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viernes 08 noviembre 2024

Abuso de autoridad. Puros malos ejemplos

por Mariana Moguel Robles

El ejercicio indebido de la función pública es un delito por el que una persona se aprovecha de otra, respaldado por su cargo superior y sus atribuciones. A partir de la Constitución de 1824 se estableció un sistema de responsabilidad penal y político para todos los niveles del gobierno federal.

Una figura emblemática del ejercicio indebido de la función pública es el abuso de autoridad, está consignada en el artículo 109 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Según la legislación penal es un delito, conforme a la legislación administrativa es una falta.

El Código Penal Federal establece en su artículo 215 diversos supuestos bajo los cuales se comete el delito de abuso de autoridad, entre otros: El uso indebido de la fuerza pública; Negar o entorpecer protección o servicios a particulares; No dar atención a las solicitudes de aplicación de justicia (cuando sea su obligación) … Se prevén penas de uno hasta nueve años de cárcel, multas, y destitución e inhabilitación.

El articulo 57 de la Ley General de Responsabilidades Administrativas define el abuso de autoridad como una falta que se comete cuando un servidor público haga uso de facultades que no tenga o use las que le son conferidas para realizar o hacer que otros hagan acciones u omisiones ilegales, o para obtener beneficios personales o para sus cercanos. En su artículo 78, esta ley señala como sanciones la suspensión, la destitución, la sanción económica y la inhabilitación para ser contratado, nuevamente, como servidor público.

Bajo la administración del presidente López Obrador, la prisión preventiva oficiosa se ha constituido como una herramienta al servicio del poder que viola los derechos humanos. La manipulación de la ley queda a la entera consideración de los funcionarios responsables de la impartición de justicia. Esto convierte al encarcelamiento automático en una maquinaria legitimada en la que primero se encarcela y después se averigua. La presunción de inocencia no existe para quienes resultan incómodos al poder.

“A mis amigos: justicia y gracia; a mis enemigos: justicia a secas”, dice la frase. El asunto es que la máxima juarista es manoseada con total desparpajo y absoluto desprecio por la ley, bajo la justificación de disminuir los altos índices de inseguridad e impunidad, y para evitar que los delincuentes evadan la acción de la justicia. Lo cierto es que todo y nada sucede a la vez: el número de muertes ocasionadas por la violencia en México ya rebasó las ciento diez mil (apenas durante los tres primeros años del actual gobierno); el narco ha evadido la acción de la justicia con la complacencia (¿complicidad?) de las propias autoridades (tema Ovidio), por mencionar dos de los casos emblemáticos en los que la propia autoridad se abstrae del cumplimiento de la ley, es decir, se asume como la ley misma, y, por ende, la única facultada para su aplicación, pero la incumple o la ignora caprichosamente, con la frecuente complicidad de jueces o fiscales carnales que cubren sus respectivas espaldas. Sobra señalar que a las tan cacareadas impunidad y corrupción —que dicen haber combatido con éxito— hasta se les ha colocado un epitafio en el panteón de la historia nacional y el presidente celebra su extinción agitando un pañuelo blanco en su memoria; pese a ello, es evidente que ambas siguen vivas y coleando para beneplácito de cuates, pares e intereses.

Incomodar al poder se convierte en una sentencia postergada, un juicio que el indiciado puede aguardar por toda la eternidad, en tanto los aparatos de justicia sigan siendo productores de chivos expiatorios para cumplir la cuota propagandística del régimen (todo se trata de tronar petardos de colores para apantallar a las masas). Sucede como en cualquier campo de reeducación de los regímenes autoritarios. La cárcel para los adversarios y la fingida aplicación de la ley van de la mano. Un tétrico espectáculo que no divierte.

Si la mafia tiene su máxima: “Plata o plomo”, del mismo modo, el titular del Ejecutivo ha manifestado abiertamente su propia máxima: “Es tiempo de definiciones, no es tiempo de simulaciones, o somos conservadores o somos liberales, no hay para dónde hacerse, o se está por la transformación o se está en contra de la transformación del país. Se está por la honestidad y por limpiar a México de corrupción o se apuesta a que se mantengan los privilegios de unos cuantos”. En resumen, y con sus asegunes, puede interpretarse: Se está conmigo (que soy la transformación, el progreso, el bien, el pueblo) o se está contra mí (también se está contra mí cuando se está contra quienes están conmigo). Actualmente, toda oposición legítima es una amenaza y se ha convertido en disidencia, toda disidencia se ha transformado, en automático, en traición a la patria, en un peligro para la estabilidad social, en candidato para la cárcel. En nuestro país, los narcos y feminicidas gozan de cabal salud y tranquilidad, pues se saben protegidos por el brazo selectivo de la ley, ocupada más en acusar públicamente y sin pruebas a sus detractores políticos, con la plena confianza en sus tribunales del pueblo (el propio mandatario ha declarado ser el pueblo encarnado), constituidos en el poder alterno del propio gobierno, legitimado por la inacción o actuar a modo de sus aparatos de procuración de justicia.

Somos testigos de la transformación de los calificativos, aparentemente inocentes (conservadores, fifís, señoritingos, aprendices de mafiosos, machuchones, canallines …) en verdaderas acusaciones, fundadas sobre las leyes de una constitución alterna que trastoca la realidad y que existe únicamente en el imaginario de un gobierno que asegura que México es “Feliz, feliz” basado en una reconceptualización jurídica.

A simple vista, suena interesante y hasta plausible la intención presidencial de quitar los lastres que aquejan a nuestro país: corrupción y desigualdad social. Cualquiera en su sano juicio se pregunta: ¿Cómo dimensiona y concibe el mandatario esos conceptos que utiliza como plataforma narrativa para definir justicia? ¿Cómo evita que se contaminen con la venganza, la persecución política o la visceralidad a secas? Si un presidente lo sabe todo de su gobierno: ¿Siempre estuvo al tanto de que el fiscal general de la República inventó un delito a una persona que pasó casi dos años en la cárcel y a otra que estuvo en prisión domiciliaria? ¿Coincide el presidente con los métodos oscuros de procuración de justicia del fiscal?

El presidente dijo hace unos días: “No se fabrican delitos, no se protege a influyentes, ya no es lo mismo de antes” y reiteró su confianza en el fiscal general de la República, Alejandro Gertz Manero. Esto sucedió tras el fallo de la Suprema Corte de Justicia sobre el Caso Laura Morán y Alejandra Cuevas. “Yo tengo confianza en el fiscal y tengo confianza en el presidente de la Suprema Corte de Justicia, y en otros ministros, ahora actuaron muy bien en este caso y así espero que sigan actuando todas las autoridades”, dijo el mandatario.

A partir de ello, surgen otras preguntas: Para esta administración federal, ¿es necesario que la sociedad litigue a través de los medios? ¿Deberán resignarse a su suerte quienes no tengan la posibilidad de hacer público su caso? ¿La justicia es realmente pronta y expedita o se ajusta a las necesidades políticas y personales de los impartidores? Después del abuso de autoridad comprobado, ¿quién supervisará al fiscal general de la República? ¿Para este gobierno es conveniente la pérdida de confianza en el fiscal? ¿Quedará impune su actuar, pese a lo comprobado? El presidente ha dicho de manera acertada: “Están dando un mal ejemplo quienes deberían de impartir justicia; se equivocaron, porque no están entendiendo la nueva realidad…” —lamentablemente, se refería a sus percepciones económicas.

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