miércoles 13 noviembre 2024

Un “Fin de partida” excepcional

por Germán Martínez Martínez

La dramaturgia de Samuel Beckett es parte del repertorio teatral global, por eso nunca faltan representaciones de su obra en las grandes capitales. Con este escritor excepcional, sin embargo, surge la paradoja de que la acumulación de experiencia escénica de su obra no se corresponda con versiones logradas o innovadoras de sus piezas teatrales. En esta columna he abordado antes una muy fallida puesta en escena del autor, a cargo de una luminaria del teatro mexicano. A pesar de su popularidad —o quizá precisamente por ella— la escritura de Beckett parece escapar la comprensión de creadores y de muchos espectadores. Por eso hay que celebrar puestas en escena como la de Fin de partida bajo la dirección de Agustín Meza.

Adrián Ladrón interpreta a Clov.

Es sabido que Samuel Beckett (1906, Dublín-1989, París) comenzó escribiendo en inglés y después adoptó el francés, durante su larga residencia en París y probablemente como reto para despojar su lenguaje de elementos como las anclas culturales y los facilismos derivados del uso de la lengua materna. El polígrafo recibió el Premio Nobel de Literatura en 1969. Doce años antes, Fin de partida fue publicada en su original francés en 1957 y —como hacía con muchos de sus textos— Beckett mismo la tradujo al inglés. La puesta en escena de Meza en la Ciudad de México en 2024 fue trabajo de la Compañía de Teatro El Ghetto y se presentó en el foro La Gruta del Centro Cultural Helénico entre el 6 de septiembre y el 20 de octubre. La compañía no es ajena a la representación de Beckett pues en cierta medida debe su reconocimiento al trabajo con su obra: hace 22 años estrenaron Esperando a Godot (el grupo lleva 29 años de labores). En esta ocasión trabajaron a partir de la traducción estándar al español de Ana María Moix, adhiriéndose casi por completa a ella salvo por algunas omisiones y ligeras modificaciones de sintaxis, conjugación y vocabulario (sin cambiarlo sistemáticamente a español mexicano). Al elenco no le faltaban distinciones pues incluía dos ganadores del Ariel —el Óscar mexicano— al mejor actor: Luis Alberti (por Mano de obra [2019], quien interpretó a Hamm en Fin de partida) y Adrián Ladrón (por La 4ª compañía [2016]; en el papel de Clov en el Helénico), además de las actuaciones de H. Alejandro Obregón (como Nagg) y Rosario Sampablo (Nell). Carolina Jiménez estuvo a cargo de la escenografía y la iluminación. De las virtudes del esfuerzo de este equipo quiero referirme a dos que considero notables: la adaptación —o su aparente ausencia— y la actuación y el caso de Alberti.

La adaptación simuladamente inexistente fue importante. Buena parte del acierto de esta corta temporada fue del director Meza —quien también ha adaptado al teatro la película Gritos y susurros (1972) de Ingmar Bergman— pues logró una adecuada escenificación de Beckett, lo que no es poco en un ambiente en que, como he escrito antes, hay múltiples deformaciones del autor. Tuvo cuidado, por ejemplo, en los sonidos y el ritmo de los movimientos de sus personajes. Entre las razones de los repetidos fracasos escénicos se cuentan: las pseudoadaptaciones, la torpeza interpretativa —actoral y de dirección— que no atina a aceptar la crudeza de Beckett y un ambiente actoral contaminado por contrahechuras culturales mexicanas. Es curioso cómo se repiten las lecturas cuestionables —por insostenibles— alrededor de cada puesta en escena de Beckett en México. En el caso de este Fin de partida, Luz Emilia Aguilar Zinser escribió un texto queriendo creer que los personajes se aferrarían “a la búsqueda de sentido”, cuando, en realidad, Beckett acepta el sinsentido de la vida, lo que no equivale a despreciarla ni mucho menos implica que su literatura pertenezca al universo de autores que incluso cuando son serios se leen como profetas de un optimismo primario que auxilia a encontrar sentido a la vida. Clov dice: “¿Significar? ¡Significar, nosotros! ¡Esta sí que es buena!”. Seguramente la obra de Beckett puede transformarse en muchas cosas, pero difícilmente conviene que sea sometida a la degradación de sí misma.

La escenografía e iluminación fue creación de Carolina Jiménez.

La desviación más evidente del texto fue la presencia de El Hombre Invisible —actuado por Steven Brown— añadido de Meza en el escenario: la presencia tangencial de alguien prácticamente inerte —en una esquina y con una especie de pequeño tablero frente a él— quien accionaba con dispositivos ficticios algunos sonidos, sin que el personaje se integrase a la acción; salvo por unos segundos de canto hacia el final, pero sin interferir con los personajes. Por lo demás, hubo adhesión al texto que lejos de indicar falta de entrega fue contención debida, en contraste con vanos intentos de mexicanizar a Beckett —como pretenden otros directores— que introducen expresiones locales o, peor todavía, referentes limitados histórica y culturalmente (alguna vez vi un Godot en que se aludía a la televisión mexicana de antaño). También, con acierto, se evadieron enclenques atisbos que alardean de políticos cuando no pasan de juegos esnobistas percibidos sólo por un reducido segmento del público sin más consecuencia que el halago de detectar los juegos (como ocurrió recientemente —con material harto distinto— en el mismo complejo teatral con una Madre Coraje y sus hijos [1941] dirigida por Luis de Tavira que fallaba como provocación política en sus remedos de vinculación mexicana). En cambio, el Fin de partida de Meza logró ingresar en la oscuridad del desamparo.

