febrero 23, 2025

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Todo está dicho sobre los contenidos de una reforma de la comunicación pública en México. Todo está discutido en la academia y en los medios. En el pasado lustro, todo se ha debatido y algo se ha votado en el Poder Legislativo. Y todo se ha revisado y en parte corregido por el Poder Judicial. Y todo se volvió a discutir en los medios y en comisiones legislativas el año que acaba de finalizar.

Apenas en diciembre pasado, un proyecto de dictamen de la Comisión de Radio y Televisión del Senado fue nuevamente rebatido e invalidado por los exponentes de los extremos en este debate sin fin: tanto por las empresas de radiodifusión como por el grupo más activo de políticos y comentaristas opuestos a esas empresas. Y todo parece indicar que el Ejecutivo federal no fue ajeno a este nuevo freno a la legislación sobre los medios, tanto a través del peso de la Secretaría de Comunicaciones sobre la Cámara de Radiodifusores, como por medio de la influencia de exponentes del partido del gobierno en el grupo opositor a la nueva propuesta de legislación.

Este empantanamiento parecería indicar también que ninguno de los involucrados en estas discusiones Marginada está dispuesto a acordar una reforma que no responda puntualmente a sus respectivos intereses y puntos de vista, lo que equivale a decir, a secas, que ninguno de ellos está dispuesto a acordar una reforma. Daría la impresión de que el Ejecutivo ya tomó la opción de llenar con decisiones discrecionales los vacíos y lagunas que dejó la invalidación que hizo la Corte de las reformas de 2006, mientras en el Legislativo no parece haber una mayoría con el poder y la disposición de hacer valer la representación de la sociedad para sacar adelante una ley deseable que a la vez sea posible y operable porque logre conciliar o arbitrar los intereses de las partes en correspondencia con el interés general de la sociedad.

Es este interés de la sociedad el que marca el imperativo de definir de una vez por todas, en una nueva legislación, el papel del Estado mexicano de hoy en la regulación de los medios, sin lesionar el papel de los medios en la supervisión del Estado y de sus exponentes, y afirmando el papel de la sociedad en la supervisión y la exigencia de cuentas a los medios sobre el uso que éstos hacen del poder que les otorga la sociedad.

Ni un Estado al servicio de los regulados -los medios- ni un Estado sobrerregulador que inhiba la supervisión de los medios sobre el Estado, porque en los dos extremos termina inhibiéndose, a su vez, la potestad de la sociedad para exigirles cuentas a esos dos grandes sistemas de poder del mundo contemporáneo: el sistema político y el sistema mediático.

En este sentido, el debate parece entrampado entre dos interpretaciones relativas a dos formas de deserción de los medios de la esfera pública, una histórica, y una actual. Por un lado, la deserción de los medios que supuso abandonar la esfera pública -el ideal de servir como vehículo de información y deliberación de los particulares- para servir en cambio a la esfera del poder político en la llamada era priista. Y por otro lado, en la era de la alternancia, la deserción de los medios que supuso despreciar la esfera pública y renunciar a servir de vehículo de los particulares para supervisar a los poderes, y pasarse en cambio a la esfera del poder, pero esta vez no de manera subordinada, sino para competir con los poderes del Estado o suplantarlos por la vía del control de los procesos electivos, legislativos y de toma de decisiones administrativas.

Con ese trasfondo, el debate se ha llevado a una polarización en la que un polo acusa al otro de pretender legislar para volver a poner a los medios al servicio del sistema político, como en el pasado priista, y el otro acusa al primero de pretender legislar para perpetuar la suplantación del sistema político por parte de un sistema mediático decidido a controlar las decisiones de Estado, como pudo hacerlo en el arranque del presente panista.

Y tras las sobreactuaciones de las partes y las contrapartes y la inmovilidad de sus posiciones, irreductibles a toda negociación, el tema parece estar condenado a la hibernación. No sólo durante este invierno, sino por lo menos en lo que resta del sexenio.

Nada personal

Por lo demás, los responsables del azolvamiento de los cauces legislativos bien podrían responder al reproche por este nuevo empantanamiento con la frase de que no hay nada personal con la materia de los medios. Y es que como en todos los otros temas que exigen reformas profundas para poner al día al país, el de la comunicación pública parece condenado ahora a pasar de la sobreexposición a la marginación.

Porque la agenda legislativa estará saturada este año con nuevas sobreexposiciones y nuevas sobreactuaciones referidas a las nuevas propuestas de reforma política, que esta vez excluyen los temas de comunicación y medios. Adicionalmente, el tema de los medios puede quedar desplazado por la sobreexposición a la que convoca el Congreso para debatir la urgencia de una verdadera reforma fiscal, con el riesgo de volver a empantanar los acuerdos en este campo. Para no hablar de que siguen esperando turno una reforma energética verdadera y la sistemáticamente postergada reforma laboral.

Salvo esta última -la laboral- que no ha podido dejar la marginación de las discusiones de gabinete y de las negociaciones discretas, las demás propuestas de reformas han pasado de la sobreexposición de sus expectativas a la minimización de sus resultados, como en el caso de las pasadas reformas fiscal y energética. O a la multiplicación de las controversias generadas, como en la reforma política de 2007.

Respecto de las reformas en materia de comunicación, como respondí a la pregunta “¿qué legislación hace falta para los medios de comunicación en México?”, formulada para el reciente libro de la Asociación Mexicana de Derecho a la Información, ante lo ocurrido en esta primera década del siglo, hay que empezar por hablar de las legislaciones que no hacen falta porque no han contribuido a resolver los problemas de la comunicación pública en México.

Allí me referí a los movimientos de tipo pendular, en los que los legisladores implantaron sucesiva – mente, entre 2006 y 2007, normas que fueron percibidas, las primeras, como tendientes a consolidar una suerte de rectoría del sistema mediático sobre el sistema político -rotuladas para fines de descalificación como Ley Televisa- y las segundas, como orientadas a restaurar la rectoría del sistema mediático, incluso sacrificando libertades.

A partir de que unos y otros -bajo sus estrategias y criterios encontrados- han sido incapaces de propiciar la normatividad de la comunicación pública correspondiente a las condiciones de hoy, acorde con el nuevo esquema de ejercicio y distribución del poder en México, la legislación que hace falta -concluí entonces- sólo podrá surgir de un acuerdo de principio entre los actores relevantes del sistema político y los actores relevantes del sistema mediático. Y eso, si ambos concurren en una serie de definiciones que reafirmen las libertades informativas, de opinión y de expresión de la pluralidad política, cultural y de intereses de la sociedad mexicana de hoy.

Hay tiempo, pero no mucho. Sin poner al día la normatividad de los medios convencionales, ya toca a la puerta la necesidad de definir el marco nacional de los medios de la globalidad, basado en el acceso irrestricto a la información proveniente de todas las direcciones, en la libertad de conexión ilimitada a todas las fuentes de mensajes del planeta, y, por supuesto, en nuevas y ampliadas formas de libertad de expresión y divulgación de mensajes, también en todas direcciones, que hacen ver como algo anacrónicos algunos de los discursos del actual debate sobre legislación de los medios. A veces, tanto como el incidente planteado por China frente a Google, que orilló a salir de aquel imperio al célebre motor de búsquedas de la gran red de la globalidad.

Foto: Presidencia de la República

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