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viernes 06 diciembre 2024

Schmitt, Nietzsche y la Corte de Zaldívar

por Óscar Constantino Gutierrez

En las páginas de Letras Libres señalé dos metas del obradorismo sobre las que lamento haber acertado: la pretensión de un Ejecutivo unitario, al estilo de los regímenes totalitarios, y la captura de la Suprema Corte, para convertirla en una dependencia más del poder presidencial.

El estudio de la historia de Inglaterra ofrece una ironía: a simple vista no hay algo más diferente que un inglés y un mexicano, pero el pasado de la isla describe situaciones muy similares a las de este país y nos deja moralejas muy cáusticas. La judicatura inglesa aporta bastante de los dos aspectos mencionados.

A Guillermo el Conquistador se le pueden reconocer muchos logros. Uno de ellos es que, a partir de 1066, fundó lo inglés como lo conocemos. En un territorio con tribus y pueblos desvinculados, el rey normando trajo un nivel de unidad y centralidad de mando que mejoró lo que hoy llamamos gobernanza, que sus sucesores continuaron. Entre esas áreas de progreso se encontraba la administración de justicia. El poder de los monarcas ingleses se afianzó porque ofrecía un modelo superior de resolución de conflictos y controversias: la idea de un derecho común para todos los miembros del reino implicaba un adelanto frente a la justicia primitiva y poco racional que existía antes de su llegada.

Enrique II, el rey Plantagenet, consolidó el sistema judicial común, uno en el que los jueces no solo dirimían pleitos, sino que hacían derecho. Hay que recordar algo: es hasta el reinado de Eduardo III, 200 años después del de Enrique II, que el Parlamento comenzó a legislar de forma sólida e instituida ya que, antes de esa época, se podían expedir leyes sin el consentimiento de las cámaras. Aunque no es el único elemento definitorio de la creación del Common Law, resulta claro que un sistema basado en el derecho judicial sólo podría haber surgido en una sociedad donde los tribunales se instauraron —y prestigiaron— antes que las legislaturas.

En esta secuencia de sucesos hay una nota preocupante: la época de más autoridad judicial fue la de mayor poder del rey, y ese predominio de la judicatura sólo disminuyó hasta que apareció otro cuerpo público que le disputó el imperio de crear derecho. Si bien el Common Law se distingue por la preeminencia del derecho judicial sobre el estatutario, o sea de las cortes sobre el Parlamento, debe resaltarse que esa judicatura no era independiente del rey —eran las cortes del monarca—, así que el derecho de los jueces era menos pluralista que el formulado por una institución de gobierno que incluía a la nobleza y la burguesía. Incluso en esta era de democracia plena, la división de poderes británica aún denomina a algunos tribunales como las cortes de la reina.

Los ejecutivos modernos son el resultado de despojar a las monarquías de las funciones judicial y legislativa. Pero ese residuo, el poder administrativo, tiene siempre la tentación de no sólo aplicar la ley, sino de también definirla. Enrique II fue un rey que intentó ampliar su jurisdicción sobre otros cuerpos sociales y se le acusa de haber incitado el asesinato de Thomas Becket, el arzobispo de Canterbury que se opuso a la expansión del poder judicial de ese soberano inglés. Un gobernante centralizador, con afanes de mayor poder y que sugiere linchamientos a sus adversarios, se parece mucho a ciertos personajes políticos de la actualidad.

Carl Schmitt

Carl Schmitt, el jurista del Tercer Reich, no hizo otra cosa que recuperar para el austriaco la idea de que el poder ejecutivo debe ser semejante al poder del rey. El autócrata nazi lo logró: con la Ley Habilitante de 1933 legisló sin Parlamento y los tribunales aplicaron con sumisión servil las normas que expedía el gobierno, como las Leyes de Núremberg de 1935. Al dictador de nada le sirve controlar la función legislativa si los tribunales pueden desafiar su contenido.

Otro pensador cuya obra nutrió la ideología nazista fue Friedrich Nietzsche, quien criticaba la moral judeocristiana por considerarla una ética de esclavos, ya que igualaba al débil y al fuerte, en lugar de dar prerrogativas al más poderoso. Así como Schmitt remozó el pensamiento absolutista, Nietzsche revivió el imperialismo griego, el mismo que describe Tucídides: “La justicia prevalece en la raza humana en circunstancias de igualdad y los poderosos hacen lo que les permiten sus fuerzas y los débiles ceden ante ellos”.

No existe un ser más desigual que el máximo detentador del poder de un territorio: el líder del gobierno. Por ello, los dominadores tienen la tentación permanente de no someterse a la justicia: ellos, que son poderosos, esperan que las cortes se les subordinen y que los débiles se dobleguen.

Una Suprema Corte que se avasalla ante el Ejecutivo no es otra cosa que un tribunal del rey —líder, Duce, el nombre es lo de menos—. Y, cuando ese alto tribunal se subyuga al emitir una sentencia, ese acto no es distinto del Führereid. El juramento de lealtad a ese líder no es más que una traición a la Constitución y la democracia.

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