Hace 32 años amplias franjas de la población ocupamos las calles de la Ciudad de México; el terremoto generó un formidable reclamo social que no podía corresponder a las simientes del viejo sistema de sujeción y control imperantes. La columna vertebral de la solidaridad fueron los jóvenes, el ímpetu contra la autoridad y ese desmadre irreverente que besaba las heridas, lloraba a los muertos y festejaba la vida cada que salvaba de la muerte a quien fuera: ancianos, mujeres y niños. Pasaron los años y los jóvenes envejecimos, poco más de tres décadas después salimos a las calles otra vez por las mismas causas. Yo conozco bien esos rostros aunque ignore sus nombres y no los hubiera visto nunca. Son los mismos a quienes giraron órdenes, asignaron tareas y organizaron brigadas; idénticos a quienes dieron la mano, abrazos y enjugaron lágrimas, a quienes cantaron incluso siguiendo alguna sirena furtiva de la noche. Por eso cuando en estos días camino por mi ciudad siento que entre los vericuetos de sus calles me pierdo entre los resquicios del tiempo, y cuando miro a los jóvenes ahora siento la vitalidad y la ilusión de aquel entonces, y me dan muchas ganas de abrazarlos porque, en realidad, lo estaría haciendo conmigo mismo y con mis amigos de aquellos viejos, nuevos tiempos.
19 de septiembre de 1985-2017
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