Este articulo fue publicado originalmente en la edición 185 (abril de 2016) de la revista impresa, lo abrimos de manera temporal para su consulta.
Cuando se ha formado parte de un medio emblemático del periodismo mexicano, nunca se deja de pertenecer. Sus triunfos nos alegran y sus errores nos duelen. Cuando recuerdo mi tiempo en Proceso, mi corazón late fuerte.
Fui miembro del primer equipo de redactoras del sitio web, en el 2000. Meses después de mi llegada se concretó una alianza con Carlos Slim, con cuyo capital se hizo de proceso.com una empresa diferenciada de la revista. La idea, nos comentó Rafael Rodríguez, era que el portal fuera un medio rentable y líder en el periodismo online.
Proceso.com, como empresa independiente, no dio dividendos durante el tiempo que estuve, dos años. De primera mano me enteré de que el dinero en reserva aportado por Slim, vía Telmex, se agotaba rápidamente en sueldos y renta, sin que ingresara nada significativo a las arcas de la empresa por concepto de publicidad y así continuaron las cosas hasta mi salida.
Supe que después la sociedad con Slim se disolvió. Desconozco los motivos y los términos en que sucedió la ruptura.
Lo menos que se le exige a un medio de comunicación es un oficio estricto. Buena redacción, corrección en el manejo de los géneros y fiabilidad en los datos. Tanto en la revista como en el portal, desafortunadamente, Proceso ha fallado en todos esos aspectos, a pesar del enorme talento profesional que se conjunta entre todos sus colaboradores, comenzando por su director, Rafael Rodríguez, el jefe al que más he querido en la vida.
Dentro de Proceso, hay una gran dislocación interna, pues la gente “de la revista”, mira mal a la gente “de Internet”, y ambos, consideran que el equipo “de ventas” es lo de menos. Súmese a eso una gran competencia interna por el poder y el resultado está a la vista.
En una reciente entrevista laboral, al hablar de mi paso por el semanario, mi entrevistador frunció el ceño. “¿Hace cuánto tiempo estuviste?”, me preguntó. “Hace quince años”, respondí.
“Ah, bueno, entonces era otra cosa. Ahora Proceso ha caído terriblemente. Juntan la información de toda lasemana y la presentan como la GRAN investigación, ponen lo que traen todos los medios”.
Tuve que coincidir, Proceso carece del rigor de antaño y ha tenido errores enormes. Me quedó claro que haber pertenecido a esta empresa no habla a mi favor, y no por ser un “medio de izquierda”, sino por la falta de profesionalidad que ahora proyecta. Me dolió mucho.
La dislocación interna me fue patente en varios momentos. El más destacado, cuando mi jefa, Blanca Soria, enfureció porque llamé a un editor de la revista para hacerle una consulta en lugar de esperar a que los acontecimientos nos aclararan el punto.
Me encerró en su oficina tres horas para freírme a preguntas. Fui tan ingenua como para decirle que consideraba a dicho editor un excelente periodista, lo cual la llenó de suspicacias. “¿De qué lado estás? ¿Del lado de nosotras, las del portal, o del lado de ellos, de la revista?”. No me creyó cuando le dije que yo no tenía “lados”, que sólo quería hacer mi trabajo. Insinuó que estaba espiando o informando para “ellos”. El interrogatorio llegó a tal punto de presión que terminé llorando.
Cuando el escándalo de Francisco Ortiz Pinchetti y su libro El Fenómeno Fox, la historia que Proceso censuró, éste se promocionó como nota principal en Notimex, portal que Ortiz dirigía. Ante ello, la postura que adoptó la revista fue que esto era un ataque de todo el aparato del Estado en contra de Proceso.
Claramente fue un exceso de parte de Ortiz Pinchetti usar a Notimex para darle preeminencia a su libro.
Pero también, claramente fue un exceso calculado calificarlo así. Un exceso que dio resultado, pues casi de inmediato Ortiz fue cesado de su cargo.
