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viernes 08 noviembre 2024

La muerte de Narciso en la era digital

por Rodolfo Lezama

Morir es descansar, desaparecer, volver a la tierra o reconvertirse en el polvo que se arroja al viento para ocupar nuevamente el espacio del misterio y de la fantasía. Sin embargo, la muerte, en la era digital, se convierte en lo superfluo: en publicaciones en Facebook, en Instagram, en esquelas virtuales que se suben a twitter, o en videos y proyecciones que se viralizan en el ciberespacio, a través de las pantallas de youtube.

En ese trayecto, los rituales de la muerte poco a poco abandonan su discreción, esa sobriedad de las mujeres enlutadas y los llantos que se alojan en pañuelos desechables. El luto, ahora, pierde su calidad de sortilegio y se transforma en exhibición. Al grado de que cada momento mortal, por terrible que parezca, por penosas que sean las circunstancias detrás de la tragedia de morir, tienen un lugar en el ciberespacio y una forma específica en el imaginario social, de modo que la sepultura abandona los espacios lúdicos del panteón y tiene una representación en un video, en una foto, en el comentario iletrado de un influencer, de modo que la intimidad encuentra guarida en el bullicio, en la notoriedad y en un amarillismo que se tiñe de rojo con una naturalidad asombrosa.

Esta mutación de lo íntimo es consecuencia de la aparición de un nuevo individualismo en el que la persona (hombre o mujer) se apartan de los problemas sociales, se esconden de lo público, pero revelan su privacidad con actos que antes se reservaban a la soledad de la habitación, del hotel de paso, o del armario, de modo que la intimidad se une a la secuela de actos que caracteriza a la pornografía, al vouyerismo, o a las amenaza criminal, que hacen propaganda de su actividad, igual que antes se ocultaban de la mirada curiosa de los demás.

Ha pasado el momento en el que “la discreción se presenta como la forma moderna de la dignidad” (Phillipe Ariés), de modo que Narciso dejó de observar su reflejo en un estanque de agua clara y optó por observar muchas imágenes de sí mismo en diferentes pantallas, a las que todo el mundo tiene acceso, y en cada una el yo adquiere la personalidad de quien observa, mientras la figura del primer observador –quien subió el video, la imagen, la declaración que pretende ser observada– pierde importancia, peso específico y la motivación detrás de la propaganda se queda sin sustancia.

En este proceso de personalización las emociones propias quedan en rezago y sujetas a la reacción de los demás, el sentimiento individual se transforma en la emoción colectiva y el self-control del que hablaba Giles Lipovetsky para caracterizar la individualidad en el instante posmoderno, se transforma en desbordamiento, pérdida de los estribos, explosión del ser en los otros y desaparición del yo en las imaginaciones de los demás, con tantos plurales posibles como reproducciones tiene un video en una red social.

En esa transformación de la emotividad, Narciso deja la discreción y el control para el evento público, para el sepelio, y permite que su emoción explote en redes sociales, en los videos e imágenes que sube a las plataformas digitales, y hace el mejor uso de sus herramientas –plañideras del ciberespacio– en donde ruega, suplica, vende sus emociones a cambio del reconocimiento, del beneficio económico, de la fama y la notoriedad. En esas circunstancias la sociedad se convierte en una cifra, la interacción con los demás se frena, porque Narciso elige la caricia digital, para sentirse confortado, en lugar de la palabra, el abrazo fraternal o el confort que puede obsequiar el otro, cuando se conduele del sufrimiento ajeno.

Lo que busca Narciso es contar cuánta gente se emociona con su sufrimiento, pues ha dejado de importarle encontrar consuelo en el hombro o en el llano de los demás, tiene una pantalla, así las barras de una estadística, que en su ascenso y descenso miden el amor que puede imaginar para sentirse pleno, contento, perfecto, en medio del vacío.

Por eso le parece más satisfactorio ser testigo de su éxito en redes que procurar que el reconocimiento social se trasforme en calidez física y humana. Conforme a esa lógica, los ídolos lo son en un momento y dejan de serlo en el instante posterior, y la indiferencia es la nueva regla de convivencia, pues al final se “valora el sentimiento subjetivo de los actores y se desvaloriza el carácter objetivo de la acción” (Lipovestky).

