Las campañas electorales son eventos deplorables, toda una apoteosis de la estupidez humana. Durante meses los sufridos ciudadanos deben tolerar un pertinaz, impertinente e interminable bombardeo de basura, hipocresía, mentiras, promesitas fáciles e intentos de manipulación. Es una lamentable época que debemos encajar viendo las caras de sujetos quienes, por lo general, tienen nulos o muy escasos méritos éticos e intelectuales reproducidas ad infinitum en cada poste, barda y espectacular de nuestras ciudades. En la televisión se puede ver a infames personajes reconvertidos en candidatos sonrientes y alegres todo el tiempo, pretendiendo proyectar virtudes que rara vez poseen: valor, honestidad, decisión, sensibilidad, inteligencia, etc. Es una horrenda temporada de gingles estridentes y de mal gusto, proliferación de colores chillones y agresivos, suciedad y embotamiento de sentidos. Cabalgata de promesas vanas y ofrecimientos falaces. Y estas verdades son particularmente contundentes cuando se trata de las llamadas “campañas sucias”, las cuales tienen como base, casi siempre, la tergiversación, las verdades a medias, la descalificación cobarde y la intención de lucrar con las obcecaciones, los miedos y las fobias de la gente. Aun así, hay quienes se asombran de que la democracia contemporánea está en crisis. ¡Pero si en buena medida la culpa es de las campañas basura!
Hoy en México vivimos una tan intensa como ilegal y adelantada temporada electoral. La aparición de Xóchitl Gálvez como una posible candidata opositora con posibilidades de pegarle un buen susto a la aún incipiente hegemonía morenista seguramente nos hará testigos de una de las campañas más sucias de nuestra historia. En las últimas semanas AMLO nos ha dado aún más muestras (por si faltaban) de su mendacidad, sevicia y cinismo en sus ataques contra la hidalguense. No extraña, pero cabe la pena preguntarse: ¿de verdad electoralmente las campañas negras son útiles? La respuesta obvia sería: Sí, porque cumplen con el objetivo de ganar votos mediante las tácticas de exagerar, simplificar, tergiversar, manipular, difundir mentiras y/o verdades a medias. Por algo la publicidad política es, entre los distintos tipos de publicidad que existen, la más engañosa, errónea, injusta y maliciosa. Por eso han existido desde el Siglo de Pericles. Sin embargo, el interés académico en las campañas sucias aumentó apenas hasta la década de los ochenta derivado, en gran parte, de las preocupaciones sobre su impacto en los ciudadanos y en la forma como son engañados, amortiguan su deseo de participar en la política o (por el contrario) “crean una generación de cínicos”.
Nuestros cerebros están programados para buscar y recordar información negativa. Ese hecho no pasa desapercibido para los políticos y los partidos políticos. En las campañas electorales, nos dicen sus defensores, único importantes es ganar votos. Las campañas negras, es cierto, trabajan apelando al irracional humano, pero también son más didácticas, mejor recordadas y muchos más divertidas, lo que eventualmente resulta en un “mayor involucramiento de la ciudadanía en la competencia política”. Además, son efectivas al proveer información relevante sobre la campaña. Después de todo, nos dicen, los electores tienen derecho a conocer los aspectos oscuros de los aspirantes a gobernarlos. De hecho, no proporcionar información negativa relevante puede llegar a ser una irresponsabilidad. En la campaña del Brexit, por ejemplo, mucho se reprochó a los publicistas del Remain (permanecer en la UE) no usar anuncios para advertir a los votantes sobre los impactos de la salida del Reino Unido en áreas como la economía y la seguridad nacional. Así se descuidó una obligación con el electorado.
Pero, por otro lado, evocar con exageración e insistencia emociones negativas tiene un alto riesgo para quien lo hace, porque ejecutarlo con torpeza, demasiada insistencia o mintiendo flagrantemente en la información proporcionada la cosa puede revertirse. Las campañas negativas pueden dañar la credibilidad y la reputación de los políticos que las utilizan. Los votantes pueden ver en ellos a individuos desesperados y eso siempre perjudica las posibilidades de triunfo en las urnas. Para un candidato el antídoto más eficaz contra las campañas negras es presentarse ante la gente de manera rápida, contundente y oportuna en sus propios términos; tener la oportunidad de establecer, de entrada, marcos positivos sobre su vida y carrera. Lo que llaman los mercadólogos de la política “imponer el storytelling”. Piénsese, por ejemplo, en Barack Obama, quien se vacunó contra las campañas negativas al ser capaz de vincular sus ideas a dos temas positivos articulados una y otra vez: la esperanza y el cambio. En su momento (los contextos siempre mandan, desde luego) este mensaje era cohesivo, brillante, nuevo y grande. Por otra parte, también existen los extraños casos (aunque, al parecer, cada vez más recurrentes en estos tiempos de populismo) donde ser “disruptivo” es lo popular y los candidatos transgresores adquieren una especie de “efecto teflón” ante las campañas negras. “Qué debo hacer para perder popularidad, dispararle a la gente en la Quinta Avenida? Se preguntó alguna vez un genuinamente sombrado Trump.
Pese a su cada vez mayor número de defensores utilitarios, a la larga las campañas negativas fomentan apatía y desconfianza en los sistemas políticos. Se acaba por imponer impone la triste la indecisión de “votar por malos o por menos malos”. La excesiva politización del país con sus bandos en continuos fuegos cruzados a través de campañas negativas crea un clima de desconfianza y apatía porque su impacto final es insidioso, crónico y sus efectos pueden verse a corto y largo plazo. Aún si existiera algún beneficio de llevar una campaña negativa, son más los riesgos y las malas consecuencias. Tiene graves efectos en las expectativas y esperanzas de los ciudadanos e incluso la capacidad de reclutar futuros líderes políticos de calidad. Mientras más abusiva es una campaña, más contribuye a deslegitimar a los partidos que en ella contienden. Nada denigra más a la calidad de la democracia que un entorno alimentado por actitudes de exclusión, el fanatismo y la violencia contra quienes piensan distinto a nosotros. Una crispación prolongada puede generar desacuerdos permanentes y sistemáticos en la sociedad, y eso es precisamente lo que quieren los autoritarios de siempre.