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viernes 08 noviembre 2024

La ciencia también se entretiene

por Ariel Ruiz Mondragón

La industria del entretenimiento se ha convertido en una de las más pródigas del mundo, de la que ha derivado una gran cantidad de productos que algunos llaman “cultura pop” y otros simplemente mainstream.


Por supuesto que ese fenómeno ha dado motivo a diversos estudios, por lo cual resulta natural que varias de sus manifestaciones atrajeran la atención de diferentes ramas de la ciencia, con las cuales ha mantenido una interacción continua y muy interesante.


A las conexiones, no siempre felices, que se han establecido entre el ámbito del entretenimiento y la ciencia, Luis Javier Plata Rosas (Ciudad de México, 1973) dedicó una columna en la revista Quo que ahora ha sido reunida en su libro Ciencia pop. De música, cine, videojuegos y series a través de la ciencia (Ediciones B, 2016).


Sobre los temas allí desarrollados charlamos con Plata Rosas, quien es doctor en Oceanografía Costera por la Universidad Autónoma de Baja California y profesor-investigador de la Universidad de Guadalajara. Ha colaborado en Nexos, Algarabía, ¿Cómo ves?, La Jornada y El Informador. Autor de al menos una decena de libros, obtuvo el Premio Estatal de Ciencia de Jalisco, en la categoría de Divulgación, y en 2012 recibió una mención especial en el primer Concurso Internacional de Divulgación Científica Ciencia que Ladra-La Nación, en Buenos Aires, Argentina.


¿Por qué publicar estos textos de nuevo? Por dos razones: la primera, en caso de que alguien jamás comprara Quo, que la adquiriera y no leyera esa sección, o que nunca supiera nada ni de la una ni de la otra, ahora tiene la oportunidad de leer estos textos. La segunda es que, aunque ya conozcan algunos o todos estos textos, en realidad esta es la primera vez que se publican íntegramente, tal y como los escribí.


A diferencia de mis otros libros, que planeé como tales desde el inicio, Ciencia pop es una selección mía de textos que escribí y publiqué a lo largo de diez años en la revista Quo, cuando Iván Carrillo era su editor. En ese entonces, él me invitó a colaborar y le envié un texto sobre los sesenta perros de Pávlov (famoso por el experimento, referencia obligada en psicología conductual, de la salivación de dichos perros al escuchar la campanilla que antecedía a que les sirvieran su comida, hubiese o no esta última). Iván decidió incluir ese texto en una sección a la que le puso “Ciencia pop”. Desde entonces, cada mes enfrenté el reto de escribir algo que tuviese que ver con un tema de la cultura popular desde la perspectiva de la ciencia: artículos que hablaran de, por ejemplo, personajes como Tarzán, de películas como “La guerra de las galaxias”, de series de televisión como “Esposas desesperadas” o de festividades como la Navidad.


Siempre me impresionó encontrar, por lo menos, algún investigador que, aunque fuese tangencialmente, se inspirara en estos temas. Pero tal vez no debería impresionarnos, dado que, científicos o no, todos crecimos —o crecemos, en el caso de los futuros científicos— inmersos en esta cultura popular cada vez más globalizada.


La gran mayoría de las veces, por el límite de espacio que tenía en la sección, mis textos de “Ciencia pop” se editaban, lo que significa que los editores de Quo, Marisol Robles o Carlos Gutiérrez Bracho, reducían su extensión para que cupieran en las dos páginas de la revista al lado de las ilustraciones que los acompañaban. A veces tenían que simplificar un poco el lenguaje porque, aunque me insistían, en muchas ocasiones usaba palabras que no necesariamente eran tecnicismos, sino algo aparentemente tan inocuo como “omnisciente”, y que en estos casos era mejor escribir simplemente “que todo lo sabe”, dado que la revista estaba dirigida a lectores muy diversos en todo el país.


Quo, por lo menos en la era de Iván Carrillo, era una revista de divulgación científica que, a la vez que cuidaba su contenido para no caer en la seudociencia, estaba pensada para lectores curiosos, no necesariamente interesados en principio en la ciencia; por ejemplo, para aquellos que querían hojear o leer algo mientras esperaban su turno en la peluquería, su cita en el consultorio médico o al viajar en autobús de una ciudad a otra.


