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jueves 26 diciembre 2024

Nacionalismo: un problema de gravedad

por Fedro Carlos Guillén

 

“El mole mexicano es el mejor platillo del mundo”, escuché decir a una señora durante una tertulia en la que el nacionalismo gastronómico hubiera hecho vomitar a un buitre. Parecía que se trataba de demostrar nuestra enorme superioridad en el campo del guajolote y la tlayuda. Escuchaba azorado comentarios como “en Japón pura porquería cruda” o “los ingleses no saben comer”. De ahí emprendimos un viaje (para mí extrañísimo) sobre la belleza de nuestros paisajes y la bonhomía de nuestra gente. Creo que fue Bernard Shaw el que dijo “el nacionalismo es la extraña creencia de que un país es mejor que otro por el simple hecho de que tú naciste ahí” y la verdad es del tamaño de una bomba de megatones. Siempre ha escapado a mi entender la idea ridícula de que un accidente reproductivo (nacer en determinado lugar) confiera atributos de ningún tipo a nadie, ni sea motivo para elevar fanfarrias de arranque de competencia.

Nuestros motivos de orgullo son variopintos y normalmente apostillados por diversas calamidades. En efecto, somos una enorme potencia en biodiversidad, pero tenemos una de las tasas de devastación ambiental más altas del planeta. Nuestros monumentos prehispánicos son esplendorosos, pero son hollados en costumbres de temporal por idiotas que “se van a cargar de energía”, así como por la falta endémica de presupuesto para su mantenimiento. El futbol es por mucho el deporte con más seguidores y, sin embargo, el quinto partido en un mundial se ve tan cercano como el Nobel de literatura para Carmelita Salinas. Tenemos fama de ser “alegres y hospitalarios”, pero extorsionamos a nuestros visitantes y los destinos turísticos son tan seguros como una pulmonía sin medicamentos.

Se entiende poco que es caso por caso, que los análisis no se pueden dar de bulto y admiten numerosísimas excepciones. El concepto “poner en alto el nombre de México” siempre me ha parecido misterioso e insondable, ya que simplemente no entiendo a qué se refiere. En fin, esta pandemia nacional además tiene el problema de una novia o novio despechados que fijan enormes esperanzas en una relación y cuando vienen las inevitables decepciones entran en un proceso de decepción e ira notables.

Usemos de nuevo el ejemplo del futbol. Cada cuatro años los aficionados albergan enormes esperanzas, compran sus boletos o gastan su dinero en disfrutar los partidos de nuestra selección por televisión pagada. La esperanza crece y se hacen cuentas alegres (en este caso, perdemos con Brasil, le ganamos a Camerún y empatamos con Croacia). En el improbable caso de que esto suceda así, pasaremos a la segunda ronda donde nos veremos las caras con algún gigante y las cosas tronarán, se buscarán culpables, se pedirán cabezas y volveremos a empezar. Así, nomás no se puede.

La reciente entrega de los Óscares llamó nuestra atención porque un par de mexicanos, así como una película dirigida por uno de ellos, contendían por varias estatuillas. La gente despistada (que hay a montones) asumió que era nuestro país y no un señor quien con su esfuerzo culminó estos logros. Vinieron los premios y la euforia “¡El Óscar es para México!”. Ése fue el momento en que miles de compatr iotas esperaron anhelantes a que Cuarón subiera al escenario con sarape y sombrero de charro para dedicar su triunfo a esta hermosísima nación. Como es perfectamente sabido esto no ocurrió y entonces vino la rabieta: “malagradecido”, “mal mexicano” (son solo algunos de los adjetivos que escuché).

Ya Carlos Puig, en un magnífico artículo publicado en Milenio, analizó por qué el cine global ya no tiene una nacionalidad, asunto que me parece fantástico, pero en nuestro pensamiento aldeano y primitivo hacemos caso omiso y esperamos siempre que nuestras raíces sean reconocidas (un servidor se apresura a preguntar “¿cuáles raíces?”).

La conclusión de este sainete es simple; dos mexicanos ganaron premios, no el país. Para ellos mi reconocimiento por la excelencia de su trabajo y a los que apuestan a la idea barroca de que “como México no hay dos” les dedico un sentido pésame y la frase de Albert Camus: “amo demasiado a mi país como para ser nacionalista”.

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