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jueves 19 septiembre 2024

Herejía, religión y fanatismo

por Alejandro Colina

I

 

Lo malo no es la religión, sino la intolerancia a la herejía que muestran algunos religiosos.

 

Para el fanático religioso la herejía organiza una agresión directa, personal. Pero la auténtica herejía no busca agredir a una persona. La herejía se propone agredir, sí, pero no a los individuos que se sostienen en la fe a la que apunta sus dardos, sino a la abstracción simbólica que permite urdir esa fe.

 

El fanático, no obstante, confunde las creencias con las personas. Para él las creencias cifran a una persona, son la persona misma. Pero en realidad confiere mayor valor a los emblemas de su religión que a sus semejantes. En sí las personas no le interesan. No las soporta. Cada sujeto es singular, y tarde o temprano, de un modo o de otro, la singularidad atentará contra el dogma religioso. Enemigo indomable de esa singularidad, el fanático religioso vive para controlar, para dominar y someter a los individuos que le rodean. Por eso toma la herejía como agresión personal. Sabe que su dominio sobre los demás pende del poder de los símbolos. De este modo, si alguien atenta contra sus símbolos, atenta contra su poder. He ahí los motivos más profundos del fanático religioso: lo suyo es conservar el poder que ejerce sobre los demás, no valerse de lo sagrado para hacer del mundo un lugar habitable. Le concierne el poder que otorga el manejo de las cosas sagradas antes que explorar el misterio extático, envolvente e irónico del universo. Si se inmiscuye en este misterio es tan sólo para acrecentar su poder por la vía expedita de presentarse como vehículo iluminado, como personero de Dios en la Tierra.

 

El fanático olvida que los símbolos y los emblemas religiosos son abstracciones, y que ninguna abstracción vale más que un ser humano, porque le conviene olvidarlo. Su lugar en el mundo está en juego, y el fanático ha decidido tener y mantener un lugar prominente en el mundo. Sólo en apariencia el fanático ha renunciado a la facultad de razonar a fuerza de identificar los signos con verdades últimas y puras, pues en los hechos razona, calcula, mide con sentido maquiavélico sus acciones, así sean acciones suicidas. Claro que razonan, sobre todo los pastores que guían sus borregos al matadero.

 

La mujer que no usa el velo ya sea en la modalidad de hiyab, niqab o burka, es vista con malos ojos en la comunidad musulmana. El control vía el atuendo suprime la personalidad individual en favor del poder de los ayatolas. Mejor delatar a la hereje que ser delatada como hereje. ¿Cuántas musulmanas usan el velo por convicción y cuántas por la coacción de las personas que le rodean? Lo ignoramos, pero incurriríamos en una gravosa ingenuidad si imagináramos que a ninguna se le coacciona de una manera o de otra. La libertad de esas mujeres está en entredicho, como lo está la de todos cuando el dogma religioso deviene norma de vida socialmente impuesta. De ahí que la herejía integre una modalidad esencial de la libertad. Esencial porque de su existencia depende la existencia misma de personas libres. No exagero. Y no exagero gracias a la naturaleza dogmática de las religiones.

 

II

 

Dado que la especie humana soporta poca realidad, resulta muy difícil vivir sin verdades incuestionables. Admitir la incertidumbre como sustrato imborrable del mundo dificulta la tarea de hacer del mundo un lugar habitable. Se explica la necesidad y la proliferación de dogmas, de religiones, de verdades duras e incuestionables. Pero cuestionar lo tenido por cierto integra la base de la libertad. Si alguien me rehúsa el derecho de cuestionar las verdades admitidas, me rehúsa al mismo tiempo mi derecho de ser libre. Bajo esa restricción la libertad desaparece. Y la libertad compone un derecho humano fundamental, es decir, de carácter universal, así le pese por igual a los desencantados esnobs que a los sacerdotes de militancia intolerante.

