Este texto fue publicado originalmente el 1 de septiembre de 2009, lo abrimos de manera temporal dada su relevancia periodística.
No formamos parte de la legión de intelectuales que denuestan a la televisión; naturalmente tampoco somos sus apologetas. Ni apocalíptico ni integrado, el análisis serio de ese aparato de radiodifusión prescinde de adjetivos o de cualquier profecía, por muy famosa o redituable que sea, que reduzca al hombre al amparo absoluto de la imagen y, entonces, al aparato aquel como enemigo del pensamiento.
El hombre mira y se emociona, construye y proyecta imágenes, pero como parte de sus virtudes racionales también critica, imagina y crea. Es decir, sobre todo piensa. Descalificar a la televisión implica, en el fondo, hacerlo con nosotros mismos, como si nuestras cualidades esenciales desaparecieran como efecto de una pantalla idiota que, no obstante, es todo poderosa porque nos acerca a ella como si fuéramos moscos atraídos por la luz.
Todos los medios de comunicación tienen cualidades precisas, y la televisión tiene las suyas. Exigirle funciones que no tiene es tan ilógico e inútil como esperar del libro imágenes y sonido en vez de fantasías o ideas estructuradas con base en el ejercicio abstracto. El dispositivo visual y sonoro que comprende la pantalla integra un difusor de información al instante y de manera simultánea, es decir, a distancia, que abarca a millones de personas. Y acaso sobre todo, también es alternativa recurrente para la distracción y el entretenimiento, expectativas que son comprensibles dada la propia naturaleza humana.
La crítica más primitiva no puede desatar el nudo que esa misma crítica elabora entre la mala concepción que tiene de la televisión y la función social que indudablemente desempeña. Por eso pensar a la televisión con todas sus ventajas y limitaciones nos remite a los contenidos y en México éstos los definen fundamentalmente dos empresas, aunque al mismo tiempo se debe reconocer que los diseños de programación se sustentan en los gustos de la mayoría de la población que son, al final de cuentas, los que determinan el negocio de la televisión.
Pero lo antedicho no implica que los contenidos anodinos y superficiales deban prevalecer en la televisión, como sucede ahora con la oferta que hay en México. Hace falta la decisión en el gobierno federal para hacer posible contenidos variados y heterogéneos dirigidos a la sociedad (y entre ello está el fortalecimiento de la televisión pública). Eso quiere decir que requerimos de un andamiaje normativo y legal que permita y aliente la competencia en el ramo de la radiodifusión, lo que hasta ahora no ha sucedido por el poder que tienen aquellas concesiones privadas, en particular, las que opera Televisa. Más aún, la influencia mediática de la televisión tiene postrado al discurso político que debiera enfrentar, precisamente, al poder fáctico de esas televisoras en tanto que son un obstáculo para la consolidación democrática.
Precisamente porque la ampliación de la oferta televisiva es una razón de Estado, dedicamos este número a una visión que, sin dejar de reparar en las insuficiencias inherentes de ese dispositivo e incluso sin dejar de subrayar los cuestionables contenidos de la oferta privada, documenta por qué la televisión vale la pena tanto en el ámbito de la información como en el del entretenimiento. Sin duda hay inagotables ejemplos de ello y queremos revisar algunos para hacerle un reconocimiento (aunque dentro del argot políticamente correcto éste resulte muy extraño o sacrílego). También pretendemos deslindar de responsabilidades que no le corresponden a ese dispositivo de comunicación y que se sitúan principalmente en el ámbito de las políticas públicas educativas.
No hay registro histórico del hombre moderno que sea posible sin la televisión. No es posible entender la dinámica de la democracia sin los medios de comunicación y, en particular, sin la televisión. Nos guste o no. Lo mismo pasa en las otras esferas de la actividad humana, en la recreación de los dramas con los que se identifica el individuo, en los documentales y en los deportes, etcétera. Y es que, además de todo o precisamente por sus cualidades expositivas, la televisión es fascinante y quien diga lo contrario que le cambie de canal a esta revista.
Pensemos la televisión y abocetemos siquiera cómo la queremos en el país. No es difícil, al menos no tanto como cuando Leonardo Da Vinci resolvió el problema de la cuadratura del ángulo curvilíneo.