viernes 22 noviembre 2024

68

por Juan Villoro

Entre otras muchas cosas, el movimiento estudiantil del 68 representó la aparición de un nuevo sujeto histórico. En los años sesenta del siglo pasado la juventud dejó de ser una condición biológica y se convirtió en una categoría política y cultural. El fenómeno no fue exclusivo de México. Las tribus juveniles de San Francisco, Praga, París, Berlín, Buenos Aires y otras metrópolis entraron en inaudita sintonía para prohibir las prohibiciones y pedir que la imaginación llegara al poder.

Aunque ciertas consignas apelaban a una arcadia anterior, el paraíso perdido por la civilización (“bajo los adoquines está la playa”, decía uno de los más conocidos lemas del mayo francés), los movimientos estudiantiles fueron en lo fundamental revueltas modernizadoras de las clases medias urbanas.

A la distancia, sorprende la mesura de las principales demandas del 68 mexicano: respeto a la Constitución, diálogo público con el Presidente, libertad de presos políticos, desaparición del cuerpo de granaderos. Estas propuestas democráticas y liberales, que hoy pueden ser retóricamente avaladas por cualquier sector político, fueron excesivas para un Estado autoritario.

De acuerdo con el historiador Friedrich Katz, la vigencia de la Revolución mexicana se mide en la diversidad de las fuerzas políticas que se disputan su legado (del PRI al PRD, pasando por el EZLN). Esto se debe a que sus ideales no se han cumplido y por lo tanto son causas abiertas, todavía futuras. Algo similar ocurre con el 68. Al decir “Dos de octubre no se olvida” no sólo se recuerda la matanza de Tlatelolco, sino que se le otorga estatuto de presente al pasado: el ideal democrático que ahí se interrumpió debe cumplirse.

La memoria colectiva es un territorio convulso. En la disputa por los usos sociales del tiempo, el discurso oficial busca una explicación unívoca de los sucesos para eliminar versiones discrepantes. El gobierno de Gustavo Díaz Ordaz pretendió monopolizar la verdad sobre el 68. En la detallada revisión que Jenaro Villamil hace en la revista Zócalo de la cobertura informativa del movimiento estudiantil, queda claro que, salvo algún cartón de Abel Quezada, las fotos publicadas por la revista ¿Por qué? y las escenas transmitidas por el noticiero televisivo de Excélsior, los medios reiteraron esta reductora explicación de la Presidencia: el gobierno había tenido que hacer frente a una conspiración que buscaba desestabilizar el país e impedir las Olimpiadas.

Fue en los libros donde las urgentes noticias de lo ocurrido aparecieron en forma demorada. Entre los cerca de sesenta títulos escritos sobre el tema, una narración destaca al modo de la caja negra que conserva las palabras previas al colapso: La noche de Tlatelolco.

Registro coral de los sucesos, el libro de Elena Poniatowska es una obra maestra de la escucha. No es casual que la autora sea mujer. Si la condición masculina ha dependido en buena medida de la construcción de una autoridad basada en el discurso público, por riguroso y resistente contraste la mujer ha sabido oír. Como Svetlana Alexievich en Las voces de Chernóbil, Poniatowska busca en La noche de Tlatelolco las razones de los otros. Su tejido polifónico representa un momento culminante en el oficio de lograr que el oído guíe la historia.

Nuestro largo, sinuoso y aún imperfecto camino a la democracia adquirió un impulso decisivo en el 68. La “apertura democrática” de Luis Echeverría, la reforma política de 1977, la creación del IFE y la alternancia democrática no se explican sin los jóvenes universitarios que tomaron las calles para exigir un país distinto.

Más allá de las consecuencias estrictamente políticas hubo repercusiones de otro tipo. Las manifestaciones, los mítines y las consignas de renovación alteraron las costumbres y tuvieron un impacto contracultural. La compleja ronda de las generaciones, el trato entre maestros y alumnos y entre padres e hijos, y la noción misma de “autoridad”, se modificaron en forma decisiva.

Nunca se supo el número de muertos y los culpables no fueron condenados en el mundo de los hechos. La exigencia de justicia pasó al tribunal alterno de la memoria: “Dos de octubre no se olvida”. Cincuenta años después, el recuerdo impone una sanción compensatoria y pide cuentas al presente.

Lo que entonces quedó trunco aguarda respuesta todavía.


Este artículo fue publicado en Reforma el 5 de octubre de 2018, agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.

Autor

  • Juan Villoro

    Escritor, autor de "El Testigo". Ganador del Premio Herralde de Novela 2004 y del Premio Rey de España por su texto "La Alfombra Roja, el imperio del narcotráfico".

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