Nunca fui censurado pero a veces hacía chistes que tenían medio oculta —según yo— alguna referencia política o religiosa, y cuando lo detectaban los editores lo quitaban. Referencias, por ejemplo a Elba Esther Gordillo o al Peje que, en este libro, quedaron tal cual. Como, además, desaparecieron las restricciones de espacio, por primera vez los lectores pueden disfrutar de los textos completos.


La primera parte del libro está dedicada a los juegos de mesa, que van desde el jenga hasta la ouija (aunque no está “el deporte ciencia”: el ajedrez). ¿Por qué la ciencia se ha ocupado de ellos?


Porque tenemos ejemplos como el del cubo de Rubik, inventado por un matemático, y porque me pareció interesante cómo un matemático o un economista no dejan de serlo a la hora de jugar Serpientes y escaleras o Monopoly, y entonces comienzan a preguntarse cosas como cuál es el número mínimo de tiros de dado que uno necesita para llegar a la meta, o cómo podría diseñarse un juego de Sociopoly en el que la desigualdad social se refleje, así como la Ignorancia tiene una ficha en el Maratón.


El ajedrez no lo incluí porque no es la primera opción (ni siquiera la segunda) en una fiesta, o en reuniones familiares o entre amigos, a la hora de buscar un juego de mesa para divertirse entre varios.


 


Como se puede observar en el libro, muchos juegos, series y tiras cómicas han servido para realizar diversos tipos de estudios psicológicos. En ese sentido, ¿cuáles han sido sus principales usos y resultados?


Usos y resultados son tan diversos como los cientos de psicólogos, sociólogos, antropólogos y neurólogos que, entre varios otros, se han dedicado a estudiarlos. No olvidemos que, a fin de cuentas, los científicos son también humanos y entre ellos, por supuesto, hay fanáticos de Linterna Verde, de Alf o de Pac-Man. Así, por ejemplo, a los primeros les intriga saber, si son astrónomos, qué porcentaje del universo en verdad puede ser protegido por el total de miembros de los Green Lantern Corps que sabemos que existen según el cómic; a los segundos, si son biólogos, el extraterrestre de Melmac les llama la atención por su parecido con el de una especie de antílope, y a los terceros, si son psicólogos infantiles, les parece interesante cómo el cambiar las pastillas amarillas por brócoli y otros vegetales puede influir positivamente en los hábitos alimenticios de los niños mientras ocupan horas pasando de un nivel de laberinto a otro.


¿Cómo ha influido la cultura pop en los científicos? En el libro se puede ver que éstos, por ejemplo, han utilizado nombres derivados de ella para denominar grupos de investigación.


En más de una ocasión, el astrofísico y divulgador Neil deGrasse Tyson ha comentado que se ha valido de la cultura pop, de eventos como el Superbowl o de socialités como Kim Kardashian, para hablar sobre ciencia a un número mucho mayor de personas que el que, en principio, podrían mostrarse interesadas en una plática sobre los efectos de la rotación terrestre en la trayectoria de proyectiles. En el momento en que el proyectil es un balón de futbol americano en la final de los Patriotas contra los Halcones Marinos, el tema se convierte, por lo menos en Estados Unidos, en uno de interés nacional.


De la misma forma, los científicos en ocasiones aprovechan este gran atractivo y conocimiento de la cultura popular para llamar la atención sobre asuntos de gran importancia en investigación y de enorme trascendencia fuera de ellas, como la conservación de especies en riesgo. Si, digamos, nombras una especie de helecho en honor a Lady Gaga, puedes estar seguro de que aparecerá en noticieros y páginas de Internet por mucho más tiempo que si se te ocurre bautizarlo de manera más tradicional.


Otra forma de aprovechar la cultura pop en ciencia es hablar sobre algo que es muy especializado o ajeno paragran mayoría de nosotros, a través de una comparación o una metáfora con algo con lo que sí estamos familiarizados. Ahora, por ejemplo, mucha gente sabe qué es el síndrome de Asperger gracias a que ha visto obras de teatro, leído novelas o, lo que es más probable, seguido las aventuras de Sheldon Cooper en “La teoría del Big Bang”. Si bien los creadores de esta serie de televisión se han mostrado siempre bastante cautos al decir que su personaje se comporta así por “ser Sheldon”, no porque deliberadamente lo hayan creado como alguien con este síndrome.


