucediendo? El discurso toma otros matices cuando se le interpreta desde otro ángulo: Si pasamos por alto aquello de la autoridad moral, pero nos detenemos en la dignidad y no estar a fuerza, y escudriñamos lo dicho acerca de que la “legalidad no es necesariamente democracia”, nos deja entrever que, según se necesite, la ley seguirá supeditándose a su muy particular entendimiento de la democracia.
El reloj de arena del sexenio tiene menos de la mitad del tiempo y la realidad es un animal difícil de montar. Los ciudadanos que no participamos en el laboratorio de ratificación agradecemos las cuentas alegres del presidente en su advocación de eterno candidato a la presidencia, pero continuaremos exigiéndole resultados a su otra personalidad, a la que menos ha mostrado, la de presidente de la República.
En conclusión: El partido en el poder ratificó su intención de construir una realidad nacional alterna, la república del optimismo oportunista. Los ciudadanos fueron testigos de las artimañas del gobierno, funcionarios y partido oficial para violentar la ley, en franca provocación y desprecio por la legalidad.
Los detalles de los números resultantes del ejercicio del diez de abril permitirán reformular las estrategias desde el gobierno y desde la oposición, con miras a la gran elección de 2024. Lo que resta del sexenio deberá resultar en el fortalecimiento de la oposición o será la inevitable consolidación del gobierno y su partido oficial, una de dos, sin tibiezas ni medias tintas.
La fiesta oficial permitió mantener la imagen del presidente en el orden del día para seguir desviando la atención de los temas importantes, aquellos que ya se le salieron de control al gobierno. Era previsible que se festejara desde el poder, en un intento por rescatar un poco de los resabios del optimismo de 2018.
Es de esperarse que después de la calma venga la tempestad, como en buena fiesta popular: después de los abrazos y las alegrías vendrán las riñas, los desencuentros y el cobro de los agravios. El mejor triunfo de la consulta de revocación radica en que la ciudadanía, que ya empezaba a dudar de las capacidades administrativas y la vocación democrática del gobierno, está comprendiendo que la popularidad no garantiza eficiencia. Que cada uno evalúe sus victorias como mejor le parezca.