Hace tiempo lucho de manera discreta por aclarar la fuerte pasión que me provocan los nuevos medios, que a diferencia de algunos críticos pienso que nos humanizan. Tuve un encuentro cibernético con un amigo de la infancia, nunca creí que pudiera desatar tantas emociones. Es más, era un ser olvidado en algún barranco de la memoria. Inmediatamente me caí en el hoyo de Alicia y regresé a mi vieja casa.
Es curioso reunirte con tus amigos del pasado periódicamente y poner al día las vidas. Los rumbos nos alejan pero siempre hacemos todo por dar un volantazo y coincidir en una taza de café. No puedo culpar al Facebook porque ya lo hacíamos desde antes, pero sí puedo contar que gracias a las fotos nuevos rostros se despiertan para contar su historia.
Todas las mañanas me levanto contenta y me conecto para ver quién está ahí y pasar lista, dar los buenos días y acordar el próximo café. Recuperar rostros en el tiempo se ha vuelto una forma de redescubrirme a mí misma.
Es difícil explicar esa idea de que los hombres nos estamos cosificando, sobretodo porque suena muy mal y nos decepciona. Es innegable que tenemos una dimensión objetiva y material que pide alimento a diario. Últimamente, y a partir de mis disertaciones en torno a Facebook, descubro que soy cara, no, mejor dicho costosa, y que existe un grupo de personas que compiten por comprarme. Todavía no entiendo en qué consiste esta aplicación que se llama Owned! y me tiene muy inquieta. No me gusta eso de que me subasten, de un día pertenecer a una rubia cara de loca y otra a uno de mis alumnos. ¡Quieren controlarme! No soy una muñeca para que jueguen así con mi persona. Claro, peor sería que mi precio fuera bajo o que nadie quisiera comprarme. La tenue división entre la cosa y el ser es inestable. Las cosas nos condicionan y nosotras a ellas, uno puede entrar a la casa de una persona y pasear entre sus cosas como si fuera un lector y descifrar el pasado, el presente, incluso los deseos más ocultos.
Los objetos nos hablan de las necesidades y de nuestra ideología, forman carreteras que preparan el despegue de nuestros proyectos futuros. Las cosas son los dobles de nuestros amores, mismas que guardamos en la cartera o bajo la almohada; las cosas son los souvenires de la nostalgia y también las raíces de nuestra historia. Los lazos que nos unen a las cosas son más fuertes de lo que imaginamos, y conste que he dejado al último las cosas como señuelos de la admiración ajena o de la envidia que algunos piensan “los engrandece”. A mí me subastan en un juego, pero a muchos los secuestran para comerciar con ellos en un mercado infame donde el símbolo por excelencia, el dinero, que en otros tiempos trajo la paz, vale más que la propia vida.
Y yo me pregunto quién habita este aparato por el que escribo, ha pasado a formar parte de mi ser más que muchas personas, conoce mis secretos, es mi herramienta de trabajo, mi contacto con seres lejanos, el baúl de los recuerdos que aloja las fotos y películas de mi vida. Es también la extensión de mi memoria, guarda mi música favorita y las ideas que temo olvidar. Sé también que por medio de la red a la que me conecta es un rastreador infalible y que, en segundos se puede ubicar mi presencia física. Sé que es indiscreta y que las páginas que visito, gracias a su ayuda, dan cuenta de todas mis relaciones, aficiones y hábitos de consumo. La red es como el dinero, un símbolo ambiguo, una forma de contacto y comercio, un medio para hacer la guerra o para lanzar propuestas de paz.
Los espejos son abominables porque multiplican el número de los hombres, decía Borges, qué pensaría hoy si conociera Facebook, especularía que es una aberración aún peor, su poder de proliferación lo convierte en un espejo cúbico y su capacidad de manipulación en un retrato corruptible capaz de proyectar lo que el sujeto contemplativo quiera alimentar como su sombra. La famosa bruja de Blanca Nieves, con actitud distinta, amaba a su espejo hasta que éste la traicionó, le devolvió una imagen indeseable, incapaz de mentir. Como todo mal amante, no pudo callar la supremacía y juventud de Blanca Nieves. ¡Cuántos sinsabores se hubieran ahorrado ambas si el insulso espejo hubiera respondido nuevamente: Tú, mi ama, eres, entre todas, la más bella! Pero salvo esa ocasión, el espejo como fiel sirviente le ayudaba a reivindicar su belleza y dones, también le servía de localizador de amigos o hijastras perdidas, sin duda un antecedente del GPS. Era incluso un fiel compañero con quien platicar en tiempos de soledad.