En sentido contrario, ¿cómo se ha relacionado la cultura pop con la seudociencia, con la charlatanería? Por ejemplo, allí está el caso de las supuestas calaveras de cristal prehispánicas.


Hay que tener presente que la cultura pop no es Plaza Sésamo. A diferencia de este programa, su objetivo no es el “edutenimiento”: educar mediante el entretenimiento, sino más bien esto último. Creo que es erróneo que exijamos que la ciencia que se ve en películas como “Indiana Jones” o “Parque Jurásico” sea “rigurosamente exacta” y validada por arqueólogos y paleontólogos. No son documentales, aunque no menos cierto es que, cuanto más sepan las personas con una educación básica sobre civilizaciones prehispánicas o dinosaurios, es más probable que exijan que lo que ven en pantalla se apegue a este conocimiento para ser “creíble”, al menos dentro de la realidad de la cinta. Por ejemplo, no olvido una aventura de Superman que leí cuando era niño, en la que Lex Luthor casi mata a este superhéroe al hacer que un robot gigante lo pisara “con una suela antigravedad” que impedía que Superman lo levantara; si esta misma historia la lee hoy un niño, se burlaría por completo de ella. Lo mismo ocurre con las novelas, la televisión y el cine.


 


¿Cuál es la imagen que la cultura pop ha dado del científico? En el libro, por ejemplo, se recupera una frase de Indiana Jones: “Nada me impresiona, soy un científico”.


Me parece que ha cambiado mucho. Siguen abundando los científicos locos y los genios que, en la soledad de su laboratorio, crean un Frankenstein o resuelven el último gran problema para salvar a la humanidad, pero también tenemos casos como los jóvenes científicos que aparecen en “La teoría del Big Bang”, varios de ellos mujeres como Bernadette o Amy Farrah Fowler, que se alejan de estos estereotipos, aunque ahora son acusados de crear otros: al igual que los hombres que salen en la serie, a mí también me encantan los cómics, odio ver deportes en vivo o en televisión, no manejo un auto desde hace más de diez años y me disgustaba decir la fecha de mi cumpleaños, entre otras cosas. O sea que, aunque lo parezcan, no son completamente estereotipos, si bien es cierto que, como en otras profesiones, hay quienes, habiendo estudiado un posgrado en ciencia, no comparten casi ninguna de estas características.


En sentido inverso, ¿cómo se ha visto desde la ciencia la cultura pop? En un epígrafe cita a Neil deGrasse, quien afirmó que no le interesó “Star Wars” porque no hicieron ningún esfuerzo por retratar la física real.


Como te comentaba, hay opiniones tan diversas como investigadores en ciencia. El mismo Neil deGrasse, por un lado, emplea la cultura pop para hablar sobre ciencia de una manera más seductora, y por otro reprueba lo que, en efecto, no pocas veces ocurre con ella: que algún concepto científico es erróneamente representado y se nos vuelve tan común que después es muy difícil de extirpar. Pero “Star Wars” en realidad es una fantasía con héroes de capa y espada láser (o, si lo prefieren las nuevas generaciones, “sable de luz”), y ni siquiera es propiamente ciencia ficción. Pero, nuevamente, su propósito no es educar, sino entretener, lo que hace muy bien.


En la parte dedicada a Plaza Sésamo se trata brevemente el asunto del “edutenimiento”. Al divulgar la ciencia, ¿cuáles son las posibilidades y problemas que ofrece esa combinación de educación y entretenimiento?


Las posibilidades son tan grandes como la creatividad de quienes están detrás de Plaza Sésamo y otras opciones de “edutenimiento”, sin importar el medio ni el formato de comunicación. Opino que el principal problema, con el que también se enfrentan libros como el mío, es el explicar erróneamente la ciencia de la que hablamos. Todos somos susceptibles de cometer errores, y hay desde los pequeños hasta los muy grandes, por incontables razones. Pero estoy convencido de que vale la pena correr el riesgo, sobre todo ahora que, gracias a herramientas como Internet, es posible que, por ejemplo, estemos en contacto con nuestros lectores y podamos platicar, responder alguna duda, corregir alguna equivocación, discutir algún punto tratado en el libro o en el medio del que se trate. Nada está escrito en piedra, y mucho menos la ciencia.