Una manera más de hacer notar la calidad de esta representación y de su adaptación imperceptible está en el contraste con un Fin de partida que tuve oportunidad de ver en Londres al principio de 2020 entre la multiplicación de noticias sobre un coronavirus que pocos días después paralizaría al mundo. El papel de Clov lo desempeñaba Daniel Radcliffe, estrella cinematográfica mundial por protagonizar las películas de Harry Potter (2001-2011). Su estatus era demasiado palpable para no distraer a la mayoría del público que llenaba hasta el último asiento en cada función del teatro Old Vic. La ropa de los actores era casi realista, en particular la de Radcliffe apenas moderadamente anticuada. La juventud y cuerpo atlético de Radcliffe no contribuían al personaje en un espacio demasiado abierto que no creaba sentido de vacío. En contraste, en la versión de El Ghetto el pequeño escenario y decisiones de detalle en los movimientos sugerían un espacio subterráneo opresivo. El vestuario de los personajes —también responsabilidad de Meza— era anacrónico y deslocalizado, sin caer en ridículo forzado, pues creaba personajes concretos. Los actores no se opacaban entre sí: se complementaban al seguir el texto y afirmar que “todo el universo”, como su casa, “huele a cadáver” o al descubrir que, si alguien llora, “entonces vive”. Así los personajes cumplían —independientemente de su condición física— como engranes a punto de quebrarse en la sonriente maquinaría de la tortura de vivir.

El Beckett de Agustín Meza es excepción virtuosa en la escena mexicana.

El caso del actor Luis Alberti en Fin de partida puede servir para pensar una limitante del ambiente actoral mexicano y para atisbar una salida propiamente estética al problema. En producciones nacionales —televisivas y fílmicas— por su apariencia cercana a la de la mayoría de los mexicanos Alberti suele ser encasillado en papeles estereotipados, como el de albañil en Mano de obra. La temporada de Fin de partida dio oportunidad a Alberti de evadir restricciones de nuestro racismo mexicano. Así mostró la potencia de su talento histriónico fuera de papeles supuestamente realistas. El apego a la representación social es fuente de prácticas que restringen a unos y otros. Recuerdo el caso de Mauricio Ochmann a quien hice referencia en la primera entrega de esta columna hace cuatro años: en un ejercicio teatral pandémico tuvo posibilidad de mostrar su capacidad, en contraste con el tipo de producciones audiovisuales por las que es popular. Sus papeles le adjudican atractivo físico, cuando a cámara es un hombre insípido que sólo en nuestro marco racista mexicano puede ser visto generalizadamente como galán. Querer dar la vuelta a las cosas afirmando voluntaristamente que Alberti debería ser percibido como hermoso sería otro desatino. Las deformaciones asociadas a la horrenda desigualdad mexicana llevan a que ni Ochmann ni Alberti parezcan verosímiles en roles que no se ajusten a nuestros prejuicios sobre ubicación social y, peor aún, que atribuyen calidad humana según las fisonomías.

Ante situaciones como ésta, la típica respuesta actual es denunciar racismo exigiendo inclusión por mecanismos de cuotas de participación de grupos sociales. Esto conlleva varias cuestiones, entre ellas: ¿las cuotas son viables en cuanto a lo que suele nombrarse como reflejar la realidad?, ¿cómo garantizar la habilidad actoral dentro de un esquema de cuotas? Más aún, para que siquiera fuera coherente, un sistema de este tipo tendría que atender también dimensiones como la diversidad de edades y, especialmente, la pluralidad de apariencias fuera de lo étnico. En México hay una acentuada distorsión relacionada con la vanidad que puede expresarse de esta manera: se confunde el crecer entre elogios sobre la propia belleza con la certeza de la vocación histriónica. Por otra parte, también está la alternativa de solución —usada en ciudades cosmopolitas— de propiciar que los espectadores acepten la convención de que cualquier perfil físico interprete cualquier papel, aunque esto acarree significados ineludibles (por ejemplo: si un actor de rasgos orientales hace de hijo de padres anglosajones es inevitable la pregunta entre muchos miembros del público sobre si la trama incluye que tal personaje sería hijo adoptivo). Frente a estas y otras posibilidades teatrales —como, por supuesto, la meticulosa adaptación al propio contexto— el Fin de partida mexicano de 2024 mostró la vía de creación de realidades imaginarias como opción ante el malentendido realismo que reproduce y acaso magnifica taras sociales.

Luis Alberti interpreta a Hamm.

Construir mundos fantásticos no depende de grandes presupuestos o de convenciones atrabiliarias que pasan por creatividad —no es guerras galácticas, personas con poderes inhumanos, ni señores de ciertas joyas; aunque en ocasiones pueda serlo— bastan imaginaciones como la de Beckett que con elementos simples transforman y generan realidad: un mundo como Fin de partida en que “ya no hay mareas” y en que dos personajes viven en botes de basura. Al renunciar a falsos enraizamientos en la sociedad de los espectadores, el director Agustín Meza dio prioridad a la visión y el lenguaje de Beckett cuyo encanto no necesitó ni requiere aludir explícitamente a preocupaciones del día que justificarían y darían valor al acto de hacer teatro. Ni siquiera hace falta caer en adjudicar universalidad a lo escrito por Samuel Beckett —aunque seguramente la tenga— pues el prodigio está en el trastorno que provoca la enunciación de sus palabras. Al rendirse a este hecho, con sus talentos combinados, la Compañía de Teatro El Ghetto entregó por unas semanas un Beckett cabal.

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