Facebook (y todos sus similares) son el nuevo espejo y escaparate de nosotros los mortales, una especie de sinopsis rosa de nuestras vidas donde el Narciso escondido se ventanea irremediablemente. De él podemos extraer nuevos perfiles que se pueden resumir en categorías de la nostalgia. La respuesta perfecta a una sociedad que le teme al presente, se busca en el pasado y proyecta un futuro que siempre promete más. Es el recurso agraciado de una sociedad veloz que se busca en el nuevo punto de reunión, al menos en una galería más noble que le permite editar la vida, coleccionar amigos y compartir el álbum para provocar un poco de admiración en el otro, exhibir ante sí mismo, después de todo su vida en imágenes se ve bien y le permite recuperar ese momento que no pudo paladear por tener la vista fija en el día siguiente.
El escritor Ray Bradbury tiene un ensayo, Yestermorrow -en español se tradujo Fue y será, nótese la ausencia del presente en ambos títulos- de finales de los 70 donde especula que el concepto de mall o centro comercial daba esperanzas de ser un espacio de reunión como lo eran las plazas, alamedas y parques mexicanos. Visionario, como es su costumbre, nos adelantó que, en lugar de la acostumbrada pasarela en torno un kiosco en busca de nuevos amigos y paseos dominicales en los parques para compartir las vidas con la familia, pasearíamos entre escaparates con los mismos añejos propósitos. Con las caras limpias y las enaguas frescas salían y salíamos a provocar el deseo y fomentar la envidia. ¿Cuál es la distancia que separa esos espacios físicos de los espacios virtuales?
Nunca he intentado una defensa a ultranza de las redes sociales, toda herramienta humana es bivalente y encarna al tiempo una salvación y una condena. Los medio engendran nuevos usos que hasta ayer desconocíamos, no estamos exentos de pagar un precio por la comodidad que aportan a nuestra vida, pero la patología no se propaga por medio de virus cibernéticos.
Con relación al amor y las sociedades en red, sé de casos que van desde el abuso sexual y el asesinato hasta amistades fructíferas y matrimonios duraderos (al menos apuntan a serlo, la antiguedad de estos sitios no es tal como para asegura su efectividad como Celestina).
El reencuentro sí es un talento probado de mi Facebook. Aseguro que mi afiliación no persigue hacer de este lugar un centro de citas pero si un espacio de contacto y en ello incluyo a todo tipo de amor, el filial, el maternal, el conyugal, etcétera. Tampoco pretendo hacer de él un sustituto, es más bien una ampliación, lo más parecido a la telepatía, pues cuando quiero decirle a alguien que lo quiero o lo extraño, lo hago al instante con poemas, con canciones, con imágenes o hasta con albures. Los amores son diversos: relaciones que son inter-ludio o pura cumbia, otras son sonata y llegarán para quedarse, otras son, quizás y a penas, un gingle divertido. Todas dignas de sonar a su ritmo.
Mis historias de amistad en Facebook son pocas pero son intensas, por eso no me gusta abandonar, por ello defiendo mis relaciones pues tiendo a asociarme con seres humanos que tienen mucho que contar y a mí me gustan las historias. Pretendo sumar amigos para recordar, platicar, comenzar, discutir hasta que la muerte nos calle.
“Hay dos formas de ver la vida: una es creer que no existen milagros, la otra es creer que todo es un milagro”. Esa es la frase que acabo de leer en un cartel publicitario mientras camino hacia una cita. La frase me pilla justo cuando pienso que haber encontrado a mis amigos de antaño y años de juegos es un milagro. Pero no la frase hecha de “qué milagro” que regalamos a quienes encontramos de sopetón, un milagro mascado y viejo que traemos pegado en el paladar por si se ofrece. Rescatar al milagro es comprender que no es una proeza digna de Santos, sino la sorpresa agazapada que un día se decide y nos grita: un, dos, tres, por mí y por todos mis compañeros.