Es muy bueno que ahora sea posible esta interacción tan rápida y directa a través de blogs, Facebook y Twitter, entre otras opciones.


 


En varias partes del libro hay mucho buen humor, como en el caso del tazo de Pooh. ¿Cómo usa el humorismo para la divulgación de la ciencia?


A mí me gusta mucho porque creo que ayuda a que nos relajemos los lectores y yo. En todo caso, a mí me ayuda bastante. No es el caso de este libro, pero en otros libros y en otras secciones y revistas, cuando he escrito sobre seudociencia, no me gusta sonar como el maestro regañón que no puede concebir cómo sus alumnos creen en tanta patraña. Prefiero reírme con los lectores de lo absurdo que es, por ejemplo, asistir a una constelación familiar en la que un caballo “canaliza” al “espíritu” de algún familiar y con ello, supuestamente, me ayuda a superar algún problema que había “heredado” de mis antepasados.


¿Cómo se han fundamentado científicamente series televisivas como “La teoría del Big Bang”, que ha tenido, por ejemplo, asesores como David Saltzberg?


Saltzberg es, en efecto, un físico de la Universidad de California en Los Ángeles y responsable de que todo lo que se habla sobre ciencia en el programa sea correcto. Todas las ecuaciones que aparecen en los pintarrones de la serie son correctas y esto, aunque puede no llamar demasiado la atención de la mayoría de los seguidores de la serie, es un atractivo extra para quienes estudian algo de ciencia y, por supuesto, para maestros y divulgadores. Saltzberg tiene, inclusive, un blog en Internet en el que explica de manera sencilla y en detalle lo que de ciencia apareció en cada episodio de “La teoría del Big Bang”.


Un capítulo muy interesante es el de “La guerra de Gaia: tres propuestas políticamente incorrectas para salvar el mundo”. ¿Por qué pecan de esa incorrección?


Son políticamente incorrectas porque, por ejemplo, en una de ellas se presentan dilemas al estilo de “La decisión de Sophie”: si sólo contamos con los recursos —económicos y de otro tipo— para salvar una de dos especies, ¿a cuál elegimos? La propuesta de un científico es: hay que rescatar a aquella que genéticamente está más separada del tronco común, aquella que guarda en su ADN un número mayor de genes propios de ella que, al extinguirse esa especie, imposibilitarán para siempre su conocimiento y estudio. En algo se parecen estas propuestas a una muy reciente que surgió en respuesta a las epidemias de zika, chikunguña y paludismo: con la ciencia actual es posible que, deliberadamente, los científicos exterminen por completo a las especies de mosquitos responsables de transmitir esta enfermedad y con ello salvar millones de vidas. ¿Lo hacemos?


¿Cuál es su evaluación de la cobertura que hoy hacen los medios de comunicación mexicanos de los temas científicos?


Por un lado tenemos que, poco a poco, ha ido aumentando el número de divulgadores científicos y de periodistas especializados en ciencia, pero, por otro, son pocos los medios —pienso particularmente en periódicos y revistas que dedican una sección, no digamos diaria, sino al menos semanal, a la ciencia— que cuentan con algún periodista científico como parte de su equipo. La gran mayoría de los medios escritos, cuando tienen que hacer una entrevista, una crónica o un reportaje sobre algún tema científico, lo que hacen es enviar a algún periodista que, ese mismo día, tiene que hacer varias notas sobre temas que abarcan casi todas las secciones del periódico.


Encima de todo, no son pocos los científicos que desconfían —no sin falta de razón— de lo que resultará al día siguiente de la entrevista con el periodista, pero hay que tener presente que lo menos probable es que se trate de este periodista “multitemas”. Y no es sencillo que en cinco minutos con un científico, quien no es especialista en un tema pueda redactar con completo rigor, profundidad y a satisfacción plena del académico los avances más recientes sobre transgénicos, fractales, ondas gravitaciones, microbioma o biología cuántica.


Tenemos un Sistema Nacional de Investigadores, pero nadie, o casi nadie, habla de la necesidad de crear un Sistema Nacional de Divulgadores. A pesar de todo, hay dos buenas noticias: en enero de este año se creó la Red Mexicana de Periodistas de Ciencia, y del 30 de agosto al 2 de septiembre se celebrará el XXI Congreso Nacional de la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica, donde habrá oportunidad de abordar estos asuntos.

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