Las primeras olimpiadas que recuerdo con cierta vaguedad son las de 1968 en las que mis memorias registran kilos de palomas volando en un estadio, edecanes con ropa ridiculona y a Queta Basilio subiendo unas escalerotas para prender la llama olímpica sin que yo entendiera la razón de tal honor.
Los juegos olímpicos son un evento de temporal en el que podemos ser testigos de varias notabilidades. En este caso la primera y más conspicua fue el chingadazo que el ingeniero Slim le puso a Televisa y TV Azteca. Fue muy divertido que los comentaristas en la soledad de sus estudios no pudieran mencionar la justa. Sin embargo un servidor agradece desde esta modesta tribuna al ingeniero por librarnos de los esguinces cerebrales del cómico Facundo o del Compayito… Brasil, en agradecimiento, debería condecorar a nuestro primer magnate nacional.
En las olimpiadas ocurren cosas como que los arqueros usen unos gorritos que sólo se le pueden ver bien a Peter Pan, deportistas gordos disparando un rifle de aire a diez metros se lleven una medalla igual de valiosa que la de un clavadista chino. Otras cosas llamaron mi atención; en esgrima nunca tuve la menor idea quién ganaba y por qué. El criterio para calificar el taekwondo me resultó inescrutable y el lanzamiento de bala una actividad misteriosa ya que ignoro los caminos cerebrales que llevan a un niño a proponerse: “de grande quiero ser lanzador de bala”.
Sin embargo, el quid de estas olimpiadas fue el desempeño de nuestros atletas y ése es justamente el punto en el que me quisiera concentrar. En primer lugar la disputa previa entre Alfredo Castillo y los Federativos que, en principio, me granjearon simpatías hacia el funcionario. Mi hermana Diana fue una deportista de alto rendimiento y soy testigo de primera mano de que los presidentes de las diversas federaciones son bandidos embozados muy similares a dirigentes sindicales de la talla de adalides como Gordillo o Romero Deschamps.
Llegaron las olimpiadas y con ellas el desastre nacional. Los mexicanos somos una especie de Penélope inversa; generamos esperanzas sistemáticas que se enfrentan a frustraciones milenarias. ¿En qué momento se nos puede ocurrir que la Delegación Mexicana tendrá éxito? Lo ignoro y entonces no entiendo las violentísimas reacciones de nuestros compatriotas que todo lo cuestionan como por ejemplo el aspecto físico de una gimnasta que tiene el lugar 12 del mundo (me pregunto si la nube de idiotas que la agredieron tiene por lo menos 12neuronas ya que estoy seguro de su mediocridad).
Alfredo Castillo inició un comportamiento errático que dio inicio con los apapachos a la novia que, por supuesto, me parecen legítimos siempre que la dama no traiga un uniforme que sólo le corresponde a la delegación oficial. Luego, ya en plan kamikaze, declaró que los pobres resultados de los clavadistas se debían a una revancha de la Federación Internacional de Natación y finalmente remató argumentando que los atletas estaban entre los mejores del mundo, cosa que ya sabíamos previamente a los juegos. Por supuesto el Presidente del Comité Olímpico Mexicano no vende piñas ya que el principal responsable del buen o mal desempeño de nuestros atletas es él, sólo que astutamente se hizo a un lado y dejó que al señor Castillo se le viniera la andanada que probablemente le cueste el cargo.
Finalmente, los comentaristas se encargaron de atizarle al fuego; de “mediocres” no los bajaron (este es el momento de imaginar al joven Faittelson con una pirueta desde la plataforma de 10 metros). El cocktail basado en las expectativas de los compatriotas, el desastre federativo y los medios en plan de diapasón, se sumaron para que tengamos una nueva derrota nacional que no debería serlo ya que deberíamos siempre tener claras nuestras posibilidades reales y no vivir en un mundo de cornucopia.
Nota benne.- Escribo estas líneas a las 2 de la tarde del 18 de agosto. Lupita González acaba de ganar medalla de plata. Me da un enorme gusto por ella y la hago responsable única de su triunfo y de su empeño. Habrá quien se ponga las medallas, con ello demostrarán su ánimo de veletas que, por supuesto, no comparto.