En ese plano, ya no importa qué hace Narciso para obtener sus objetivos, sino el puro cumplimiento de los objetivos, el mérito se desdibuja mientras las plataformas digitales sean testigos del éxito, y así como la muerte física se desdibuja ante el recuerdo –“la persona nunca muere mientras no se le olvide”– la muerte digital –su huella– se mantiene en reserva mientras el video, la imagen o el mensaje en redes siga teniendo adeptos y reproducciones. Tal vez eso explica por qué la muerte de un desconocido pueda sufrirse como una deuda propia. Hace apenas unas semanas murió Jesús Ociel Baena y la comunidad LGBTTI+ sufrió su pérdida como algo profundo y personal: una mutilación a su movimiento.

En la lógica de la nueva personalización que traza el instante individualista que vivimos, las personas pueden sustraerse de la vida social, del espacio público, de la responsabilidad política, pero ese personaje que se aísla de los demás y sólo se relaciona, se vincula, a través de redes sociales y espacios digitales, es también capaz de formar personalmente o de modo cibernético de grupos con seres idénticos con quienes protesta, cuestiona, exige derechos, pero, sobre todo, profundiza su hedonismo, al aislarse de la vida social y reagruparse en la comunidad de su elección, “solidaridad de microgrupo” (Lipovestky), que mantiene una distancia bastante clara de las otras comunidades y colectivos.

Solo una circunstancia como esa permite que Narciso abandone su lugar frente a la pantalla y se decida a ocupar las calles, a gritar, a protestar, a manifestarse más allá de lo que pueda teclear en su tableta, teléfono digital o computadora transportable, y así, de la marcha y la protesta pasar al convivio, a la fiesta, y del compromiso regresa a lo superfluo. Lo que caracteriza nuestro momento actual es la banalidad, la trivialización de todas las cosas, la popularidad medida en términos de los likes y dislikes que tiene una foto, un comentario, un video, o la caída de una bomba.

Es cierto, una bomba, el desastre, la muerte multitudinaria de personas también recibe el apoyo de los ciber espectadores y, de acuerdo, al beneplácito es la influencia. Por increíble que pudiera parece una manifestación de apoyo a Palestina y de condena a los actos de violencia que despliega el gobierno israelí lo es, en buena medida, a consecuencia de su difusión en redes, en espacios digitales, de otro modo se mantendría una clara apatía y ausencia de reacción. La emotividad social también esta determinada por el espectro digital y la emotividad es consecuencia clara de la difusión de una idea.

Cuando murió mi padre mi madre, mis hermanos y yo decidimos no difundir la noticia de su muerte y reservar la asistencia al sepelio a quienes mantuvimos con él una relación más estrecha, de modo que no pasó de diez personas el total de quienes estuvimos en su funeral, acaso creyendo todavía que la discreción era una forma de dignificar la figura de mi padre, despedirlo sin ningún tipo de estridencia y boato, dejando de lado cualquier necesidad digital o reconocimiento de la ciber audiencia, con el propósito de dejar descansar a quien a partir de ese momento debía reposar de modo infinito.

Sin embargo, muchas personas no comparten esta visión y prefieren el exceso de imágenes y contenidos –mensajes de todo tipo– para comunicar su idea de humanidad, de luto, de modo que transforman en movimiento la inmovilidad que supone la muerte, eligen el tránsito y la consolidación de un ritual en el que la inmortalidad de las personas ya no se define por la fantasía o la fantasmagoría que se construye para hacerlos vivir eternamente, como en etapas históricas pasadas, sino en la fe de que todo lo que se sube a la red es eterno y tendrá una huella permanente a pesar del tiempo,  de las personas y de los afectos. En ese escenario, ya no será el cariño y la nostalgia la que mantendrá viva la memoria de la persona fallecida, sino las huellas digitales que con su deceso se eternicen en el espacio digital.

Entonces Narciso, en su indiferencia, ya no se preocupará en recordar, en evocar, en experimentar ausencia o sufrir una pérdida, sino que, a partir de un nuevo ejercicio de la indiferencia se despojará de sentimientos y emociones, se consolidará en el vacío, al recordar a sus difuntos al observar la red social donde se aloja su mensaje postrero, como un fantasma que aparece y desparece con solo dar un click y así hasta que él mismo se convierta en un recuerdo y en una imagen a disposición de todos en una pantalla.

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