La película Manifiesto (2016), del director y artista Julian Rosefeldt, no es cine experimental. Es, en el mejor de los casos, una gracejada que descansa en la capacidad de la actriz Cate Blanchett, quien interpreta todos los personajes principales —declamando fragmentos de manifiestos con diferente pericia— y desdoblándose incluso en diálogo consigo misma al ser lectora de noticias y reportera, a partir de textos sobre minimalismo y arte conceptual de Sol LeWitt, Adrian Piper y Sturtevant. El carácter cómico es palpable, pero no pleno, pues no genera un tono —resulta, de hecho, titubeante— acaso por una visión poco crítica sobre los manifiestos.
Rosefeldt, como cualquier productor audiovisual contemporáneo, recurrió a drones. En un diseño de significados bastante evidente, las vistas aéreas pueden ser interpretadas como un atisbo de ironía hacia la prepotencia implícita en cualquier manifiesto, por ser textos que presentan ideas que se presumen capaces de moldear la realidad. En general, la cámara se desliza con más técnica que virtuosismo —una especie de cuidado televisivo— con ocasionales elaboraciones (como una cámara lenta de niños en un patio de juegos). Hay también un momento de revelación: las palabras del surrealismo de Breton y Blanchett manipulando una marioneta de sí misma. Sin embargo, los contextos creados por Rosefeldt no consiguen escapar de la deriva teatral del monólogo, que predeciblemente ocurriría al poner los manifiestos en voz alta. Puestas en escena que son apenas atractivas —de manera ordinaria— como escaleras en remolino que se mueven. En Manifiesto, la estilización triunfa sobre la imaginación cinemática.
Blanchett misma, su intervención, es el centro de la cinta. Su presencia no es disociable de su carácter de estrella. La versatilidad de su apariencia no depende sólo de maquillaje, vestuario y prótesis, sino que proviene de la habilidad de Blanchett para disociar su cuerpo de su majestuosa belleza. A la diversidad de apariencias corresponde una gama de personalidades. Pero Blanchett enfrenta un obstáculo: si el planteamiento de la película propicia la variedad de personajes, esa misma estructura conlleva el problema de enunciar las razones endebles de los manifiestos que, por momentos, no pasan de histéricos desahogos. Que la actuación de Blanchett sea el mayor elemento cinematográfico de la cinta no sucede por la multiplicidad de personajes sino por sus movimientos y acentos: el desempeño audiovisual más allá del libreto.
Que existe una deficiencia intelectual en Manifiesto se identifica fácilmente. Recortar textos procedentes de fechas, culturas y creadores divergentes —en convencional posmodernismo— es lo de menos, pues Rosefeldt muestra habilidad para pegarlos de manera funcional. Equiparar por presencia, y en collage, a Huidobro —uno de los más inteligentes poetas latinoamericanos— con Maples Arce —un típico burócrata escritor del siglo XX mexicano— indica falta de discernimiento o que prevalece un criterio que no considera parámetros políticos o estéticos. Puede tratarse de una supuesta tarea de inclusión que demuestra simpleza al unir un latinoamericano con otro.
Un elemento fascinante de los manifiestos es el deseo de un arte distinto. A muchos lectores les interesa la dimensión política del género, pero considero que ese factor está en segundo plano: la historia y las prácticas contemporáneas acreditan que sus consecuencias sociales son intrascendentes. En Manifiesto el personaje del vagabundo es también el cuestionamiento del arte por el arte y el llamado a que el arte tenga carácter revolucionario. La película no procede por argumentación sino, prácticamente, por frases aisladas (unidas entre sí). Se parece a la época actual en que abundantes sectores de diversas sociedades —con y sin alta escolaridad— atienden a frases efectistas a pesar de ser irracionales, sea en discursos políticos, Twitter o la cotidianidad. En Manifiesto caben consignas que ganan el aplauso de comunidades culturales alrededor del mundo: la supuesta crisis del capitalismo, el desprecio de la racionalidad y la alusión, como si fueran dioses, a emperadores acaso desnudos, como Godard. Las consignas son una querida forma de nuestro tiempo, que sirve para evadir la reflexión y que se cumplen en la producción de atención a su emisor: un mundo de lemas publicitarios que se califica a sí mismo como meritoria plaza pública. El pensamiento queda para mejor ocasión: Manifiesto abarata la discutible forma manifiesto.
En cualquier manifiesto —por más desapegado y rebelde que se pretenda— hay algo de actuación: asume códigos que han de representarse ante miembros de la comunidad para apelar a favor de la causa del manifiesto. A través de siglos, en el arte o la sociología existe la percepción, la intuición y el estudio de que no rige la autenticidad, sino que estamos inmersos en el gran teatro del mundo (Calderón), atenidos a cumplir con roles de la presentación de la persona en la vida cotidiana (Goffman). Los manifiestos más lúcidos revelan y atacan la teatralidad, al hacerlo más que trágicos son farsescos (Marx), aunque quizá sus autores —creyéndose revolucionarios icónicos— no se percataron de que abrían la caja de las payasadas. El filme Manifiesto de Rosefeldt acaso atisba que se mueve en la comedia, pero no acepta que hace farsa de la farsa —persiste, en cambio, en la superstición del poder de los manifiestos— está lejos, muy lejos, de la radicalidad.