El área de foto llevaba tres días sin darnos material por orden de Ulises Castellanos. Así, llamé para ejercer cierta presión. Al teléfono, el fotoperiodista me vociferó: “¿No se entiende, verdad? No hay fotos porque me corrieron gente y así no puedo trabajar, ¿te quedó claro?”.
“¡Qué pelado!”, pensé. Le reclamé su tonito, me dijo que era muy “delicada” y por ello, estaba “completamente fuera de órbita en el ámbito de esta empresa”, y yo, furiosa, le dije que por supuesto, era delicada y MUCHO. Le colgué. Y lo fui a acusar con el director.
Luego, mis compañeras me dijeron que era yerno de Julio Scherer y que qué valiente, oye, a todo mundo trata mal y eres la PRIMERA que le dice sus cosas. Me puse verde y esperé lo peor. No me corrieron. Je.
En el portal planeábamos “especiales”, y para el 25 aniversario pedí a los colaboradores que hablaran de eventos entrañables de su paso por Proceso. Le insistí mucho a Álvaro Delgado. Lo vi muy indeciso pero finalmente declinó, y como explicación me dijo, mientras se sonrojaba, que “esas cosas como que no me gustan”.
Hablé con todos. Pero sólo recibí dos textos. Uno de ellos era excelente. Narraba como el autor (he olvidado el nombre) acompañó a Julio Scherer a entrevistar a un otrora poderoso funcionario policíaco, quien le ofreció “todo lo que un periodista pudiera soñar” para tener su propio diario, a cambio, claro, de que dejara de molestar. Scherer se negó, con un “¡Que tizne a su jefecita!”.
Cerraba el texto diciendo: “y ese sujeto ya no es nadie, y a Don Julio Scherer nadie lo olvidará jamás”. Hermoso.
“¡Muy bien, mujeres, muy bien! Así deben estar siempre: ¡con la mirada baja cuando yo llego!”, nos dijo Rafael Rodríguez, al entrar a nuestra área.
“Es que estamos viendo el teclado, Don Rafael, o sea, no es porque lo respetemos mucho, ¿eh?”, le dije.
Se me quedó mirando, falsamente indignado.
“A usted… a usted… ¡le voy a mandar a poner burka! ¡Ah, cuánto nos han enseñado los benditos talibanes!”.
“No lo haga, porque entonces no podrá ver mi dulce rostro”, le dije.
“¡Ja, ja, ja, ja! ¿Dulce? ¡Cómo no!… Oiga, ¿qué diablos es esto?”, preguntó.
Señaló a mi escritorio. Tenía una alcancía de cochinito con un letrero amarillo:
“Grasias por su PROPiNa. Las de iNterneT”.
“¡Ah!, es que estamos completando el sueldo, Don Rafael”, contesté. “Échele cinco pesos”.
Abrió mucho los ojos y fingió exasperarse. “¡Está usted loca!, ¿me oye?, LOCA, ¡ja, ja, ja, ja!, ¡ya mejor me voy!”.
Y así, casi todos los días, bobadas sin fin, mientras de nuestros dedos salían las notas más serias sobre el acontecer diario.
Podría presumir que en Proceso llegué a codearme con Carmen Aristegui, gran amiga de la publicación, pero sería distorsionar las cosas.
Lo que en realidad pasó fue que, en una fiesta de aniversario, ella estaba sentada en una mesa con Julio Scherer, Denisse Dresser, Marta Lamas y otras personalidades, y frente a ella estaba un salero.
Yo estaba de pie con un plato provisto de tacos de guisado y quise alcanzar el salero. Estiré el brazo, lo tomé y al retirarlo, di con el codo en la preclara cabeza de la famosa periodista, quien acusó el golpe inclinándose ligeramente y mirándome severa por un momento.
Me dio pena, aunque también risa. Me disculpé y ella me ignoró por completo. Me fui con mis tacos a otra parte. Y me llevé el salero. Jum.
Este es un año especial. Este 2016 Proceso cumple 40 años. El periodismo mexicano no se entendería sin él. Anhelo que remonte sus tropiezos y que su vida sea larga, y su trabajo, exacto. Desde aquí les abrazo.