 

Hemos advertido, con todo, que la necesidad de dogmas religiosos proviene de la poca capacidad que tenemos los seres humanos para soportar la realidad. Mientras no formemos parte de los X-Men, requeriremos de alguna ilusión para vivir. Los que no se atienen a una fe religiosa, tienen fe en la razón, en el amor, el arte o la fantasía. Para admitir la realidad tal y como es, habría que ser menos frágiles, pero eliminar esa fragilidad humana por decreto no nos hace verdaderamente fuertes, sino sólo agresivos. No ganamos nada con cerrar los ojos: la religión encuentra su necesidad en la palpable fragilidad humana. Pero por lo mismo que la religión es necesaria a la humanidad, la herejía también lo es. Si la naturaleza dogmática de la religión la convierte en una amenaza constante a la libertad, ésta requiere de la herejía constante para preservarse. Sí, de la herejía constante, inquebrantable. Al menos tan constante e inquebrantable como la risilla clandestina de los alumnos sanos ante el maestro airado, por alguna extraña razón incapacitado para reír. Lo cierto es que sin el poder fresco y disolvente de la herejía, tarde o temprano el dogmatismo religioso acaba por suprimir la libertad.

 

El fanático empieza a ser fanático cuando no reconoce el derecho que tiene la herejía de existir. Si el hereje precisa de la religión para desplegarse, sólo en apariencia la niega, ya que si la negara por entero él mismo cesaría de existir, al menos como hereje. El fanático, por el contrario, aspira a desaparecer la herejía por entero, y con la herejía a los herejes que la perpetran. Si toda religión cobra forma en torno de un cuerpo dogmático, el religioso civilizado admite que el hereje pueda cuestionar sus dogmas, aunque no admita sus cuestionamientos. El fanático, en cambio, no admite la posibilidad del cuestionamiento, por lo que se propone borrar del mapa a los cuestionadores mismos. En contraste, el auténtico hereje y el religioso civilizado no requieren eliminarse mutuamente, pues en los hechos se implican uno al otro. Como los enamorados que han convertido su amor en una guerra perpetua, se necesitan para vivir. Por la misma razón que resulta imposible ofender a un dios muerto, que nadie cree que exista, la herejía necesita de una religión viva y la religión de una herejía activa, ya que desprovista de la vigorosa animosidad de los herejes, ninguna religión lograría estar genuinamente viva. Un religioso inteligente, en suma, cuidaría bien a sus herejes, de la misma manera como un astuto hereje se privaría con celo de dar la última estocada a la religión que ataca: ambos estarían así perseverando su ser, la cual, según Spinoza, constituye la primera ley a la que se debe cualquier criatura que goza del alto privilegio de ser. Los únicos que no caben en esta como forzada, pero bien animada celebración de la existencia de lo que no se quiere, son los fanáticos religiosos. La pregunta, como los necios en un mundo sin sonrisas, se impone solita: ¿qué hacemos entonces con ellos? Valiente como soy, no evado la repuesta: matarlos, eliminarlos ya del planeta. El problema es que tras matar unos, vendrán otros, y así por los siglos de los siglos, amén. Aunque presas indefensas de la fragilidad humana como somos, admitamos la realidad tal y como es: necios y fanáticos religiosos habrá siempre. Eliminarlos por entero no compone una verdadera solución. ¿Entonces? ¿Qué hacemos? Pues nosotros sólo comentar y reír, que reír ni siquiera en las peores circunstancias sobra. Además no es que podamos hacer gran cosa más al respecto. Bueno, pero tampoco es para que nos echemos al piso por eso. Al menos podemos desear que desarmen y arrinconen a los fanáticos. Que los desarticulen y eviten que se organicen en más unidades políticas estables, y que desbaraten las que ya han formado. Y también nos iría bien hacer conciencia, según creo, que estos propósitos difícilmente se conseguirán sin algunas balas de por medio.

 

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